La semana pasada ha sido pródiga en acontecimientos políticos: Zapatero consiguió la presidencia con mayoría simple, pronunció su discurso de investidura con una declaración de buenas intenciones, oyó al jefe de la oposición y a los líderes de los partidos con representación parlamentaria, prometió solemnemente ante el Rey defender la Constitución, servir a España y a los españoles y publicó la lista de los ministros que componen el nuevo Gobierno. Todos esos formularios los conocemos bien los españoles tras los treinta años de democracia; es más, sabemos que no van mucho más lejos que lo que significa cumplir lo que dice la Constitución.
Los lideres de los partidos y los portavoces serán los únicos que podrán expresar lo que el partido y la ejecutiva les dicte. Por su parte, los cientos de parlamentarios de la Cámara Baja han acudido perfectamente uniformados para aplaudir y dejar constancia de su fidelidad al partido. Desde ahora se convierten en auténticos autómatas, que sólo tienen que expresar algunos gestos: aplaudir a su líder, guardar silencio cuando hable, pisar el botón de votos cada vez que lo requieran y abuchear a la oposición cuando lo exijan las circunstancias.
El que se salga de la disciplina del partido y tenga la osadía de pensar por su cuenta libremente, será tachado de desleal, de traidor, de tránsfuga; es decir, le está absolutamente prohibido opinar. Si no lo hace y sigue su conciencia y su libre albedrío, será arrojado de las filas y expulsado a las tinieblas exteriores. Eso de que es de sabios rectificar y de honestos decir o abstenerse ante lo que la conciencia le dicte, no es para los políticos. La mayoría de los parlamentarios se eternizan en sus escaños y nunca han abierto la boca para defender a aquellos que le eligieron.
En una democracia, ¿quiénes son elegibles? Porque si dijéramos que el pueblo ha elegido a esos parlamentarios para el gobierno de la nación, es decir bastante más de lo que ocurre en realidad. El pueblo no conoce a casi a ninguno de ellos. ¿Quién presenta las candidaturas? Tampoco lo sabe. ¿Actúan realmente para el bien del pueblo como la democracia exige? Si eso fuera así, no sería posible el despotismo ilustrado, en que los gobernantes definen por sí mismos en qué consiste la mejora de la sociedad.
Y todavía hay una cuestión más palpable. La sociedad podría avanzar, si funcionaran eficazmente los sistemas de control; es decir, si el poder jurídico fuera realmente independiente. Pero hay que reconocer que ni en el gobierno anterior de los populares, ni en el actual de los socialistas, los sistemas de control han funcionado, porque han quedado neutralizados. Y uno se pregunta, ¿a quién le interesa que eso no funcione?
¿Cómo sabemos si nuestra democracia está madura para expresarse y participar en la cosa pública? El signo más claro de la madurez democrática es el protagonismo social y no la participación electoral, por lo menos con el mismo grado de fiabilidad. La participación no siempre es un signo positivo, como la abstención tampoco es siempre un signo negativo. La democracia directa es imposible, pero la indirecta se podría perfeccionar bastante más que la que conocemos hoy.
JUAN LEIVA
Los lideres de los partidos y los portavoces serán los únicos que podrán expresar lo que el partido y la ejecutiva les dicte. Por su parte, los cientos de parlamentarios de la Cámara Baja han acudido perfectamente uniformados para aplaudir y dejar constancia de su fidelidad al partido. Desde ahora se convierten en auténticos autómatas, que sólo tienen que expresar algunos gestos: aplaudir a su líder, guardar silencio cuando hable, pisar el botón de votos cada vez que lo requieran y abuchear a la oposición cuando lo exijan las circunstancias.
El que se salga de la disciplina del partido y tenga la osadía de pensar por su cuenta libremente, será tachado de desleal, de traidor, de tránsfuga; es decir, le está absolutamente prohibido opinar. Si no lo hace y sigue su conciencia y su libre albedrío, será arrojado de las filas y expulsado a las tinieblas exteriores. Eso de que es de sabios rectificar y de honestos decir o abstenerse ante lo que la conciencia le dicte, no es para los políticos. La mayoría de los parlamentarios se eternizan en sus escaños y nunca han abierto la boca para defender a aquellos que le eligieron.
En una democracia, ¿quiénes son elegibles? Porque si dijéramos que el pueblo ha elegido a esos parlamentarios para el gobierno de la nación, es decir bastante más de lo que ocurre en realidad. El pueblo no conoce a casi a ninguno de ellos. ¿Quién presenta las candidaturas? Tampoco lo sabe. ¿Actúan realmente para el bien del pueblo como la democracia exige? Si eso fuera así, no sería posible el despotismo ilustrado, en que los gobernantes definen por sí mismos en qué consiste la mejora de la sociedad.
Y todavía hay una cuestión más palpable. La sociedad podría avanzar, si funcionaran eficazmente los sistemas de control; es decir, si el poder jurídico fuera realmente independiente. Pero hay que reconocer que ni en el gobierno anterior de los populares, ni en el actual de los socialistas, los sistemas de control han funcionado, porque han quedado neutralizados. Y uno se pregunta, ¿a quién le interesa que eso no funcione?
¿Cómo sabemos si nuestra democracia está madura para expresarse y participar en la cosa pública? El signo más claro de la madurez democrática es el protagonismo social y no la participación electoral, por lo menos con el mismo grado de fiabilidad. La participación no siempre es un signo positivo, como la abstención tampoco es siempre un signo negativo. La democracia directa es imposible, pero la indirecta se podría perfeccionar bastante más que la que conocemos hoy.
JUAN LEIVA
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