A menudo se oyen lamentaciones buenistas sobre la Guerra de España, insistiendo en su carácter “fratricida” (nunca reconocido por izquierdas y separatistas). En que “perdimos todos”. En que no debe emplearse el método del “y tú más” cuando se habla las atrocidades. En que “fue una explosión de salvajismo” que más vale no recordar y “mirar al futuro”.
Y así sucesivamente, unos enfoques vacuos que impiden comprender y extraer lecciones útiles (mirando al pasado aprendemos mucho, al futuro, nada), un ataque a la inteligencia, aunque permite a los necios la vanidad de sentirse superiores y juzgar “imparcialmente” a unos y a otros como unos sádicos idiotas. Y tampoco sobra la comparación, caricaturizada en el “y tú más”: como nadie es perfecto, viene bien saber cosas como quiénes empezaron, quiénes mostraron más saña, quiénes combatieron mejor, etc. etc. Alguna gente gusta comparar a los demás, a sus abuelos o a quienes les parezca, con la perfección moral. Pero los primeros imperfectos moralmente son lo que adoptan esa ridícula postura.
¿Qué se jugaba en la guerra de España?
Stanley Payne dedica en su libro una atención especial a la guerra civil española, lo que es bastante lógico por la atención internacional que ha recibido a lo largo de los años. Una atención curiosa en cierto modo porque, como observa el autor, sus repercusiones internacionales directas fueron escasas, quedando el conflicto limitado a España, por lo menos en el terreno político y militar. Esa atención se basa en un enorme equívoco, que presentaba esa guerra como un choque entre la democracia o “el pueblo” y el fascismo o “la reacción”.
¿Qué se jugaba realmente en nuestra guerra? Por mucho que asombre a estas alturas y con tanta bibliografía, es una cuestión nunca aclarada a fondo. Creo que Payne ve bien muchos de sus principales rasgos, pero no extrae todas las conclusiones. Así, deja en claro, como hemos hecho muy pocos más, que la historia de la república fue la del dinamitado de un inicio de democracia liberal, y que los dinamiteros fueron, precisamente las izquierdas frente a unas derechas mayormente inofensivas y dispuestas, aunque con mil recelos, a acatar una legalidad democrática siempre que no degenerase en arbitrariedad.
Al final, la democracia no desempeñó ningún papel en nuestra guerra, lo que ha llevado a Payne a decir alguna vez que no fue una lucha de buenos y malos, sino de malos contra malos. Me parece que el aserto no refleja bien la realidad.
Ante todo, ¿qué eran las izquierdas y qué pretendían? Creo que en Payne no queda del todo precisada su combinación de mesianismos e indigencia intelectual. Todas ellas, sin excepción, creían tener la panacea para transformar la sociedad a su gusto, consideraban que la democracia consistía en que mandasen ellas (cada una de ellas), y despreciaban la idea nacional, como recordaría Azaña amargamente. En otras palabras, eran unas izquierdas utópicas y básicamente anticristianas y antiespañolas. Su anticristianismo, único aspecto en que estaban de acuerdo todos los partidos izquierdistas, suele presentarse como “anticlericalismo” u oposición a la influencia política del clero, pero iba mucho más allá: pretendía extirpar la cultura cristiana de España como medio para implantar su utopía. Empezó con la primera quema de templos, bibliotecas y centros de enseñanza, para alcanzar su paroxismo, realmente genocida, en plena guerra civil: se trataba de erradicar, orwellianamente, la cruz de la vida pública y privada española, lo que pusieron en práctica en medida asombrosa en la zona del Frente Popular. No es que hubiera un plan explícito, al menos yo no lo conozco, pero el genocidio fue efecto lógico de unos utopismos de ínfima calidad intelectual. Casi nunca se insiste, y creo que Payne tampoco, en este dato crucial, del que solo fue un disfraz o un aperitivo el llamado anticlericalismo.
Tampoco se ha prestado suficiente atención al carácter antiespañol del Frente Popular. La hispanofobia fue clara y sin tapujos en los nacionalismos vasco y catalán, y afectaba indirectamente, aunque con plena fuerza, a los restantes grupos. Para los poderosos partidos y sindicatos obreristas, la idea de España era reaccionaria o sin importancia, disuelta en todo caso en su internacionalismo “proletario”; para el PCE, en concreto, se supeditaba absolutamente a los intereses del estalinismo. Todos ellos, incluido Azaña, tenían de la historia de España la visión forjada por la Leyenda Negra, asimilada sin crítica y hasta con regodeo (tendencia que revive hoy con fuerza). No es que Azaña se proclamase explícitamente antiespañol o indiferente a España, ni mucho menos. Pero, como otros, aspiraba a una España “nueva”, cortadas sus raíces de un pasado que creían repugnante, para ponerla a la altura unos ideales esquemáticos y simples.
Cuando se combinaron estas tendencias con la destrucción de la legalidad, los sectores, muy vastos, que se sentían patrióticos y cristianos se vieron en la disyuntiva de dejarse destruir “pacíficamente” o rebelarse. Se rebelaron bajo la invocación “por Dios y por España”, es decir, por la cultura cristiana y por la nación. Y contra la o las revoluciones anticristianas y antiespañolas de la izquierda y los separatismos, cuyo abocamiento solo podía ser totalitario.
Este fue, a mi juicio, el carácter de la guerra. Y hoy, por supuesto, no puedo menos de identificarme, como Marañón y tantos otros liberales, con quienes salvaron esos principios y valores fundamentales, sin los cuales la democracia liberal se queda en poco más que palabras y buenas intenciones en el vacío.Y sin embargo la democracia liberal estuvo presente en todo este proceso de un modo peculiar, que veremos luego.
PÍO MOA
Y así sucesivamente, unos enfoques vacuos que impiden comprender y extraer lecciones útiles (mirando al pasado aprendemos mucho, al futuro, nada), un ataque a la inteligencia, aunque permite a los necios la vanidad de sentirse superiores y juzgar “imparcialmente” a unos y a otros como unos sádicos idiotas. Y tampoco sobra la comparación, caricaturizada en el “y tú más”: como nadie es perfecto, viene bien saber cosas como quiénes empezaron, quiénes mostraron más saña, quiénes combatieron mejor, etc. etc. Alguna gente gusta comparar a los demás, a sus abuelos o a quienes les parezca, con la perfección moral. Pero los primeros imperfectos moralmente son lo que adoptan esa ridícula postura.
¿Qué se jugaba en la guerra de España?
Stanley Payne dedica en su libro una atención especial a la guerra civil española, lo que es bastante lógico por la atención internacional que ha recibido a lo largo de los años. Una atención curiosa en cierto modo porque, como observa el autor, sus repercusiones internacionales directas fueron escasas, quedando el conflicto limitado a España, por lo menos en el terreno político y militar. Esa atención se basa en un enorme equívoco, que presentaba esa guerra como un choque entre la democracia o “el pueblo” y el fascismo o “la reacción”.
¿Qué se jugaba realmente en nuestra guerra? Por mucho que asombre a estas alturas y con tanta bibliografía, es una cuestión nunca aclarada a fondo. Creo que Payne ve bien muchos de sus principales rasgos, pero no extrae todas las conclusiones. Así, deja en claro, como hemos hecho muy pocos más, que la historia de la república fue la del dinamitado de un inicio de democracia liberal, y que los dinamiteros fueron, precisamente las izquierdas frente a unas derechas mayormente inofensivas y dispuestas, aunque con mil recelos, a acatar una legalidad democrática siempre que no degenerase en arbitrariedad.
Al final, la democracia no desempeñó ningún papel en nuestra guerra, lo que ha llevado a Payne a decir alguna vez que no fue una lucha de buenos y malos, sino de malos contra malos. Me parece que el aserto no refleja bien la realidad.
Ante todo, ¿qué eran las izquierdas y qué pretendían? Creo que en Payne no queda del todo precisada su combinación de mesianismos e indigencia intelectual. Todas ellas, sin excepción, creían tener la panacea para transformar la sociedad a su gusto, consideraban que la democracia consistía en que mandasen ellas (cada una de ellas), y despreciaban la idea nacional, como recordaría Azaña amargamente. En otras palabras, eran unas izquierdas utópicas y básicamente anticristianas y antiespañolas. Su anticristianismo, único aspecto en que estaban de acuerdo todos los partidos izquierdistas, suele presentarse como “anticlericalismo” u oposición a la influencia política del clero, pero iba mucho más allá: pretendía extirpar la cultura cristiana de España como medio para implantar su utopía. Empezó con la primera quema de templos, bibliotecas y centros de enseñanza, para alcanzar su paroxismo, realmente genocida, en plena guerra civil: se trataba de erradicar, orwellianamente, la cruz de la vida pública y privada española, lo que pusieron en práctica en medida asombrosa en la zona del Frente Popular. No es que hubiera un plan explícito, al menos yo no lo conozco, pero el genocidio fue efecto lógico de unos utopismos de ínfima calidad intelectual. Casi nunca se insiste, y creo que Payne tampoco, en este dato crucial, del que solo fue un disfraz o un aperitivo el llamado anticlericalismo.
Tampoco se ha prestado suficiente atención al carácter antiespañol del Frente Popular. La hispanofobia fue clara y sin tapujos en los nacionalismos vasco y catalán, y afectaba indirectamente, aunque con plena fuerza, a los restantes grupos. Para los poderosos partidos y sindicatos obreristas, la idea de España era reaccionaria o sin importancia, disuelta en todo caso en su internacionalismo “proletario”; para el PCE, en concreto, se supeditaba absolutamente a los intereses del estalinismo. Todos ellos, incluido Azaña, tenían de la historia de España la visión forjada por la Leyenda Negra, asimilada sin crítica y hasta con regodeo (tendencia que revive hoy con fuerza). No es que Azaña se proclamase explícitamente antiespañol o indiferente a España, ni mucho menos. Pero, como otros, aspiraba a una España “nueva”, cortadas sus raíces de un pasado que creían repugnante, para ponerla a la altura unos ideales esquemáticos y simples.
Cuando se combinaron estas tendencias con la destrucción de la legalidad, los sectores, muy vastos, que se sentían patrióticos y cristianos se vieron en la disyuntiva de dejarse destruir “pacíficamente” o rebelarse. Se rebelaron bajo la invocación “por Dios y por España”, es decir, por la cultura cristiana y por la nación. Y contra la o las revoluciones anticristianas y antiespañolas de la izquierda y los separatismos, cuyo abocamiento solo podía ser totalitario.
Este fue, a mi juicio, el carácter de la guerra. Y hoy, por supuesto, no puedo menos de identificarme, como Marañón y tantos otros liberales, con quienes salvaron esos principios y valores fundamentales, sin los cuales la democracia liberal se queda en poco más que palabras y buenas intenciones en el vacío.Y sin embargo la democracia liberal estuvo presente en todo este proceso de un modo peculiar, que veremos luego.
PÍO MOA
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