El 1 de enero se celebra, a la luz de la Navidad, el misterio de la maternidad divina de la Virgen María, de la que son consecuencia las otras fiestas marianas, la Inmaculada Concepción y la Asunción. La doctrina de la maternidad divina, además de un dogma católico, es una creencia cristiana, compartida con muchas otras mociones cristianas, de gran importancia, porque, como dijo el portavoz protestante Rev. J. Haire: "Cuando dices que María es la madre de Dios, lo has dicho todo". Esta fiesta en la Octava de Navidad, el primer día del nuevo año, es la celebración más antigua en honor de Nuestra Señora en la liturgia romana. Ya en el siglo III, los padres griegos aplicaron a María el título Theotokos, portadora de Dios, apoyado por los concilios de Éfeso y de Calcedonia; en Occidente, María fue venerada de forma similar como Dei Genitrix, Madre de Dios. Eva fue la "madre de todos los vivientes" en el orden natural, María es madre de todos los hombres en el orden de la gracia. Al dar a luz a su primogénito, parió también espiritualmente a los cristianos, a los creyentes y discípulos de Jesús.
Aún en vida de María, se tuvo conciencia creciente de su maternidad espiritual, maternidad que culminó a los pies de la cruz y se afianzó en Pentecostés. María continúa derramando su amor maternal en el cielo; por eso, los fieles la invocaron como madre desde los tiempos más remotos de la Iglesia. María, desde el cielo, nos acoge con amor en el misterio de su intercesión y de su mediación materna.
El texto de San Lucas presenta la figura de María, la madre, en una actitud contemplativa, que contrasta con la exultación gozosa de los pastores, que proclaman la gloria de Dios. María conserva todas estas cosas, las medita en su interior y reconoce la acción de Dios en el misterio de su hijo recién nacido, recostado en un pesebre. Este pequeño contrapunto es de gran importancia, porque, por María, se entiende que, a pesar de la gran manifestación de Dios, el hombre está siempre delante del misterio, realidad que se ha de acoger con el silencio de la fe. Sobre el signo misterioso se descorre la palabra de la epifanía radical de Dios que anuncia: “Os ha nacido el salvador, el Mesías de la esperanza de Israel, el Señor de todo el cosmos”.
María con su “fiat” a la voluntad de Dios, entra en el plan salvífico de la Creación.Y es que la mujer se hace necesidad en las manos de Dios. Sin Ella, no habría Natividad, Evangelio ni cristianismo; lo mismo se puede decir en el plano general de la existencia, sin la mujer no habría humanidad, ni evolución ni progreso ni la sonrisa deliciosa del niño.
C. Mudarra
Aún en vida de María, se tuvo conciencia creciente de su maternidad espiritual, maternidad que culminó a los pies de la cruz y se afianzó en Pentecostés. María continúa derramando su amor maternal en el cielo; por eso, los fieles la invocaron como madre desde los tiempos más remotos de la Iglesia. María, desde el cielo, nos acoge con amor en el misterio de su intercesión y de su mediación materna.
El texto de San Lucas presenta la figura de María, la madre, en una actitud contemplativa, que contrasta con la exultación gozosa de los pastores, que proclaman la gloria de Dios. María conserva todas estas cosas, las medita en su interior y reconoce la acción de Dios en el misterio de su hijo recién nacido, recostado en un pesebre. Este pequeño contrapunto es de gran importancia, porque, por María, se entiende que, a pesar de la gran manifestación de Dios, el hombre está siempre delante del misterio, realidad que se ha de acoger con el silencio de la fe. Sobre el signo misterioso se descorre la palabra de la epifanía radical de Dios que anuncia: “Os ha nacido el salvador, el Mesías de la esperanza de Israel, el Señor de todo el cosmos”.
María con su “fiat” a la voluntad de Dios, entra en el plan salvífico de la Creación.Y es que la mujer se hace necesidad en las manos de Dios. Sin Ella, no habría Natividad, Evangelio ni cristianismo; lo mismo se puede decir en el plano general de la existencia, sin la mujer no habría humanidad, ni evolución ni progreso ni la sonrisa deliciosa del niño.
C. Mudarra
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