Sí, desocupado lector, hoy, domingo, 17 de diciembre de 2006, aquí, en la capital y alrededores de la ribera ibera de Navarra y en el resto de la piel de toro puesta a secar al sol, que apenas calienta, ahora, pasados algunos minutos de las diecisiete horas, echando servidor, E. S. O., un andoba de Cornago, de menos o en falta a los unos y sobrando muchos de los otros, según mi criterio o parecer, se necesitan más líderes y menos jefes.
En mi vida laboral he tenido la fortuna de poder trabajar con varios líderes y he padecido los rigores o desgracias de tener que currar para muchos jefes. Mi preferencia por los mentados en primer lugar creo que ha quedado clara y aun meridianamente sentada, si se tiene en consideración y/o toma en cuenta el uso que he hecho de los verbos y las preposiciones.
De los primeros he aprendido algunas lecciones inmarcesibles. Entre otras, estas dos: que el valor de la lealtad sólo es inferior al del honor, y que los líderes suelen tener la grandeza moral de compartir los logros o premios y conferirse o endosarse a sí mismos, en exclusividad, los reveses.
De los segundos he colegido y/o extraído unas cuantas enseñanzas indelebles sobre cómo no debo comportarme con los demás, en el caso (o) supuesto de que algún día lo sea (que lo dudo) y, sobre todo, que perdería la razón (aunque la tuviese) si reclamara que se me diese por dídimos. Y es que los jefes acostumbran a ser, amén de necios, viles; quiero decir que suelen adjudicarse la autoría de los triunfos (propios y ajenos) y cepillarse las derrotas (ídem) o atribuírselas a sus subordinados, los otros (como Jean-Paul Sartre les endilgaba el infierno).
Parafraseando a Rudyard Kipling, cabe airear o urdir que, mientras el líder, por lo general persona sensata, con más de dos dedos de frente, se recupera pronto de un fracaso, el jefe, habitualmente un insensato, no se sobrepone nunca de un éxito.
E. S. O., un andoba de Cornago
En mi vida laboral he tenido la fortuna de poder trabajar con varios líderes y he padecido los rigores o desgracias de tener que currar para muchos jefes. Mi preferencia por los mentados en primer lugar creo que ha quedado clara y aun meridianamente sentada, si se tiene en consideración y/o toma en cuenta el uso que he hecho de los verbos y las preposiciones.
De los primeros he aprendido algunas lecciones inmarcesibles. Entre otras, estas dos: que el valor de la lealtad sólo es inferior al del honor, y que los líderes suelen tener la grandeza moral de compartir los logros o premios y conferirse o endosarse a sí mismos, en exclusividad, los reveses.
De los segundos he colegido y/o extraído unas cuantas enseñanzas indelebles sobre cómo no debo comportarme con los demás, en el caso (o) supuesto de que algún día lo sea (que lo dudo) y, sobre todo, que perdería la razón (aunque la tuviese) si reclamara que se me diese por dídimos. Y es que los jefes acostumbran a ser, amén de necios, viles; quiero decir que suelen adjudicarse la autoría de los triunfos (propios y ajenos) y cepillarse las derrotas (ídem) o atribuírselas a sus subordinados, los otros (como Jean-Paul Sartre les endilgaba el infierno).
Parafraseando a Rudyard Kipling, cabe airear o urdir que, mientras el líder, por lo general persona sensata, con más de dos dedos de frente, se recupera pronto de un fracaso, el jefe, habitualmente un insensato, no se sobrepone nunca de un éxito.
E. S. O., un andoba de Cornago
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