Cuando redacto estas líneas, el presidente del Gobierno de España ha estado a punto de ser linchado. Así, como suena. He recordado ciertas palabras del líder de VOX que a su vez asociaban a Sánchez y a un cabecilla fascista italiano. No le deseo a nadie que muera colgado por los pies, pero reconozco que hay personajes históricos que han hecho grandes méritos para ello. En el caso que nos ocupa, hubiera bastado que el inquilino —¿perpetuo como buen “okupa”?— de La Moncloa estuviera ausente de la visita de los Reyes al epicentro de la catástrofe para que el encuentro con el pueblo afligido hubiera transcurrido como ha sido tras su evacuación del lugar de los hechos. Pero estamos ante un autócrata redomado que dirige un bando de aspirantes a sucederle en tal condición, y estas cosas pasan factura.
En Valencia ha estallado algo más que una tempestad meteorológica. Lo que ha reventado ha sido un Estado que ya no aguanta más el azote del mal gobierno, acogido a una estructura constitucional inacabada, desequilibrada, centrífuga y explosiva por generadora de injusticias y desigualdades lacerantes. Tengo reiteradamente escrito que en su día, como parte de la transición, se nos preguntó si queríamos democracia y se nos dio autonomías. La inhibición del Estado —no de la gente, ojo— antes, durante y después de la tragedia valenciana es la consecuencia de una desvertebración que hunde sus raíces en la patológica obsesión socialista por ajustar cuentas con el fantasma de Franco. Estamos aprendiendo muchas cosas en muy pocos días, gracias a uno de los episodios más tristes y desgarradores de la España “democrática”. Entre otras, que si toda Valencia no ha desaparecido bajo las aguas ha sido porque en 1957, tras otras inundaciones espantosas, el entonces Jefe del Estado dispuso que se libraran 5.000 millones de pesetas de la época (4.000 millones de euros actuales) para ejecutar una desviación del Turia que, efectivamente, se realizó y que no era ni más ni menos que una desviación del curso natural del río para salvar a las personas.
Noticias como el rechazo de la ayuda francesa en forma de equipos de bomberos o la negativa a autorizar el traslado de sus homólogos bilbaínos, deseosos de colaborar, se unen a la misma impotencia por parte de la clase de tropa y marinería (la “clase obrera” del Ejército), manifestada mediante un amplio comunicado de su asociación que pone de relieve el nauseabundo estilo impuesto por el PSOE de Pedro Sánchez. No contentos con ello, han apartado de la coordinación de las Fuerzas Armadas destacadas en Valencia al Jefe del Estado Mayor de la Defensa, que es su mando directo, para encomendársela al jefe de la UME. Demencial.
La división de los tres poderes tradicionales en todo sistema de libertades es hoy en España división de poderes territoriales, y lo que es más grave aún, nada de eso está contemplado en la Ley. De ahí la confusión, ciertamente criminal, que se produce cuando los cataclismos se desatan. En el fondo, no es sino la concentración brutal del desconcierto autonómico atacando ferozmente la vida de las personas.
Valencia está revelando —y yo no me alegro— hasta qué punto la partitocracia ha calado en nuestras vidas, anteponiendo los intereses y la supervivencia de quienes viven de la política frente a cualquier necesidad, por imperiosa que sea, de la población gobernada. Y ello es posible merced a las anarcoautonomías que interfieren en el trabajo cotidiano de un pueblo ahora ya desbordado por la mezquindad ególatra de quienes han gobernado y sobre todo gobiernan nuestra Patria. Franco lo sabía como pocos; por eso pretenden silenciarlo y desterrarlo de la Historia.
Nunca antes habíamos asistido a una oleada de mensajes cibernéticos, pese a la censura socialista, como la que ha motivado el desastre, en todos los sentidos, de Valencia. Nunca antes estuvo un presidente tan cerca de ser linchado. Sólo el Rey, que hoy se ha ganado como nunca el título de mayestas, así como su esposa la Reina reportera (y sus escoltas, uno de ellos apedreado y sangrante aunque sin abandonar su cometido) han permanecido sobre el terreno. Y observen que han resistido los gritos iniciales de ¡asesino! hasta acallarlos al pie del cañón, escuchando, consolando, abrazando y manchándose de ese fango que el responsable de todo ha rehuido y que luego utiliza para gimotear. Don Felipe y Doña Letizia han esperado, metidos en la masa del sufrimiento popular, hasta que, muy poco tiempo después, las voces han dado paso al silencio respetuoso mientras jóvenes que lo han perdido todo, empezando por sus familias, le advertían una y otra vez: “¡Esto se sabía!”.
Sí, sabemos muchas más cosas que hace una semana. En junio de 2016, más de cien premios Nobel (concretamente, 109), entre ellos el mayor investigador del ADN, acusaron a Greenpeace de genocidio por sus campañas contra las cosechas de arroz transgénico, un alimento que estaba acabando con el hambre en amplias zonas donde era endémica. Es sólo un botón de muestra de hasta qué punto la manipulación de la ciencia por los agitadores ecologistas —con o sin escaño— causa daños devastadores a la Humanidad. Cada minuto que pasa se oyen y ven más voces y más autorizadas que nos advierten de que calamidades como la de Valencia se podían haber evitado. “¡Esto se sabía!”, le gritaba ese joven desesperado al Monarca que se remanga y no sale corriendo frente a las airadas protestas de las víctimas. La imposición tiránica de los “verdes” (por fuera), para quienes el hombre es un monstruo depredador del dios Medioambiente, ha dejado los montes y las riberas sin limpiar, so pena de grandes multas, y va derribando una a una las presas y los diques que contienen las aguas si es preciso. Ya es vox populi, aunque las empresas mediáticas sigan repicando lo que los focos del poder les dictan para contentar a las organizaciones parasitarias de nuestros impuestos.
Si España es un estado desarticulado por momentos, la suerte de Europa no es mejor, pues de ahí, de Bruselas, vienen estos lodos que matan y destruyen. Podríamos hablar del coche eléctrico y sus incendios, de las placas solares y sus minerales —por no mencionar el destrozo de los paisajes, que también son Planeta—, del CO2 y las plantas (busquen, por favor, un vídeo de Manuel Toharia, aquel pionero de la divulgación científica en nuestro país) o de la subida de los impuestos al diésel —disfrazado de gasóleo no profesional— nada menos que 9 céntimos el litro. Subida que, al igual que el asalto social comunista y separatista a la Radio y la Televisión de todos, se produjo al amparo del diluvio valenciano.
Se ha producido un salto cualitativo… al vacío. Porque quienes tendrían que rectificar no lo van a hacer, por mucho que hayan querido lincharles. Son marginales y extremistas que Interior debe estar buscando ya (ardua tarea), ha dicho el autócrata. En La Moncloa hay un refugio nuclear. ¿Para qué van a enderezar el rumbo de la nave si ellos tienen un helicóptero en la puerta?
Ángel Pérez Guerra
En Valencia ha estallado algo más que una tempestad meteorológica. Lo que ha reventado ha sido un Estado que ya no aguanta más el azote del mal gobierno, acogido a una estructura constitucional inacabada, desequilibrada, centrífuga y explosiva por generadora de injusticias y desigualdades lacerantes. Tengo reiteradamente escrito que en su día, como parte de la transición, se nos preguntó si queríamos democracia y se nos dio autonomías. La inhibición del Estado —no de la gente, ojo— antes, durante y después de la tragedia valenciana es la consecuencia de una desvertebración que hunde sus raíces en la patológica obsesión socialista por ajustar cuentas con el fantasma de Franco. Estamos aprendiendo muchas cosas en muy pocos días, gracias a uno de los episodios más tristes y desgarradores de la España “democrática”. Entre otras, que si toda Valencia no ha desaparecido bajo las aguas ha sido porque en 1957, tras otras inundaciones espantosas, el entonces Jefe del Estado dispuso que se libraran 5.000 millones de pesetas de la época (4.000 millones de euros actuales) para ejecutar una desviación del Turia que, efectivamente, se realizó y que no era ni más ni menos que una desviación del curso natural del río para salvar a las personas.
Noticias como el rechazo de la ayuda francesa en forma de equipos de bomberos o la negativa a autorizar el traslado de sus homólogos bilbaínos, deseosos de colaborar, se unen a la misma impotencia por parte de la clase de tropa y marinería (la “clase obrera” del Ejército), manifestada mediante un amplio comunicado de su asociación que pone de relieve el nauseabundo estilo impuesto por el PSOE de Pedro Sánchez. No contentos con ello, han apartado de la coordinación de las Fuerzas Armadas destacadas en Valencia al Jefe del Estado Mayor de la Defensa, que es su mando directo, para encomendársela al jefe de la UME. Demencial.
La división de los tres poderes tradicionales en todo sistema de libertades es hoy en España división de poderes territoriales, y lo que es más grave aún, nada de eso está contemplado en la Ley. De ahí la confusión, ciertamente criminal, que se produce cuando los cataclismos se desatan. En el fondo, no es sino la concentración brutal del desconcierto autonómico atacando ferozmente la vida de las personas.
Valencia está revelando —y yo no me alegro— hasta qué punto la partitocracia ha calado en nuestras vidas, anteponiendo los intereses y la supervivencia de quienes viven de la política frente a cualquier necesidad, por imperiosa que sea, de la población gobernada. Y ello es posible merced a las anarcoautonomías que interfieren en el trabajo cotidiano de un pueblo ahora ya desbordado por la mezquindad ególatra de quienes han gobernado y sobre todo gobiernan nuestra Patria. Franco lo sabía como pocos; por eso pretenden silenciarlo y desterrarlo de la Historia.
Nunca antes habíamos asistido a una oleada de mensajes cibernéticos, pese a la censura socialista, como la que ha motivado el desastre, en todos los sentidos, de Valencia. Nunca antes estuvo un presidente tan cerca de ser linchado. Sólo el Rey, que hoy se ha ganado como nunca el título de mayestas, así como su esposa la Reina reportera (y sus escoltas, uno de ellos apedreado y sangrante aunque sin abandonar su cometido) han permanecido sobre el terreno. Y observen que han resistido los gritos iniciales de ¡asesino! hasta acallarlos al pie del cañón, escuchando, consolando, abrazando y manchándose de ese fango que el responsable de todo ha rehuido y que luego utiliza para gimotear. Don Felipe y Doña Letizia han esperado, metidos en la masa del sufrimiento popular, hasta que, muy poco tiempo después, las voces han dado paso al silencio respetuoso mientras jóvenes que lo han perdido todo, empezando por sus familias, le advertían una y otra vez: “¡Esto se sabía!”.
Sí, sabemos muchas más cosas que hace una semana. En junio de 2016, más de cien premios Nobel (concretamente, 109), entre ellos el mayor investigador del ADN, acusaron a Greenpeace de genocidio por sus campañas contra las cosechas de arroz transgénico, un alimento que estaba acabando con el hambre en amplias zonas donde era endémica. Es sólo un botón de muestra de hasta qué punto la manipulación de la ciencia por los agitadores ecologistas —con o sin escaño— causa daños devastadores a la Humanidad. Cada minuto que pasa se oyen y ven más voces y más autorizadas que nos advierten de que calamidades como la de Valencia se podían haber evitado. “¡Esto se sabía!”, le gritaba ese joven desesperado al Monarca que se remanga y no sale corriendo frente a las airadas protestas de las víctimas. La imposición tiránica de los “verdes” (por fuera), para quienes el hombre es un monstruo depredador del dios Medioambiente, ha dejado los montes y las riberas sin limpiar, so pena de grandes multas, y va derribando una a una las presas y los diques que contienen las aguas si es preciso. Ya es vox populi, aunque las empresas mediáticas sigan repicando lo que los focos del poder les dictan para contentar a las organizaciones parasitarias de nuestros impuestos.
Si España es un estado desarticulado por momentos, la suerte de Europa no es mejor, pues de ahí, de Bruselas, vienen estos lodos que matan y destruyen. Podríamos hablar del coche eléctrico y sus incendios, de las placas solares y sus minerales —por no mencionar el destrozo de los paisajes, que también son Planeta—, del CO2 y las plantas (busquen, por favor, un vídeo de Manuel Toharia, aquel pionero de la divulgación científica en nuestro país) o de la subida de los impuestos al diésel —disfrazado de gasóleo no profesional— nada menos que 9 céntimos el litro. Subida que, al igual que el asalto social comunista y separatista a la Radio y la Televisión de todos, se produjo al amparo del diluvio valenciano.
Se ha producido un salto cualitativo… al vacío. Porque quienes tendrían que rectificar no lo van a hacer, por mucho que hayan querido lincharles. Son marginales y extremistas que Interior debe estar buscando ya (ardua tarea), ha dicho el autócrata. En La Moncloa hay un refugio nuclear. ¿Para qué van a enderezar el rumbo de la nave si ellos tienen un helicóptero en la puerta?
Ángel Pérez Guerra
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