Europa ha dejado de existir porque ya no es una ilusión colectiva, ni un proyecto común, ni un motivo de orgullo ciudadano, ni una política común coherente, ni siquiera una mirada colectiva al futuro.
El que fue considerado como el proyecto de integración más ilusionante y avanzado del mundo está muriendo víctima de sus malos gobiernos, de la incapacidad de sus políticos para renunciar a sus privilegios y fueros, del triunfo del egoísmo sobre el altruísmo y de una imparable oleada de mediocridad social e ideológica que domina y contamina hoy la política europea.
Tras el rechazo ciudadano al proyecto de Constitución, rechazo que puso en evidencia el escandaloso divorcio entre los ciudadanos europeos y sus políticos, los gobiernos europeos no han reaccionado como cabía esperar. No han renunciado a sus miserias y propuesto una constitución más ciudadana, participativa y democrática, que sirviera de base para construir una verdadera Europa común ciudadana, sino que se han paralizado y parecen querer penalizar al pueblo con el vacío. Muchos de ellos han aprovechado la coyuntura para afianzar los respectivos gobiernos, consolidar sus privilegios y debilitar a la Comisión, cada día más débil y sometida a los gobiernos nacionales desde su ridículo exilio dorado en Bruselas.
El espectáculo de la economía es deprimente. Si en política, la base para construir Europa era la democracia, un sistema que cada país entiende a su manera y que algunos, como España, lo mentienen en un estado escuálido y degradado, en economía Europa se estaba construyendo sobre las bases del libre comercio, la cooperación entre estados miembros, la igualdad y la solidaridad, unos principios que exigían la desaparición de un nacionalismo que está resucitando en países como España con un vigor amenazante, y la limitación del intervencionismo público, otro mal que retorna con fuerza y que amenaza con paralizar por completo la construcción europea.
Pero es el capítulo de la política exterior el que quizás arroje un balance más desolador. Ni existe una política común, ni una autoridad que la sostenga, ni siquiera una ideología o una meta que permitan una planificación general. El ejemplo del trato a los dirigentes extranjeros es todo un síntoma de lo que ocurre: sabido es que los miembros de la UE se han comprometido a impedir la entrada en Europa del presidente bielorruso Lukashenko y de algunos de sus colaboradores más directos. Aunque nadie duda de la condición totalitaria de Lukashenko, cabe preguntarse por qué no se aplica la misma receta a dirigentes igualmente totalitarios, como son los emires saudíes y los dirigentes chinos, a los que se sigue recibiendo con los brazos abiertos, sólo porque tienen petroleo (saudies) o porque controlan mercados fascinantes (chinos).
Las amistades y alianzas de los distintos estados europeos son un claro reflejo del caos y de la decadencia. Mientras que países como Inglaterra y Polonia tienen alianzas estables con Estados Unidos y todos son, en teoría, defensores de los derechos humanos, otros paises, como España, refuerzan sus alianzas con países de marcado caracter totalitario, como Cuba, Venezuela, Bolivia y algunas repúblicas islámicas entregadas al radicalismo religioso y regidas por estructuras sociales medievales.
Europa sigue funcionando por inercia, pero ya sin alma, sin grandeza y sin otro motor que el interés en el mercado comunitario.
El que fue considerado como el proyecto de integración más ilusionante y avanzado del mundo está muriendo víctima de sus malos gobiernos, de la incapacidad de sus políticos para renunciar a sus privilegios y fueros, del triunfo del egoísmo sobre el altruísmo y de una imparable oleada de mediocridad social e ideológica que domina y contamina hoy la política europea.
Tras el rechazo ciudadano al proyecto de Constitución, rechazo que puso en evidencia el escandaloso divorcio entre los ciudadanos europeos y sus políticos, los gobiernos europeos no han reaccionado como cabía esperar. No han renunciado a sus miserias y propuesto una constitución más ciudadana, participativa y democrática, que sirviera de base para construir una verdadera Europa común ciudadana, sino que se han paralizado y parecen querer penalizar al pueblo con el vacío. Muchos de ellos han aprovechado la coyuntura para afianzar los respectivos gobiernos, consolidar sus privilegios y debilitar a la Comisión, cada día más débil y sometida a los gobiernos nacionales desde su ridículo exilio dorado en Bruselas.
El espectáculo de la economía es deprimente. Si en política, la base para construir Europa era la democracia, un sistema que cada país entiende a su manera y que algunos, como España, lo mentienen en un estado escuálido y degradado, en economía Europa se estaba construyendo sobre las bases del libre comercio, la cooperación entre estados miembros, la igualdad y la solidaridad, unos principios que exigían la desaparición de un nacionalismo que está resucitando en países como España con un vigor amenazante, y la limitación del intervencionismo público, otro mal que retorna con fuerza y que amenaza con paralizar por completo la construcción europea.
Pero es el capítulo de la política exterior el que quizás arroje un balance más desolador. Ni existe una política común, ni una autoridad que la sostenga, ni siquiera una ideología o una meta que permitan una planificación general. El ejemplo del trato a los dirigentes extranjeros es todo un síntoma de lo que ocurre: sabido es que los miembros de la UE se han comprometido a impedir la entrada en Europa del presidente bielorruso Lukashenko y de algunos de sus colaboradores más directos. Aunque nadie duda de la condición totalitaria de Lukashenko, cabe preguntarse por qué no se aplica la misma receta a dirigentes igualmente totalitarios, como son los emires saudíes y los dirigentes chinos, a los que se sigue recibiendo con los brazos abiertos, sólo porque tienen petroleo (saudies) o porque controlan mercados fascinantes (chinos).
Las amistades y alianzas de los distintos estados europeos son un claro reflejo del caos y de la decadencia. Mientras que países como Inglaterra y Polonia tienen alianzas estables con Estados Unidos y todos son, en teoría, defensores de los derechos humanos, otros paises, como España, refuerzan sus alianzas con países de marcado caracter totalitario, como Cuba, Venezuela, Bolivia y algunas repúblicas islámicas entregadas al radicalismo religioso y regidas por estructuras sociales medievales.
Europa sigue funcionando por inercia, pero ya sin alma, sin grandeza y sin otro motor que el interés en el mercado comunitario.
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