Los ciudadanos debemos impedir que la reforma constitucional sea una tarea exclusiva de los partidos políticos, ya que aceptar esa ruta representa aceptar que la Constitución reformada puede ser peor que la actual, con más poder para las autonomías y para los partidos, menos democracia auténtica, menos controles para el poder político y todavía más marginación para los ciudadanos.
La única manera eficaz de influir en la reforma constitucional consiste en la creación de cientos o quizás miles de asambleas populares constituyentes, grupos de ciudadanos que se reúnen para debatir los cambios necesarios, proponer ideas y redactar las propuestas, que deben ser elevadas para que sean tenidas en cuenta.
Se trata de un proceso genuinamente democrático de participación ciudadana que irrumpiría en un debate político del que, vergonzosamente, los partidos suelen expulsar a la ciudadanía, porque ellos, sin otra razón que el egoísmo y la arbitrariedad antidemocrática, se consideran como los únicos representantes del pueblo con autoridad para redactar una Constitución, negando a los ciudadanos el principio, básico en democracia, de que el pueblo es el auténtico soberano del sistema.
La Historia reciente de España y, sobre todo, la experiencia acumulada por los partidos políticos, demuestra que los partidos no son, precisamente, las organizaciones ideales para reformar la Constitución española y asumir el desafío de la regeneración de la política, que es de lo que se trata.
La Constitución Española no necesita reformarse para otorgar más poder a los partidos y a las autonomías, o para engordar todavía más el Estado, sino para erradicar la corrupción, incrementar los controles al poder, que son casi nulos en España, y para responder a las grandes exigencias de la democracia, olvidadas por la partitocracia española, y de la ciudadanía.
De las asambleas constituyentes populares deberían surgir ideas e iniciativas que respondan a la voluntad popular y que los partidos tengan que asumir, sin poder rechazarlas. Si el proceso es limpio y libre, el pueblo planteará demandas tan claras como las siguientes: reforma de la ley para que cada voto valga lo mismo, probablemente mediante la creación de un distrito electoral único; fin de la financiación de los partidos con dinero público; limitación de los mandatos de los políticos elegidos y altos cargos del Estado; adelgazamiento del Estado y jubilación anticipada para al menos la mitad de los políticos que viven en España a sueldo del Estado; garantía de que los poderes del Estado funcionarán con independencia y libertad; más participación de los ciudadanos en la vida política; limitación, por ley, del endeudamiento público y, sobre todo, fin del Estado de las autonomías, mediante la desaparición de los parlamentos autonómicos, los gobiernos fastuosos instalados en las taifas y la recuperación, por parte del Estado central, de la mayoría de las competencias cedidas a los gobiernos regionales, sobre todo las de educación, sanidad, policiales y fiscales.
Es precisamente ese poder de las asambleas populares lo que temen los partidos políticos españoles, que, en contra de la democracia y la decencia, quieren seguir manejando la política en régimen de monopolio, sin ciudadanos y sin otras ideas que las que se cuecen en sus poco recomendables hornos, ya alterados y degradados por la corrupción, el abuso de poder y la construcción de un país desigual, escaso de valores e incapaz de prestar servicios de calidad a los ciudadanos y de hacerlos felices.
Muchos de mis lectores, cuando leen a diario las oleadas de críticas y análisis en los que se destapan las miserias y arbitrariedades de la política española, me piden que haga propuestas. Pues bien, esta de las asambleas populares constituyentes es una propuesta de valor, una manera de doblegar la arrogancia y la ausencia de democracia de nuestros partidos políticos.
Francisco Rubiales
La única manera eficaz de influir en la reforma constitucional consiste en la creación de cientos o quizás miles de asambleas populares constituyentes, grupos de ciudadanos que se reúnen para debatir los cambios necesarios, proponer ideas y redactar las propuestas, que deben ser elevadas para que sean tenidas en cuenta.
Se trata de un proceso genuinamente democrático de participación ciudadana que irrumpiría en un debate político del que, vergonzosamente, los partidos suelen expulsar a la ciudadanía, porque ellos, sin otra razón que el egoísmo y la arbitrariedad antidemocrática, se consideran como los únicos representantes del pueblo con autoridad para redactar una Constitución, negando a los ciudadanos el principio, básico en democracia, de que el pueblo es el auténtico soberano del sistema.
La Historia reciente de España y, sobre todo, la experiencia acumulada por los partidos políticos, demuestra que los partidos no son, precisamente, las organizaciones ideales para reformar la Constitución española y asumir el desafío de la regeneración de la política, que es de lo que se trata.
La Constitución Española no necesita reformarse para otorgar más poder a los partidos y a las autonomías, o para engordar todavía más el Estado, sino para erradicar la corrupción, incrementar los controles al poder, que son casi nulos en España, y para responder a las grandes exigencias de la democracia, olvidadas por la partitocracia española, y de la ciudadanía.
De las asambleas constituyentes populares deberían surgir ideas e iniciativas que respondan a la voluntad popular y que los partidos tengan que asumir, sin poder rechazarlas. Si el proceso es limpio y libre, el pueblo planteará demandas tan claras como las siguientes: reforma de la ley para que cada voto valga lo mismo, probablemente mediante la creación de un distrito electoral único; fin de la financiación de los partidos con dinero público; limitación de los mandatos de los políticos elegidos y altos cargos del Estado; adelgazamiento del Estado y jubilación anticipada para al menos la mitad de los políticos que viven en España a sueldo del Estado; garantía de que los poderes del Estado funcionarán con independencia y libertad; más participación de los ciudadanos en la vida política; limitación, por ley, del endeudamiento público y, sobre todo, fin del Estado de las autonomías, mediante la desaparición de los parlamentos autonómicos, los gobiernos fastuosos instalados en las taifas y la recuperación, por parte del Estado central, de la mayoría de las competencias cedidas a los gobiernos regionales, sobre todo las de educación, sanidad, policiales y fiscales.
Es precisamente ese poder de las asambleas populares lo que temen los partidos políticos españoles, que, en contra de la democracia y la decencia, quieren seguir manejando la política en régimen de monopolio, sin ciudadanos y sin otras ideas que las que se cuecen en sus poco recomendables hornos, ya alterados y degradados por la corrupción, el abuso de poder y la construcción de un país desigual, escaso de valores e incapaz de prestar servicios de calidad a los ciudadanos y de hacerlos felices.
Muchos de mis lectores, cuando leen a diario las oleadas de críticas y análisis en los que se destapan las miserias y arbitrariedades de la política española, me piden que haga propuestas. Pues bien, esta de las asambleas populares constituyentes es una propuesta de valor, una manera de doblegar la arrogancia y la ausencia de democracia de nuestros partidos políticos.
Francisco Rubiales
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