En el documento para su próxima Conferencia Política, el PSOE sostiene que "la gran tarea pendiente de la democracia" española es conseguir que el PP asuma su derrota, una afirmación tan estúpida que hace reir a cualquier polítólogo o experto en derecho.
Quizás tengan razón los socialistas en que esa es una de las tareas pendientes de nuestra democracia, porque no reconocer la propia derrota corroe la legitimidad y desestabiliza la convivencia, pero en modo alguno es una de las principales tareas pendientes. La democracia española es tan deficiente y degenerada que tiene decenas de tareas pendientes más importantes, algunas tan decisivas que, por carecer de ellas, el sistema político español debe considerarse más una oligocracia de partidos que una auténtica democracia.
La presunta "democracia" española carece de la necesaria separación de los poderes básicos del Estado. Tanto el ejecutivo como el legislativo y el judicial están contaminados por la infiltración y el dominio de los partidos políticos. La separación de poderes es una pieza clave del sistema, sin la cual no puede existir la democracia.
Otra de la carencias sublimes del sistema político español es la casi nula libertad de los diputados y senadores electos, imposibilitados por el sistema para defender los intereses de los ciudadanos y de la nación por estar sometidos al imperativo de sus respectivos partidos, lo que convierte a todo el sistema legislativo en inconstitucional. Un diputado español no puede hablar en las Cortes si no obtiene el permiso de su jefe de filas, que suele ser un implacable guardian de los intereses del partido, ni puede votar en conciencia, ni presentar una iniciativa por cuenta propia. Si alguno se atreviera a hacer o decir algo en contra del "interés" del partido, obligado por su conciencia o por los intereses de sus representados, su partido le fulminaría por indisciplina y deslealtad y su carrera política habría dejado de existir "ipso facto".
No menos grave es la vigencia de las listas cerradas y bloqueadas, un sistema de elección contrario a una Constitución Española que garantiza a los ciudadanos el derecho a elegir a sus representantes, cuando, en realidad, son las élites de los partidos políticos las que realmente eligen y arrebatan a los ciudadanos su derecho, al confeccionar unas listas de candidatos que los ciudadanos no pueden modificar y que sólo pueden aprobar o rechazar en bloque ante las urnas.
Los mismos partidos políticos, todopoderosos y dueños absolutos del poder político, el verdadero y más grande de los poderes, el único que es capaz de someter a todos los demás, son inconstitucionales y contrarios a la democracia. La Constitución les obliga a ser "democráticos" pero es casi imposible encontrar un ejemplo de funcionamiento menos democrático que el de un partido político, cuyas estructuras, verticales, autoritarias y elitistas, consiguen que el lider siempre tenga razón, que unos criterios tengan más peso que otros, que la desigualdad quede consagrada en la vida diaria y que la militancia esté sometida siempre, de hecho, a la dictadura de las élites dirigentes.
El PSOE debería saber (y lo sabe, aunque no le interesa decirlo) que esas carencias y tareas son mucho más importantes que lograr que el PP asuma que ha sido derrotado. Y tambiéns sabe que la lista de tareas pendientes para hacer de España una auténtica democracia es larga, casi extenuante: no existe una sociedad civil vigorosa, capaz de actuar como saludable contrapeso del gobierno, porque los partidos políticos la han invadido y apaleado hasta dejarla casi en estado de coma, con sus principales instituciones compradas u ocupadas, desde las universidades, religiones, sindicatos y medios de comunicación a centenares de asociaciones, instituciones y empresas que, según la democracia, deberían funcionar en libertad pero que, en la práctica, están atadas, controladas y manipuladas por el poder político.
La dramática lista de carencias se amplia con la necesidad de una prensa libre, que casi ha desaparecido tras ser controlada por los partidos políticos o el gobierno; con la imprescindible necesidad de que los ciudadanos, expulsados de la política por los partidos, participen en los procesos de toma de decisiones; y con la urgencia de permitir que la sociedad pueda presentar fácilmente iniciativas legislativas, o someter las grandes cuestiones de interés general a referendum.
Aunque esas carencias son más que suficientes para afirmar científicamente que España no es una democracia sino una oligocracia de partidos, un régimen que los verdaderos demócratas, desde los tiempos de la Grecia de Pericles hasta hoy, han considerado como uno de los más despreciables, quizás el peor drama de la democracia española es la concepción patrimonial que los políticos tienen del poder, lo que convierte a dirigentes y partidos en piezas arrogantes que se consideran con el derecho a tomar decisiones y hasta a aprobar leyes de gran trascendencia, como estatutos autonómicos, en contra de la opinión pública mayoritaria de la nación.
Quizás tengan razón los socialistas en que esa es una de las tareas pendientes de nuestra democracia, porque no reconocer la propia derrota corroe la legitimidad y desestabiliza la convivencia, pero en modo alguno es una de las principales tareas pendientes. La democracia española es tan deficiente y degenerada que tiene decenas de tareas pendientes más importantes, algunas tan decisivas que, por carecer de ellas, el sistema político español debe considerarse más una oligocracia de partidos que una auténtica democracia.
La presunta "democracia" española carece de la necesaria separación de los poderes básicos del Estado. Tanto el ejecutivo como el legislativo y el judicial están contaminados por la infiltración y el dominio de los partidos políticos. La separación de poderes es una pieza clave del sistema, sin la cual no puede existir la democracia.
Otra de la carencias sublimes del sistema político español es la casi nula libertad de los diputados y senadores electos, imposibilitados por el sistema para defender los intereses de los ciudadanos y de la nación por estar sometidos al imperativo de sus respectivos partidos, lo que convierte a todo el sistema legislativo en inconstitucional. Un diputado español no puede hablar en las Cortes si no obtiene el permiso de su jefe de filas, que suele ser un implacable guardian de los intereses del partido, ni puede votar en conciencia, ni presentar una iniciativa por cuenta propia. Si alguno se atreviera a hacer o decir algo en contra del "interés" del partido, obligado por su conciencia o por los intereses de sus representados, su partido le fulminaría por indisciplina y deslealtad y su carrera política habría dejado de existir "ipso facto".
No menos grave es la vigencia de las listas cerradas y bloqueadas, un sistema de elección contrario a una Constitución Española que garantiza a los ciudadanos el derecho a elegir a sus representantes, cuando, en realidad, son las élites de los partidos políticos las que realmente eligen y arrebatan a los ciudadanos su derecho, al confeccionar unas listas de candidatos que los ciudadanos no pueden modificar y que sólo pueden aprobar o rechazar en bloque ante las urnas.
Los mismos partidos políticos, todopoderosos y dueños absolutos del poder político, el verdadero y más grande de los poderes, el único que es capaz de someter a todos los demás, son inconstitucionales y contrarios a la democracia. La Constitución les obliga a ser "democráticos" pero es casi imposible encontrar un ejemplo de funcionamiento menos democrático que el de un partido político, cuyas estructuras, verticales, autoritarias y elitistas, consiguen que el lider siempre tenga razón, que unos criterios tengan más peso que otros, que la desigualdad quede consagrada en la vida diaria y que la militancia esté sometida siempre, de hecho, a la dictadura de las élites dirigentes.
El PSOE debería saber (y lo sabe, aunque no le interesa decirlo) que esas carencias y tareas son mucho más importantes que lograr que el PP asuma que ha sido derrotado. Y tambiéns sabe que la lista de tareas pendientes para hacer de España una auténtica democracia es larga, casi extenuante: no existe una sociedad civil vigorosa, capaz de actuar como saludable contrapeso del gobierno, porque los partidos políticos la han invadido y apaleado hasta dejarla casi en estado de coma, con sus principales instituciones compradas u ocupadas, desde las universidades, religiones, sindicatos y medios de comunicación a centenares de asociaciones, instituciones y empresas que, según la democracia, deberían funcionar en libertad pero que, en la práctica, están atadas, controladas y manipuladas por el poder político.
La dramática lista de carencias se amplia con la necesidad de una prensa libre, que casi ha desaparecido tras ser controlada por los partidos políticos o el gobierno; con la imprescindible necesidad de que los ciudadanos, expulsados de la política por los partidos, participen en los procesos de toma de decisiones; y con la urgencia de permitir que la sociedad pueda presentar fácilmente iniciativas legislativas, o someter las grandes cuestiones de interés general a referendum.
Aunque esas carencias son más que suficientes para afirmar científicamente que España no es una democracia sino una oligocracia de partidos, un régimen que los verdaderos demócratas, desde los tiempos de la Grecia de Pericles hasta hoy, han considerado como uno de los más despreciables, quizás el peor drama de la democracia española es la concepción patrimonial que los políticos tienen del poder, lo que convierte a dirigentes y partidos en piezas arrogantes que se consideran con el derecho a tomar decisiones y hasta a aprobar leyes de gran trascendencia, como estatutos autonómicos, en contra de la opinión pública mayoritaria de la nación.
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