Desde siempre las frases categóricas me han llamado la atención. Una de las últimas es de antología: <<Las reglas del Estado de Derecho están muy bien pensadas>>. Quien la pronunció se quedó tan pancho, pero imagino que muchos de los que la oyeron no salieron ni de su asombro, ni de su perplejidad. Se trata de una aseveración que, según las normas más elementales del razonamiento, incurre en dos errores graves: uno, se confunde la construcción del Estado de Derecho con el que explicita nuestra Constitución; y dos se invoca la teoría del poder constituyente para justificar la legitimidad del sistema. Pues bien, en ese enunciado se observa lo que se conoce, respectivamente, como “generalización inadecuada” y “recurso al argumento de autoridad”.
Esa afirmación se encuadra en el contexto del debate acerca de la independencia del poder judicial. La respuesta que se decida es muy importante, porque de ella dependerá de si asumimos como presunción el principio de “división de poderes” o, en cambio, nos contentamos con su homólogo de “división de funciones”. Atendiendo a nuestra vertebración constitucional, es un debate que académicamente está muy cerrado. Pero ¿acaso los especialistas, desde sus torres de marfil, no perciben lo que el común de los ciudadanos? Estudios recientes de demoscopia arrojan el resultado de que más del 60% de los consultados creía: 1) que era urgente devolver a la Justicia su independencia; y 2) que no se debe hacer un uso político de la Ley.
Como mantienen algunos estudiosos de nuestro sistema: “La política es el partido político […] El partido llega a todos los ámbitos del poder a través de los grandes tentáculos que representan sus acólitos y afines, a los que sabe colocar en los lugares oportunos: a uno en el Parlamento, a otro en el órgano rector del Poder Judicial, a un tercero en el mismísimo Tribunal Constitucional, a un cuarto en la Fiscalía General del Estado… y así sucesivamente” (vid. Democracia vergonzante y ciudadanos de perfil, 2002, 20). ¿Y qué decir de los órganos fiscalizadores de extracción parlamentaria como el Defensor del Pueblo y el Tribunal de Cuentas?
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Si el “avezado” político tuviese toda la razón al aseverar que <<Las reglas del Estado de Derecho están muy bien pensadas>>, ¿por qué no lidera una reforma a fondo del ordenamiento jurídico público de nuestro país con el propósito de lograr una auténtica división y autonomía de los poderes públicos? Resulta insólito que, alardeando de un ordenamiento garantista, el partido político se haya convertido en el alfa y la omega del ejercicio del poder frente al que la independencia en la arena pública se paga con la ausencia de todo cargo. Para conseguir dicho objetivo, la reforma debería empezar por la propia democracia de partidos, carnavalescamente disfrazada de liberalismo, aunque eso es algo más que improbable. Sin embargo, ni siquiera el venerado rawlsianismo político, ni las pésimas versiones del patriotismo constitucional, unos de los tantos Archipiélagos Gulag intelectuales, afortunadamente pueden encerrar la vis expansiva de la democracia.
Juan J. Mora
Esa afirmación se encuadra en el contexto del debate acerca de la independencia del poder judicial. La respuesta que se decida es muy importante, porque de ella dependerá de si asumimos como presunción el principio de “división de poderes” o, en cambio, nos contentamos con su homólogo de “división de funciones”. Atendiendo a nuestra vertebración constitucional, es un debate que académicamente está muy cerrado. Pero ¿acaso los especialistas, desde sus torres de marfil, no perciben lo que el común de los ciudadanos? Estudios recientes de demoscopia arrojan el resultado de que más del 60% de los consultados creía: 1) que era urgente devolver a la Justicia su independencia; y 2) que no se debe hacer un uso político de la Ley.
Como mantienen algunos estudiosos de nuestro sistema: “La política es el partido político […] El partido llega a todos los ámbitos del poder a través de los grandes tentáculos que representan sus acólitos y afines, a los que sabe colocar en los lugares oportunos: a uno en el Parlamento, a otro en el órgano rector del Poder Judicial, a un tercero en el mismísimo Tribunal Constitucional, a un cuarto en la Fiscalía General del Estado… y así sucesivamente” (vid. Democracia vergonzante y ciudadanos de perfil, 2002, 20). ¿Y qué decir de los órganos fiscalizadores de extracción parlamentaria como el Defensor del Pueblo y el Tribunal de Cuentas?
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Si el “avezado” político tuviese toda la razón al aseverar que <<Las reglas del Estado de Derecho están muy bien pensadas>>, ¿por qué no lidera una reforma a fondo del ordenamiento jurídico público de nuestro país con el propósito de lograr una auténtica división y autonomía de los poderes públicos? Resulta insólito que, alardeando de un ordenamiento garantista, el partido político se haya convertido en el alfa y la omega del ejercicio del poder frente al que la independencia en la arena pública se paga con la ausencia de todo cargo. Para conseguir dicho objetivo, la reforma debería empezar por la propia democracia de partidos, carnavalescamente disfrazada de liberalismo, aunque eso es algo más que improbable. Sin embargo, ni siquiera el venerado rawlsianismo político, ni las pésimas versiones del patriotismo constitucional, unos de los tantos Archipiélagos Gulag intelectuales, afortunadamente pueden encerrar la vis expansiva de la democracia.
Juan J. Mora