Nuestros políticos son tan estúpidos y egoístas que han olvidado lo más importante de la democracia: que el primer deber de todo gobierno es procurar la felicidad de sus ciudadanos. Si hubiéramos exigido a nuestros representantes que cumplan esa primera y principal misión de la democracia, España sería hoy un país muy distinto, mucho mas próspero, pujante, justo y decente.
Ese deber de procurar la felicidad, recogido, directa o indirectamente, en las principales constituciones del mundo moderno, en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos y en la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, no aparece en la vigente Constitución española de 1978. Y esa ausencia se nota porque los gobiernos de España, mas que luchar por la felicidad de sus ciudadanos, parece que han luchado solo por la de ellos, dotándose de una inigualable batería de privilegios, y nunca por el bien común, haciendo sufrir a la ciudadanía con privaciones, injusticias, arbitrariedades, despilfarros, impuestos confiscatorios, abusos de poder y corrupción a gran escala.
Sin embargo, la Constitución de Cádiz de 1812, primer texto constitucional de nuestra historia, sí proclamaba en su artículo 13 el derecho de los ciudadanos a ser felices: “El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen”. Los imbéciles que nos gobiernan hoy son tan miserables que han olvidado ese principio, que es crucial en las democracias.
Esa proclamación tiene unos procedentes históricos en la Revolución Francesa, que aprobó la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano (el 26 de agosto de 1789), texto básico que inspira la política moderna y que en su preámbulo alude a la felicidad como objeto del Gobierno de la Nación: “Los Representantes del Pueblo Francés, constituidos en Asamblea Nacional, considerando que la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del Hombre son las únicas causas de las calamidades públicas y de la corrupción de los Gobiernos, han resuelto exponer en una Declaración solemne los derechos naturales, inalienables y sagrados del Hombre; para que esta declaración, estando continuamente presente en la mente de los miembros de la corporación social, les recuerde permanentemente sus derechos y sus deberes; para que los actos de los poderes legislativo y ejecutivo, pudiendo ser confrontados en todo momento con los fines de toda institución política, puedan ser más respetados; y para que las reclamaciones de los Ciudadanos, al ser dirigidas por principios sencillos e incontestables, puedan tender siempre a mantener la Constitución y la felicidad de todos”.
Todavía queda mas claro el derecho de los gobernados a ser felices en la Declaración de Derechos de Virginia, de 1776, prefacio de la actual Constitución de Estados Unidos, uno de los textos emblemáticos del constitucionalismo universal, que proclama: «Que todos los hombres son, por naturaleza, igualmente libres e independientes, y que tienen ciertos derechos inherentes de los que no pueden privar o desposeer a su posteridad por ninguna especie de contrato, cuando se incorporan a la sociedad; a saber, el goce de la vida y de la libertad con los medios de adquirir y poseer la propiedad y perseguir y obtener la felicidad y la seguridad».
La Constitución española vigente, la de 1978, exaltada como modélica por la propaganda institucional, no es en modo alguno un texto digno de alabanza, sino todo un fracaso, porque esa Carta Magna ha permitido que los políticos españoles construyan un país lleno de corrupción, con su democracia degradada, injusto, desigual, arbitrario, donde los ciudadanos, marginados por el poder, desprecian a sus dirigentes y poblado de desempleados, pobres, desconfiados y demasiados seres asustados e infelices.
También ha permitido que el poder de los políticos y de sus partidos sea desproporcionado y sin control y que los saqueadores, estafadores y mentirosos hayan actuado sin trabas y con impunidad, sin que ni siquiera hayan tenido que pedir perdón ni devolver la ingente cantidad de dinero robada a la ciudadanía.
Nuestra Constitución ha permitido que miles de políticos se hayan enriquecido robando y que la democracia haya sido violada en todas sus reglas básicas, desde la separación de poderes a la autonomía de la sociedad civil, sin olvidar la participación del ciudadano en la política y la existencia de una ley igual para todos, entre otras muchas carencias y dramas.
Una constitución que permite tantos desmanes y estragos contra el pueblo soberano tiene que ser, necesariamente, un documento inútil y fracasado.
El derecho de los ciudadanos a ser felices ha sido ignorado no solo por la Constitución sino también por la clase política española, a pesar de que ese es el principal deber de un gobierno democrático moderno. Los partidos y sus políticos profesionales han antepuesto miles de veces sus propios intereses a los del pueblo y al bien común y han construido un Estado deplorable, injusto y corrompido, que ni siquiera es ya capaz de ilusionar a sus ciudadanos y al que le cuesta ta trabajo mantener unidos a sus territorios.
La única explicación del drama español está en el fracaso de su clase dirigente, a la que el pueblo no solo rechaza sino que está aprendiendo a odiar y de la que pretende vengarse en las próximas elecciones votando a partidos nuevos, a pesar de que algunos de ellos, por sus ideas extremistas y totalitarias, constituyen una seria amenaza para la nación.
Y la explicación de ese fracaso de los políticos españoles, escandaloso y miserable, está claramente identificada en el texto francés de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789: "La ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del Hombre son las únicas causas de las calamidades públicas y de la corrupción de los Gobiernos".
En España esa sentencia es cien por cien certera porque casi la totalidad de los problemas del país, especialmente las vejaciones e injusticias que padecen sus ciudadanos, provienen de su nefasta clase política, una de las peores del mundo.
Francisco Rubiales
Ese deber de procurar la felicidad, recogido, directa o indirectamente, en las principales constituciones del mundo moderno, en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos y en la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, no aparece en la vigente Constitución española de 1978. Y esa ausencia se nota porque los gobiernos de España, mas que luchar por la felicidad de sus ciudadanos, parece que han luchado solo por la de ellos, dotándose de una inigualable batería de privilegios, y nunca por el bien común, haciendo sufrir a la ciudadanía con privaciones, injusticias, arbitrariedades, despilfarros, impuestos confiscatorios, abusos de poder y corrupción a gran escala.
Sin embargo, la Constitución de Cádiz de 1812, primer texto constitucional de nuestra historia, sí proclamaba en su artículo 13 el derecho de los ciudadanos a ser felices: “El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen”. Los imbéciles que nos gobiernan hoy son tan miserables que han olvidado ese principio, que es crucial en las democracias.
Esa proclamación tiene unos procedentes históricos en la Revolución Francesa, que aprobó la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano (el 26 de agosto de 1789), texto básico que inspira la política moderna y que en su preámbulo alude a la felicidad como objeto del Gobierno de la Nación: “Los Representantes del Pueblo Francés, constituidos en Asamblea Nacional, considerando que la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del Hombre son las únicas causas de las calamidades públicas y de la corrupción de los Gobiernos, han resuelto exponer en una Declaración solemne los derechos naturales, inalienables y sagrados del Hombre; para que esta declaración, estando continuamente presente en la mente de los miembros de la corporación social, les recuerde permanentemente sus derechos y sus deberes; para que los actos de los poderes legislativo y ejecutivo, pudiendo ser confrontados en todo momento con los fines de toda institución política, puedan ser más respetados; y para que las reclamaciones de los Ciudadanos, al ser dirigidas por principios sencillos e incontestables, puedan tender siempre a mantener la Constitución y la felicidad de todos”.
Todavía queda mas claro el derecho de los gobernados a ser felices en la Declaración de Derechos de Virginia, de 1776, prefacio de la actual Constitución de Estados Unidos, uno de los textos emblemáticos del constitucionalismo universal, que proclama: «Que todos los hombres son, por naturaleza, igualmente libres e independientes, y que tienen ciertos derechos inherentes de los que no pueden privar o desposeer a su posteridad por ninguna especie de contrato, cuando se incorporan a la sociedad; a saber, el goce de la vida y de la libertad con los medios de adquirir y poseer la propiedad y perseguir y obtener la felicidad y la seguridad».
La Constitución española vigente, la de 1978, exaltada como modélica por la propaganda institucional, no es en modo alguno un texto digno de alabanza, sino todo un fracaso, porque esa Carta Magna ha permitido que los políticos españoles construyan un país lleno de corrupción, con su democracia degradada, injusto, desigual, arbitrario, donde los ciudadanos, marginados por el poder, desprecian a sus dirigentes y poblado de desempleados, pobres, desconfiados y demasiados seres asustados e infelices.
También ha permitido que el poder de los políticos y de sus partidos sea desproporcionado y sin control y que los saqueadores, estafadores y mentirosos hayan actuado sin trabas y con impunidad, sin que ni siquiera hayan tenido que pedir perdón ni devolver la ingente cantidad de dinero robada a la ciudadanía.
Nuestra Constitución ha permitido que miles de políticos se hayan enriquecido robando y que la democracia haya sido violada en todas sus reglas básicas, desde la separación de poderes a la autonomía de la sociedad civil, sin olvidar la participación del ciudadano en la política y la existencia de una ley igual para todos, entre otras muchas carencias y dramas.
Una constitución que permite tantos desmanes y estragos contra el pueblo soberano tiene que ser, necesariamente, un documento inútil y fracasado.
El derecho de los ciudadanos a ser felices ha sido ignorado no solo por la Constitución sino también por la clase política española, a pesar de que ese es el principal deber de un gobierno democrático moderno. Los partidos y sus políticos profesionales han antepuesto miles de veces sus propios intereses a los del pueblo y al bien común y han construido un Estado deplorable, injusto y corrompido, que ni siquiera es ya capaz de ilusionar a sus ciudadanos y al que le cuesta ta trabajo mantener unidos a sus territorios.
La única explicación del drama español está en el fracaso de su clase dirigente, a la que el pueblo no solo rechaza sino que está aprendiendo a odiar y de la que pretende vengarse en las próximas elecciones votando a partidos nuevos, a pesar de que algunos de ellos, por sus ideas extremistas y totalitarias, constituyen una seria amenaza para la nación.
Y la explicación de ese fracaso de los políticos españoles, escandaloso y miserable, está claramente identificada en el texto francés de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789: "La ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del Hombre son las únicas causas de las calamidades públicas y de la corrupción de los Gobiernos".
En España esa sentencia es cien por cien certera porque casi la totalidad de los problemas del país, especialmente las vejaciones e injusticias que padecen sus ciudadanos, provienen de su nefasta clase política, una de las peores del mundo.
Francisco Rubiales
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