Tras la incomprensible derrota de Rajoy en el último debate sobre el estado de la nación, parece evidente que, ante la furia reformista y la osadía del gobierno Zapatero, la derecha española está confusa, desorientada y dubitativa. Es consciente de que España está en peligro y está convencida de que el gobierno de Zapatero está causando daños irreparables a la convivencia y al futuro del país, pero no sabe cómo demostrarlo, ni es capaz de convencer a la opinión pública con argumentos sólidos.
El Rajoy de hoy se parece poco al que heredó el poder de Aznar en vísperas de las elecciones de 2004. El de entonces era un político confiado y seguro de que heredaría el gobierno y de que podría derrotar en el Parlamento a un Zapatero poco brillante e inexperto, mientras que el de ahora parece un toro encajonado, asustado, desconcertado y sin saber cómo hacer frente a la inesperada osadía de un gobierno Zapatero dispuesto a cambiarlo todo y sin miedo alguno a desafiar tradiciones democráticas y valores que parecían inmutables.
Dicen los íntimos de Rajoy que lo que más le paraliza y confunde no es tanto la osadía de Zapatero como la conciencia creciente de que el gobierno de Aznar, en el que él fue una pieza destacada, cometió demasiados errores, hasta el punto de que aquellos errores del PP hicieron posible, en gran medida, lo que hoy ocurre en el país.
Rajoy se arrepiente de demasiadas cosas que ya no tienen remedio: de no haber creado, durante el gobierno de Aznar, una estructura mediática sólida de apoyo a la derecha, de no haber reformado la enseñanza, de no haber aprobado el cheque escolar, de no haber nombrado los magistrados del Constitucional que no nombró por dejadez, de no haber reforzado la separación de poderes, la democracia y la sociedad civil y, sobre todo, de no haber creado un estilo de gobierno distinto, aprovechando sus ocho años de poder para demostrar a los españoles que la derecha es distinta de la izquierda y mucho más demócrata.
Zapatero está volviendo loco al equipo dirigente del PP con su hiperactividad legislativa y su política de pactos con cualquier partido político, con independencia de su ideología, cuyo objetivo final es aislar a los populares y cercenarles el acceso al poder por varias legislaturas. Rajoy y sus adláteres opinan que esa política socialista es irresponsable y que hasta roza la traición, pero están comprobando con estupor que la sociedad española no reacciona, que lo aguanta todo y que políticas tan impopulares como la demolición de la unidad nacional, el entreguismo frente a ETA, el denostado Estatuto de Cataluña y las agresiones a la esencia de la Constitución no pasan factura electoral al PSOE, según reflejan las encuestas.
Los populares se pasan la mitad de su tiempo deliberando y analizando una realidad que les golpea y que no terminan de entender. De sus tormentas de cerebros, llenas de sombras, sólo surge una idea positiva clara que más bien es una esperanza: el centro sociológico español es patriota y considera la unidad de España como sagrada e irrenunciable, lo que significa que ese centro, que siempre es el que ha ganado las elecciones en España, debe hacer morder el polvo al PSOE en los próximos comicios.
Lo que no computan ni contemplan sus análisis es que el centro sociológico español también es exigente y rígido en sus juicios y que tal vez prefiera votar con la nariz tapada a un PSOE osado e hiperactivo en su línea reformista que a una derecha dubitativa, débil y desconcertada, culpable de haber perdido el poder por su torpeza y que es incapaz de desgastar desde la oposición a un Zapatero autor de demasiados errores y desatinos.
La única baza real y sólida de los estrategas del PP es que pronto llegue la esperada crisis económica, vaticinada con casi absoluta unanimidad por los expertos, y que los españoles voten en las próximas elecciones con la mano en la cartera, convencidos de que les conviene votar a un partido que, aunque pusilánime y confundido, ha demostrado que sabe generar prosperidad y riqueza.
El Rajoy de hoy se parece poco al que heredó el poder de Aznar en vísperas de las elecciones de 2004. El de entonces era un político confiado y seguro de que heredaría el gobierno y de que podría derrotar en el Parlamento a un Zapatero poco brillante e inexperto, mientras que el de ahora parece un toro encajonado, asustado, desconcertado y sin saber cómo hacer frente a la inesperada osadía de un gobierno Zapatero dispuesto a cambiarlo todo y sin miedo alguno a desafiar tradiciones democráticas y valores que parecían inmutables.
Dicen los íntimos de Rajoy que lo que más le paraliza y confunde no es tanto la osadía de Zapatero como la conciencia creciente de que el gobierno de Aznar, en el que él fue una pieza destacada, cometió demasiados errores, hasta el punto de que aquellos errores del PP hicieron posible, en gran medida, lo que hoy ocurre en el país.
Rajoy se arrepiente de demasiadas cosas que ya no tienen remedio: de no haber creado, durante el gobierno de Aznar, una estructura mediática sólida de apoyo a la derecha, de no haber reformado la enseñanza, de no haber aprobado el cheque escolar, de no haber nombrado los magistrados del Constitucional que no nombró por dejadez, de no haber reforzado la separación de poderes, la democracia y la sociedad civil y, sobre todo, de no haber creado un estilo de gobierno distinto, aprovechando sus ocho años de poder para demostrar a los españoles que la derecha es distinta de la izquierda y mucho más demócrata.
Zapatero está volviendo loco al equipo dirigente del PP con su hiperactividad legislativa y su política de pactos con cualquier partido político, con independencia de su ideología, cuyo objetivo final es aislar a los populares y cercenarles el acceso al poder por varias legislaturas. Rajoy y sus adláteres opinan que esa política socialista es irresponsable y que hasta roza la traición, pero están comprobando con estupor que la sociedad española no reacciona, que lo aguanta todo y que políticas tan impopulares como la demolición de la unidad nacional, el entreguismo frente a ETA, el denostado Estatuto de Cataluña y las agresiones a la esencia de la Constitución no pasan factura electoral al PSOE, según reflejan las encuestas.
Los populares se pasan la mitad de su tiempo deliberando y analizando una realidad que les golpea y que no terminan de entender. De sus tormentas de cerebros, llenas de sombras, sólo surge una idea positiva clara que más bien es una esperanza: el centro sociológico español es patriota y considera la unidad de España como sagrada e irrenunciable, lo que significa que ese centro, que siempre es el que ha ganado las elecciones en España, debe hacer morder el polvo al PSOE en los próximos comicios.
Lo que no computan ni contemplan sus análisis es que el centro sociológico español también es exigente y rígido en sus juicios y que tal vez prefiera votar con la nariz tapada a un PSOE osado e hiperactivo en su línea reformista que a una derecha dubitativa, débil y desconcertada, culpable de haber perdido el poder por su torpeza y que es incapaz de desgastar desde la oposición a un Zapatero autor de demasiados errores y desatinos.
La única baza real y sólida de los estrategas del PP es que pronto llegue la esperada crisis económica, vaticinada con casi absoluta unanimidad por los expertos, y que los españoles voten en las próximas elecciones con la mano en la cartera, convencidos de que les conviene votar a un partido que, aunque pusilánime y confundido, ha demostrado que sabe generar prosperidad y riqueza.
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