El año 2006 ha comenzado en España con un ritmo infernal de asesinatos, nada menos que 28 en los primeros doce días, lo que representa más de dos al día, un ritmo seis veces más alto que el del año 2005, que fue de uno cada tres días.
Los políticos deberían bajar de sus coches oficiales y abandonar por un rato sus mundos cuidados por guardaespaldas y asesores para descender hasta el barrizal ciudadano y poder comprender el problema, respirando la violencia ambiental, la crispación y la indefensión de los ciudadanos en la jungla de España.
¿Las causas? Muchas y variadas, pero no es tanto el momento para el análisis como para tomar medidas y poner orden: detener a los asesinos y a sus complices, desarmar a los delincuentes, que deambulan con pistolas al cinto, hacer lo que debe hacer el Estado democrático para defender a los ciudadanos honrados: disuadir, detener, juzgar y castigar.
Después, sólo después, habrá que estudiar sistema de prevención y de disuasión, entrar en los barrios marginales y practicar registros en los hogares para desarmar a la gente y evitar que en España los delincuentes anden armados y los ciudadanos, que han confiado su defensa al Estado, sean víctimas indefensas. Habrá que revisar también algunas leyes, como las que convierten a los menores en gente inmune e impune, y, sobre todo, dedicar la policía a la tarea de cuidar el orden y defender a la ciudadanía, más que a la monstruosa burocracia y a custodiar a los políticos, sus palacios, sus oficinas y sus hogares y bienes, tareas en las que, según algunos portavoces de las fuerzas de seguridad, está empeñada casi la mitad de la plantilla policial del país.
Un conductor acribillado en Sevilla por una familia gitana como venganza por el atropello de su hija, que ni siquiera se produjo. Un chaval cosido a puñaladas en una gasolinera, insólitos asaltos a chalet con la gente dentro, palizas intimidatorias a los asaltados, con una desconocida violencia, nueve casos ya de crímenes de género y cada día más barrios en las ciudades de España en los que ni la policía se atreve a entrar, donde los ciudadanos honrados que se ven obligados a permaneces allí son poco menos que rehenes de bandas bien armadas, casi todas integradas por ladrones y homicidas extranjeros, algunas de ellas con previo entrenamiento militar.
Las cárceles están abarrotadas y el número de presos comunes extranjeros es ya superior al de españoles. Los jueces, aplicando nadie sabe qué leyes, dejan al delincuente en la calle con decenas de delitos sobre la espalda. El ciudadano, al saberlo por los telediarios, se queda estupefacto, no entiende nada y se pregunta a que raza de mequetrefes votó en las últimas elecciones.
Las soluciones existen y son complejas y multidisciplinares, sociales, políticas y policiales, pero el primer paso sigue siendo el mismo: los políticos, para entender lo que pasa, deben dejar sus coches oficiales y descender hasta la sucia y peligrosa jungla dende habitan los ciudadanos comunes.
Lo demás vendrá después.
Los políticos deberían bajar de sus coches oficiales y abandonar por un rato sus mundos cuidados por guardaespaldas y asesores para descender hasta el barrizal ciudadano y poder comprender el problema, respirando la violencia ambiental, la crispación y la indefensión de los ciudadanos en la jungla de España.
¿Las causas? Muchas y variadas, pero no es tanto el momento para el análisis como para tomar medidas y poner orden: detener a los asesinos y a sus complices, desarmar a los delincuentes, que deambulan con pistolas al cinto, hacer lo que debe hacer el Estado democrático para defender a los ciudadanos honrados: disuadir, detener, juzgar y castigar.
Después, sólo después, habrá que estudiar sistema de prevención y de disuasión, entrar en los barrios marginales y practicar registros en los hogares para desarmar a la gente y evitar que en España los delincuentes anden armados y los ciudadanos, que han confiado su defensa al Estado, sean víctimas indefensas. Habrá que revisar también algunas leyes, como las que convierten a los menores en gente inmune e impune, y, sobre todo, dedicar la policía a la tarea de cuidar el orden y defender a la ciudadanía, más que a la monstruosa burocracia y a custodiar a los políticos, sus palacios, sus oficinas y sus hogares y bienes, tareas en las que, según algunos portavoces de las fuerzas de seguridad, está empeñada casi la mitad de la plantilla policial del país.
Un conductor acribillado en Sevilla por una familia gitana como venganza por el atropello de su hija, que ni siquiera se produjo. Un chaval cosido a puñaladas en una gasolinera, insólitos asaltos a chalet con la gente dentro, palizas intimidatorias a los asaltados, con una desconocida violencia, nueve casos ya de crímenes de género y cada día más barrios en las ciudades de España en los que ni la policía se atreve a entrar, donde los ciudadanos honrados que se ven obligados a permaneces allí son poco menos que rehenes de bandas bien armadas, casi todas integradas por ladrones y homicidas extranjeros, algunas de ellas con previo entrenamiento militar.
Las cárceles están abarrotadas y el número de presos comunes extranjeros es ya superior al de españoles. Los jueces, aplicando nadie sabe qué leyes, dejan al delincuente en la calle con decenas de delitos sobre la espalda. El ciudadano, al saberlo por los telediarios, se queda estupefacto, no entiende nada y se pregunta a que raza de mequetrefes votó en las últimas elecciones.
Las soluciones existen y son complejas y multidisciplinares, sociales, políticas y policiales, pero el primer paso sigue siendo el mismo: los políticos, para entender lo que pasa, deben dejar sus coches oficiales y descender hasta la sucia y peligrosa jungla dende habitan los ciudadanos comunes.
Lo demás vendrá después.