Los chavales de mi pueblo conocían bien lo que era la mostaza. En verano, aparecía un hombre con un camión, montaba un tenderete y con una “romana” pesaba los sacos de mostaza que habían recogido los labradores de la siembra del año. Ajustaba las cuentas, pagaba, se quedaba con las diminutas semillas y las echaba al camión. A los chavales nos gustaba presenciar aquel rito de la compraventa de la mostaza. Un día le preguntamos a don Manuel “el Maestro” para qué servía la mostaza. Y don Manuel nos lo explicó. Aquellas simientes servían para hacer salsas que daban fuerte sabor a la carne, o para elaborar productos farmacéuticos que devolvía la salud a ciertos enfermos.. La mostaza es una paradoja entre lo pequeño y lo grande: una pequeñísima gramínea que crece sin ruido, sin agitación, sin que se note. Y se convierte en un arbusto de varios metros de altura y multiplica la semilla por millones.
Con el fermento ocurre lo mismo. El fermento es una sustancia, como la levadura, el moho y las bacterias, que actúan provocando la fermentación con pequeñísimos microorganismos. Así, un poco de levadura fermenta una gran cantidad de masa; una solera fermenta muchas botas de vino. En las antiguas tahonas se guardaba un poquito de esa masa para que fermentara en la artesa a una gran cantidad y se convirtiera en el nuevo pan. Y en las bodegas se guardan las soleras como un tesoro. La transformación se produce sin ruido, sin que nadie lo note, sin que se sienta. Y crea el mejor alimento y el néctar para los dioses y los humanos. Es otra paradoja de lo pequeño y lo grande.
Al terminar el curso, padres, profesores y pastores andan angustiados porque no ven el fruto que esperaban en sus hijos, alumnos y fieles. Pero lo que un padre dice a sus hijos, lo que un maestro enseña a sus alumnos y lo que un sacerdote siembra en sus fieles nunca se pierde. Sobre todo si se hace con fe, con sinceridad, con amor. Por eso, hay que tener presteza para sembrar y paciencia para recoger. Muchas veces nos ocurre lo contrario, que somos indolentes para sembrar e impacientes para recoger, y nos convertimos en unos muermos para nuestros niños, adolescentes y jóvenes.
Estamos en la época del consumo y creemos que el fruto es la multitud, el dinero: queremos iglesias a tope, cadenas de almacenes abarrotados, periódicos millonarios que lleguen a todas partes, “betsellers” que se vendan por millones, pantalones vaqueros para los cinco continentes, comidas prefabricadas, vinos para cada plato, músicas fotocopiadas, coches para cada miembro de la familia, manifestaciones públicas para cada problema... Y, sin embargo, comienza a detectarse algo distinto que surge por todas partes, es el triunfo de las minorías fermentadoras, creadoras, productoras del ciento por uno. Dos ejemplos: el de los periódicos digitales y el de los periódicos gratuitos, que comienzan a leerse más que muchos de los convencionales.
Una vez alguien expuso dos parábolas que son dos paradojas de lo pequeño y lo grande. “El reino se parece a un grano de mostaza, la más pequeña de las simientes, que crece, se convierte en un gran arbusto y se multiplica de forma maravillosa.” Y también: “El reino se parece a la levadura que una mujer pone en la artesa y fermenta toda la masa.” Basta con que echemos la simiente en la tierra, pongamos la levadura en la masa y lo dejemos en manos de Dios. El crecimiento lo da otro, no tú.
JUAN LEIVA.
Con el fermento ocurre lo mismo. El fermento es una sustancia, como la levadura, el moho y las bacterias, que actúan provocando la fermentación con pequeñísimos microorganismos. Así, un poco de levadura fermenta una gran cantidad de masa; una solera fermenta muchas botas de vino. En las antiguas tahonas se guardaba un poquito de esa masa para que fermentara en la artesa a una gran cantidad y se convirtiera en el nuevo pan. Y en las bodegas se guardan las soleras como un tesoro. La transformación se produce sin ruido, sin que nadie lo note, sin que se sienta. Y crea el mejor alimento y el néctar para los dioses y los humanos. Es otra paradoja de lo pequeño y lo grande.
Al terminar el curso, padres, profesores y pastores andan angustiados porque no ven el fruto que esperaban en sus hijos, alumnos y fieles. Pero lo que un padre dice a sus hijos, lo que un maestro enseña a sus alumnos y lo que un sacerdote siembra en sus fieles nunca se pierde. Sobre todo si se hace con fe, con sinceridad, con amor. Por eso, hay que tener presteza para sembrar y paciencia para recoger. Muchas veces nos ocurre lo contrario, que somos indolentes para sembrar e impacientes para recoger, y nos convertimos en unos muermos para nuestros niños, adolescentes y jóvenes.
Estamos en la época del consumo y creemos que el fruto es la multitud, el dinero: queremos iglesias a tope, cadenas de almacenes abarrotados, periódicos millonarios que lleguen a todas partes, “betsellers” que se vendan por millones, pantalones vaqueros para los cinco continentes, comidas prefabricadas, vinos para cada plato, músicas fotocopiadas, coches para cada miembro de la familia, manifestaciones públicas para cada problema... Y, sin embargo, comienza a detectarse algo distinto que surge por todas partes, es el triunfo de las minorías fermentadoras, creadoras, productoras del ciento por uno. Dos ejemplos: el de los periódicos digitales y el de los periódicos gratuitos, que comienzan a leerse más que muchos de los convencionales.
Una vez alguien expuso dos parábolas que son dos paradojas de lo pequeño y lo grande. “El reino se parece a un grano de mostaza, la más pequeña de las simientes, que crece, se convierte en un gran arbusto y se multiplica de forma maravillosa.” Y también: “El reino se parece a la levadura que una mujer pone en la artesa y fermenta toda la masa.” Basta con que echemos la simiente en la tierra, pongamos la levadura en la masa y lo dejemos en manos de Dios. El crecimiento lo da otro, no tú.
JUAN LEIVA.