Hace poco, el escritor Henryk Broder formulaba una mordaz acusación: «Europa, tu apellido es Apaciguamiento». Esa frase se nos queda grabada porque es terriblemente cierta.
El apaciguamiento costó la vida a millones de judíos y no judíos, mientras Inglaterra y Francia, por aquel entonces aliados, negociaban y titubeaban demasiado tiempo antes de darse cuenta de que había que combatir y derrotar a Hitler, ya que no se le podía amarrar con acuerdos inútiles.
Más tarde, el apaciguamiento legitimó y estabilizó el comunismo en la Unión Soviética, luego en Alemania Oriental, y después en el resto del este de Europa, donde se glorificaron gobiernos inhumanos, represivos y asesinos durante décadas.
El apaciguamiento paralizó a Europa de forma similar cuando el genocidio proliferaba en Bosnia y Kosovo.
De hecho, aunque teníamos pruebas irrefutables de continuos asesinatos masivos en esos países, nosotros, los europeos, debatimos y debatimos, y luego debatimos todavía más.
Seguíamos debatiendo cuando, finalmente, los estadounidenses tuvieron que recorrer medio mundo hasta Europa para hacer el trabajo por nosotros, una vez más.
Europa todavía no ha aprendido la lección. En lugar de proteger la democracia en Oriente Próximo, el apaciguamiento europeo, camuflado tras el difuso término «equidistancia», a menudo parece aprobar los atentados suicidas en Israel perpetrados por palestinos fundamentalistas.
De forma similar, genera una mentalidad que permite a Europa hacer caso omiso de las casi 500.000 víctimas de la maquinaria de tortura y asesinato de Sadam y, motivada por la pretendida superioridad moral del movimiento pacifista, acusar a George W. Bush de belicista.
Esta hipocresía prosigue, a pesar de que se haya descubierto que algunos de los detractores más ruidosos de la acción estadounidense en Irak ganaron ilícitamente miles de millones -y, de hecho, billones- de dólares en el corrupto programa «Petróleo por comida» de la Organización de Naciones Unidas.
En la actualidad, nos enfrentamos a una forma especialmente grotesca de apaciguamiento.
¿Cómo está reaccionando Alemania ante la escalada de violencia de fundamentalistas islámicos en Holanda, Gran Bretaña y el resto de Europa?
Insinuando -atención- que la respuesta adecuada a dicha barbarie es iniciar una «festividad musulmana» en Alemania. Ojalá lo estuviera diciendo en broma, pero no es así.
Un sector considerable del Gobierno alemán -y, si nos creemos los sondeos, del pueblo alemán- realmente piensa que crear una festividad oficial musulmana nos librará de algún modo de la ira de los islamistas fanáticos.
No puedo evitar acordarme del británico Neville Chamberlain a su regreso de Múnich, ondeando aquel risible tratado firmado por Adolf Hitler y declarando el advenimiento de «la paz en nuestra era».
¿Qué atrocidad tiene que acaecer para que la ciudadanía europea y sus líderes políticos comprendan lo que verdaderamente está ocurriendo en el mundo? Se está tramando una especie de cruzada, una campaña especialmente pérfida que consiste en ataques sistemáticos perpetrados por islamistas contra civiles, que va dirigida contra nuestras sociedades occidentales libres y abiertas, y que tiene la firme intención de destruirlas por completo.
Nos hallamos frente a un conflicto que, con toda probabilidad, durará más que cualquiera de los grandes enfrentamientos militares del siglo pasado, un conflicto dirigido por un enemigo al que no se puede domar con «tolerancia» y «adaptaciones», puesto que ese enemigo en realidad se ve alentado por dichos gestos.
Semejantes respuestas han demostrado ser signos de debilidad, y los islamistas siempre los percibirán como tales. Sólo dos líderes estadounidenses recientes han tenido el coraje necesario para rechazar el apaciguamiento: Ronald Reagan y George W. Bush.
Los que se muestran críticos con Estados Unidos pueden cuestionar los detalles pero, en el fondo, los europeos sabemos la verdad, porque la hemos conocido de primera mano.
Reagan puso fin a la Guerra Fría y liberó a media Europa de casi 50 años de terror y esclavitud.
Y el presidente Bush, que actúa con convicción moral y con el único respaldo del socialdemócrata Tony Blair, reconoció el peligro de la guerra islamista actual contra la democracia.
Mientras tanto, Europa se recuesta en el rincón multicultural con su habitual y despreocupada confianza en sí misma.
En lugar de defender valores liberales y actuar como un centro atractivo de poder en el mismo terreno de juego que las verdaderas grandes potencias, Estados Unidos y China, no hace nada.
Por el contrario, los europeos nos presentamos, a diferencia de los supuestamente «arrogantes estadounidenses», como paladines mundiales de la «tolerancia», que incluso el ministro del Interior alemán, Otto Schily, critica justificadamente.
¿De dónde proviene esta reacción de satisfacción con nosotros mismos? ¿Nos viene por ser tan morales? Me temo que deriva del hecho de que los europeos somos muy materialistas, de que estamos totalmente desprovistos de guía moral.
Con su política de enfrentarse frontalmente al terrorismo islámico, Bush se arriesga a la caída del dólar, a un gran aumento de la deuda nacional y a una enorme y persistente carga para la economía estadounidense.
Pero lo hace porque, a diferencia de gran parte de Europa, es consciente de que lo que está en juego es, literalmente, todo lo que de verdad importa a la gente libre. Mientras criticamos a los «magnates capitalistas y ladrones» de EE.UU.
porque parecen estar demasiado convencidos de sus prioridades, defendemos tímidamente nuestros Estados de Bienestar. «¡Mantengámonos al margen! Podría salirnos muy caro», gritamos.
Así que, en lugar de actuar para defender nuestra civilización, preferimos debatir la reducción de nuestra jornada laboral de 35 horas semanales, la mejora de nuestra póliza dental o la ampliación de nuestras cuatro semanas de vacaciones pagadas al año.
O a lo mejor escuchamos a los pastores televisivos predicar sobre la necesidad de «tender la mano a los terroristas», de comprender y perdonar.
Actualmente, Europa me recuerda a una anciana que, con las manos temblorosas, esconde frenéticamente sus últimas joyas cuando ve a un ladrón asaltar la casa de un vecino.
¿Apaciguamiento? Eso no es más que el principio. EUROPA, TU NOMBRE ES COBARDÍA.
El apaciguamiento costó la vida a millones de judíos y no judíos, mientras Inglaterra y Francia, por aquel entonces aliados, negociaban y titubeaban demasiado tiempo antes de darse cuenta de que había que combatir y derrotar a Hitler, ya que no se le podía amarrar con acuerdos inútiles.
Más tarde, el apaciguamiento legitimó y estabilizó el comunismo en la Unión Soviética, luego en Alemania Oriental, y después en el resto del este de Europa, donde se glorificaron gobiernos inhumanos, represivos y asesinos durante décadas.
El apaciguamiento paralizó a Europa de forma similar cuando el genocidio proliferaba en Bosnia y Kosovo.
De hecho, aunque teníamos pruebas irrefutables de continuos asesinatos masivos en esos países, nosotros, los europeos, debatimos y debatimos, y luego debatimos todavía más.
Seguíamos debatiendo cuando, finalmente, los estadounidenses tuvieron que recorrer medio mundo hasta Europa para hacer el trabajo por nosotros, una vez más.
Europa todavía no ha aprendido la lección. En lugar de proteger la democracia en Oriente Próximo, el apaciguamiento europeo, camuflado tras el difuso término «equidistancia», a menudo parece aprobar los atentados suicidas en Israel perpetrados por palestinos fundamentalistas.
De forma similar, genera una mentalidad que permite a Europa hacer caso omiso de las casi 500.000 víctimas de la maquinaria de tortura y asesinato de Sadam y, motivada por la pretendida superioridad moral del movimiento pacifista, acusar a George W. Bush de belicista.
Esta hipocresía prosigue, a pesar de que se haya descubierto que algunos de los detractores más ruidosos de la acción estadounidense en Irak ganaron ilícitamente miles de millones -y, de hecho, billones- de dólares en el corrupto programa «Petróleo por comida» de la Organización de Naciones Unidas.
En la actualidad, nos enfrentamos a una forma especialmente grotesca de apaciguamiento.
¿Cómo está reaccionando Alemania ante la escalada de violencia de fundamentalistas islámicos en Holanda, Gran Bretaña y el resto de Europa?
Insinuando -atención- que la respuesta adecuada a dicha barbarie es iniciar una «festividad musulmana» en Alemania. Ojalá lo estuviera diciendo en broma, pero no es así.
Un sector considerable del Gobierno alemán -y, si nos creemos los sondeos, del pueblo alemán- realmente piensa que crear una festividad oficial musulmana nos librará de algún modo de la ira de los islamistas fanáticos.
No puedo evitar acordarme del británico Neville Chamberlain a su regreso de Múnich, ondeando aquel risible tratado firmado por Adolf Hitler y declarando el advenimiento de «la paz en nuestra era».
¿Qué atrocidad tiene que acaecer para que la ciudadanía europea y sus líderes políticos comprendan lo que verdaderamente está ocurriendo en el mundo? Se está tramando una especie de cruzada, una campaña especialmente pérfida que consiste en ataques sistemáticos perpetrados por islamistas contra civiles, que va dirigida contra nuestras sociedades occidentales libres y abiertas, y que tiene la firme intención de destruirlas por completo.
Nos hallamos frente a un conflicto que, con toda probabilidad, durará más que cualquiera de los grandes enfrentamientos militares del siglo pasado, un conflicto dirigido por un enemigo al que no se puede domar con «tolerancia» y «adaptaciones», puesto que ese enemigo en realidad se ve alentado por dichos gestos.
Semejantes respuestas han demostrado ser signos de debilidad, y los islamistas siempre los percibirán como tales. Sólo dos líderes estadounidenses recientes han tenido el coraje necesario para rechazar el apaciguamiento: Ronald Reagan y George W. Bush.
Los que se muestran críticos con Estados Unidos pueden cuestionar los detalles pero, en el fondo, los europeos sabemos la verdad, porque la hemos conocido de primera mano.
Reagan puso fin a la Guerra Fría y liberó a media Europa de casi 50 años de terror y esclavitud.
Y el presidente Bush, que actúa con convicción moral y con el único respaldo del socialdemócrata Tony Blair, reconoció el peligro de la guerra islamista actual contra la democracia.
Mientras tanto, Europa se recuesta en el rincón multicultural con su habitual y despreocupada confianza en sí misma.
En lugar de defender valores liberales y actuar como un centro atractivo de poder en el mismo terreno de juego que las verdaderas grandes potencias, Estados Unidos y China, no hace nada.
Por el contrario, los europeos nos presentamos, a diferencia de los supuestamente «arrogantes estadounidenses», como paladines mundiales de la «tolerancia», que incluso el ministro del Interior alemán, Otto Schily, critica justificadamente.
¿De dónde proviene esta reacción de satisfacción con nosotros mismos? ¿Nos viene por ser tan morales? Me temo que deriva del hecho de que los europeos somos muy materialistas, de que estamos totalmente desprovistos de guía moral.
Con su política de enfrentarse frontalmente al terrorismo islámico, Bush se arriesga a la caída del dólar, a un gran aumento de la deuda nacional y a una enorme y persistente carga para la economía estadounidense.
Pero lo hace porque, a diferencia de gran parte de Europa, es consciente de que lo que está en juego es, literalmente, todo lo que de verdad importa a la gente libre. Mientras criticamos a los «magnates capitalistas y ladrones» de EE.UU.
porque parecen estar demasiado convencidos de sus prioridades, defendemos tímidamente nuestros Estados de Bienestar. «¡Mantengámonos al margen! Podría salirnos muy caro», gritamos.
Así que, en lugar de actuar para defender nuestra civilización, preferimos debatir la reducción de nuestra jornada laboral de 35 horas semanales, la mejora de nuestra póliza dental o la ampliación de nuestras cuatro semanas de vacaciones pagadas al año.
O a lo mejor escuchamos a los pastores televisivos predicar sobre la necesidad de «tender la mano a los terroristas», de comprender y perdonar.
Actualmente, Europa me recuerda a una anciana que, con las manos temblorosas, esconde frenéticamente sus últimas joyas cuando ve a un ladrón asaltar la casa de un vecino.
¿Apaciguamiento? Eso no es más que el principio. EUROPA, TU NOMBRE ES COBARDÍA.
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