Los que nos oponemos al dominio de las élites tenemos razones de peso para hacerlo. La injusticia reina por doquier y los poderosos no están interesados en remediar el drama que han creado. Las nuevas tecnologías y las facilidades para comunicarnos han propiciado el desarrollo de empresas transnacionales fuertes y de un capitalismo financiero especulativo que agudizan la desintegración social a nivel planetario. Algunos países se enriquecen y otros caen en la pobreza más profunda. La irracionalidad reinante se olvida de la justicia y de la dignidad humana e identifica el progreso con el crecimiento de la economía y el aumento del beneficio económico. El mundo, ante la insensibilidad de sus líderes, avanza hacia lo insostenible y el desequilibrio es de tal envergadura que exige cambios y nuevos modos de organización en todo el planeta. Sin las correcciones que el mundo necesita, la dictadura del dinero es un atentado a la paz y a la democracia.
En 1993 creé el foro de conferencias y debates “Encuentros 2000”, con sede en Sevilla, y lo dirigí durante diez años. Por su tribuna desfilaron cientos de personajes de la vida política, económica y social de España, desde presidentes de gobierno a ministros, empresarios, científicos y grandes profesionales. Por entonces, como estaba preparando mi tardío doctorado e investigaba la democracia, me dediqué a preguntar a todos los políticos invitados al foro por su concepción del sistema democrático. El resultado fue decepcionante porque ninguno supo definir la democracia, ni demostró entender lo que representa ese sistema. Unos hablaban de elegir gobiernos y otros decían que la democracia otorgaba legitimidad al poder, pero ninguno habló del protagonismo de los ciudadanos, ni de los controles al poder que conlleva ese sistema, ni la definió como una cultura. Detrás de sus respuestas se descubría que consideraban la democracia únicamente como algo que les permitía a ellos mandar sin limitaciones y sin sentir vergüenza. Desde entonces pienso que hay pocos demócratas en España, al menos en las instituciones y en las alturas del poder y que luchar por la democracia es el primer deber de cualquier ciudadano decente.
Sé que la democracia, como decía Churchill, es el mejor de los sistemas posibles y el único capaz de controlar las ambiciones y corrupciones que suelen anidar entre los poderosos. Pero, para que surta efecto, tiene que ser una democracia verdadera, con los gobernantes bajo vigilancia y control, con los poderes básicos, en especial la Justicia, funcionando con independencia, con leyes iguales para todos e implacables frente al delito, con una sociedad civil fuerte y con libertad de elegir. Pues bien, ninguna de esas características fundamentales de la democracia existen en España y cada día son mas raras en otros países. La democracia está en declive porque ha sido asesinada por los políticos. Es la verdad pura y dura.
Hoy sé que la democracia es la gran paradoja del presente porque ni siquiera existe en un mundo que se autoproclama democrático. Y la clave de ese fracaso es que la democracia sólo ha sido entendida como un sistema de gobierno, no como una cultura rica de entendimiento y paz, que vincula al poder con los ciudadanos y que debe impregnarlo todo, incluyendo los valores, los derechos, las libertades, la sociedad, las estructuras del poder, la convivencia y hasta el funcionamiento de la enseñanza, los medios de comunicación, los ejércitos y la policía.
Si en el mundo la democracia se acerca al fracaso, en España ese fracaso ya está consumado. La falsa democracia española, detrás de la cual se oculta una tiranía de partidos políticos sin controles suficientes y con un poder desmedido, ya ha estropeado al país, ha agudizado su incultura y ha apostado por envilecer la sociedad y, sobre todo, la vida política, provocando rechazo y hostilidad a los gobernantes en amplios sectores de la población, precisamente los más formados y conscientes, donde ya se admite con claridad el fracaso de un sistema que avanza hacia el desastre y pone en peligro la supervivencia de España.
Francisco Rubiales
En 1993 creé el foro de conferencias y debates “Encuentros 2000”, con sede en Sevilla, y lo dirigí durante diez años. Por su tribuna desfilaron cientos de personajes de la vida política, económica y social de España, desde presidentes de gobierno a ministros, empresarios, científicos y grandes profesionales. Por entonces, como estaba preparando mi tardío doctorado e investigaba la democracia, me dediqué a preguntar a todos los políticos invitados al foro por su concepción del sistema democrático. El resultado fue decepcionante porque ninguno supo definir la democracia, ni demostró entender lo que representa ese sistema. Unos hablaban de elegir gobiernos y otros decían que la democracia otorgaba legitimidad al poder, pero ninguno habló del protagonismo de los ciudadanos, ni de los controles al poder que conlleva ese sistema, ni la definió como una cultura. Detrás de sus respuestas se descubría que consideraban la democracia únicamente como algo que les permitía a ellos mandar sin limitaciones y sin sentir vergüenza. Desde entonces pienso que hay pocos demócratas en España, al menos en las instituciones y en las alturas del poder y que luchar por la democracia es el primer deber de cualquier ciudadano decente.
Sé que la democracia, como decía Churchill, es el mejor de los sistemas posibles y el único capaz de controlar las ambiciones y corrupciones que suelen anidar entre los poderosos. Pero, para que surta efecto, tiene que ser una democracia verdadera, con los gobernantes bajo vigilancia y control, con los poderes básicos, en especial la Justicia, funcionando con independencia, con leyes iguales para todos e implacables frente al delito, con una sociedad civil fuerte y con libertad de elegir. Pues bien, ninguna de esas características fundamentales de la democracia existen en España y cada día son mas raras en otros países. La democracia está en declive porque ha sido asesinada por los políticos. Es la verdad pura y dura.
Hoy sé que la democracia es la gran paradoja del presente porque ni siquiera existe en un mundo que se autoproclama democrático. Y la clave de ese fracaso es que la democracia sólo ha sido entendida como un sistema de gobierno, no como una cultura rica de entendimiento y paz, que vincula al poder con los ciudadanos y que debe impregnarlo todo, incluyendo los valores, los derechos, las libertades, la sociedad, las estructuras del poder, la convivencia y hasta el funcionamiento de la enseñanza, los medios de comunicación, los ejércitos y la policía.
Si en el mundo la democracia se acerca al fracaso, en España ese fracaso ya está consumado. La falsa democracia española, detrás de la cual se oculta una tiranía de partidos políticos sin controles suficientes y con un poder desmedido, ya ha estropeado al país, ha agudizado su incultura y ha apostado por envilecer la sociedad y, sobre todo, la vida política, provocando rechazo y hostilidad a los gobernantes en amplios sectores de la población, precisamente los más formados y conscientes, donde ya se admite con claridad el fracaso de un sistema que avanza hacia el desastre y pone en peligro la supervivencia de España.
Francisco Rubiales
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