La nueva nacionalización de los hidrocarburos en Bolivia –ya hubo otras en 1937 y 1969-, materializada el pasado 1 de mayo, fue la principal promesa realizada por Evo Morales durante su campaña electoral. No debería habernos sorprendidos “tanto”, entonces, su concreción en el “decreto supremo”.
Lo que me he preguntado desde entonces es, ¿porqué la ha puesto en marcha precisamente en este momento y en ese Día Internacional del Trabajo?. El encontrar una respuesta me ha obligado a observar, con cierto detenimiento, otros sucesos aparentemente inconexos.
Solo dos días antes, el 29 de abril, se formalizaba en La Habana, según todos los medios de comunicación, el acuerdo Chávez, Castro y Morales a través de la firma de la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA), un acuerdo de cooperación “socialista-progresista” frente al conocido ALCA, promovido para la región por los Estados Unidos. No obstante, en mi humildísima opinión, en ese encuentro sucedió otro hecho, más trascendente: el encumbramiento definitivo, la toma del liderazgo “revolucionario” en el subcontinente por parte de Hugo Chávez, administrador único de las ingentes reservas petroleras venezolanas e impulsor en la OPEP de políticas basadas en el aumento significativo de los precios del mismo en los últimos años. Ya lo dijo hace más de 3 décadas el intelectual francés Regis Debray, “compañero” de andanzas del Ché en Bolivia: “con el petróleo venezolano, la revolución continental puede ser cosa de meses”.
Fidel Castro ha quedado como el “abuelo porreta”, como se suele decir en España, un personaje al que no hay más remedio que escuchar durante sus largas peroratas, con el que hay que sacarse alguna foto de vez en cuando, pero que “ya no está para determinados trotes”. El que sí lo está es el hiperactivo Hugo Chávez, quien, después de la medida tomada por Morales, no dudó un instante en erigirse en interlocutor de otros líderes, tanto latinoamericanos como europeos, “para explicar la media y calmar o desalentar cualquier suspicacia en contra”.
La ambición de Chávez -¡si Bolívar pudiese levantar la cabeza!-, parece no tener límites, y en ella cabe, desde luego, convertirse en el líder “indiscutible” de una América latina “antiimperialista” y, sobre todo, dependiente, en esta ocasión, de su petróleo, del oro negro venezolano. Castro, todavía con imagen de revolucionario entre incautos de todo tipo –incluso los de “buena voluntad”-, sobre todo en el subcontinente latinoamericano y en los países “latinos” de Europa –España, especialmente-, lo patrocina, mientras que Evo Morales se pone a su vera incondicionalmente.
Pero, esta nueva nacionalización de los hidrocarburos bolivianos –conste que, como país soberano, Bolivia puede tomarla, aunque siempre basándose en los postulados de la Ley y de los compromisos internacionales acordados previamente; puede tomarla y negociar con los representantes de los intereses privados, pero no imponerla por la fuerza- también va dirigida hacia otro escenario latinoamericano: el de la segunda vuelta de las elecciones en el Perú, dónde “se la juega” el que esperan se convierta en la cuarta pata de este “novedoso” proceso andino, Ollanta Humala, el etno-nacionalista que el 3 de junio se enfrentará al “renacido” Alan García. Es como decir a quién quiera oir: “así hacemos las cosas en Bolivia, y esto es lo que pueden esperar si votan, si apoyan a Ollanta, que es nuestro amigo y con quién seguiremos colaborando si llega a gobernar”.
El mensaje parece que, de momento, no ha calado entre los peruanos. Un reciente sondeo –6 de mayo- de la firma Datum, indica que un 56 por ciento de los votantes darán su apoyo a García, mientras que un 44 por ciento lo haría por Humala, quien, por cierto, ha endurecido su discurso sobre su eventual plan de nacionalización de su hipotético gobierno, al señalar que “Perú no se puede doblegar ante las transnacionales”. Los sondeos acertaron cuando sostuvieron que Ollanta ganaría la primera vuelta y que debería ir a una segunda; se equivocaron de candidato al señalar a Lourdes Flores como su contrincante, pero también indicaron que si Humala no ganaba por mayoría absoluta no podría llegar a gobernar. Veremos si se corrobora esta hipótesis aunque con cambio de candidato, un García al que acaba de apoyar Mario Vargas Llosa “como mal menor y tapándose la nariz”.
Sobre América latina se pueden hacer todo tipo de cábalas, menos intentar simplificar la realidad. El tema de la energía como estandarte de defensa de lo nacional frente a, supuestas o ciertas, “agresiones” externas no es patrimonio latinoamericano. Si hablamos de energías, hidrocarburos, petróleo y gas, sobre todo cuando los precios de los mismos son altos, todos los países son restrictivos, no solo los andinos hoy. Lo que no ayuda a comprender la realidad latinoamericana, entre otras cosas, es la volubilidad de sus dirigentes, esencia de la incertidumbre política que asoma por doquier en aquellas tierras.
Esta circunstancia, por cierto, no es nueva, aunque puede que sea novedosa para aquellos que imbuidos de una insultante juventud, y de conocimientos basados en la consabida repetición de fórmulas, consignas y eslóganes para nada objetivos ni realistas, creen haber descubierto “un nuevo El Dorado”, el de la revolución mundial –en este caso Latinoamericana-, sin detenerse a constatar, por ejemplo, cómo viven las sociedades lideradas por los que dicen que solo piensan “en el bienestar de los suyos”.
Uno puede tener simpatías profundas por un pueblo como el boliviano, sin duda, pero también debe situar en la balanza del conocimiento de su realidad otros datos, como el que dice que la política económica “extrema y pendular” adoptada por la nación andina a lo largo de su historia no ha favorecido a su pueblo especialmente. Es más, y como afirma en un reciente editorial el periódico argentino “La Nación”, esa política “lo ha condenado a vivir en una situación de pobreza estructural y profunda desigualdad social, a pesar de contar con la segunda reserva gasífera del continente”.
Fidel Castro ya ha demostrado en qué ha consistido para su pueblo, con bloqueo incluido, su “revolución”: falta de libertad absoluta para cualquier disidencia y carencia de bienes materiales esenciales para el que no apoye al “régimen”, aunque él, según la revista “Forbes”, sea el titular de la séptima fortuna de Jefes de Estado del mundo, extremo que, desde luego, ha negado. Faltaba más.
Hugo Chávez todavía no ha logrado demostrar que con sus petrodólares la sociedad venezolana, en general, haya mejorado. Más educación, más oportunidades, más riqueza compartida, menores niveles de desigualdad social para los venezolanos, es en lo que tiene que materializar su “discurso bolivariano”. Lo demás son retórica alambicada y fuegos artificiales, y para artificios los de Valencia, la ciudad mediterránea española, bastante más sugestiva que los de los países andinos.
Evo Morales también tiene que demostrar que con su política su pueblo mejorará, sobre todo porque la historia de América latina está llena de promesas incumplidas por parte de todo tipo de gobernantes, también nacionalistas y defensores “de la revolución y todo lo demás”. Solo puede aprovecharse, de momento, de un hándicap: acaba de llegar y necesita tiempo, aunque sus primeros pasos no parecen demasiado halagüeños.
eduardo caldarola de bello
Lo que me he preguntado desde entonces es, ¿porqué la ha puesto en marcha precisamente en este momento y en ese Día Internacional del Trabajo?. El encontrar una respuesta me ha obligado a observar, con cierto detenimiento, otros sucesos aparentemente inconexos.
Solo dos días antes, el 29 de abril, se formalizaba en La Habana, según todos los medios de comunicación, el acuerdo Chávez, Castro y Morales a través de la firma de la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA), un acuerdo de cooperación “socialista-progresista” frente al conocido ALCA, promovido para la región por los Estados Unidos. No obstante, en mi humildísima opinión, en ese encuentro sucedió otro hecho, más trascendente: el encumbramiento definitivo, la toma del liderazgo “revolucionario” en el subcontinente por parte de Hugo Chávez, administrador único de las ingentes reservas petroleras venezolanas e impulsor en la OPEP de políticas basadas en el aumento significativo de los precios del mismo en los últimos años. Ya lo dijo hace más de 3 décadas el intelectual francés Regis Debray, “compañero” de andanzas del Ché en Bolivia: “con el petróleo venezolano, la revolución continental puede ser cosa de meses”.
Fidel Castro ha quedado como el “abuelo porreta”, como se suele decir en España, un personaje al que no hay más remedio que escuchar durante sus largas peroratas, con el que hay que sacarse alguna foto de vez en cuando, pero que “ya no está para determinados trotes”. El que sí lo está es el hiperactivo Hugo Chávez, quien, después de la medida tomada por Morales, no dudó un instante en erigirse en interlocutor de otros líderes, tanto latinoamericanos como europeos, “para explicar la media y calmar o desalentar cualquier suspicacia en contra”.
La ambición de Chávez -¡si Bolívar pudiese levantar la cabeza!-, parece no tener límites, y en ella cabe, desde luego, convertirse en el líder “indiscutible” de una América latina “antiimperialista” y, sobre todo, dependiente, en esta ocasión, de su petróleo, del oro negro venezolano. Castro, todavía con imagen de revolucionario entre incautos de todo tipo –incluso los de “buena voluntad”-, sobre todo en el subcontinente latinoamericano y en los países “latinos” de Europa –España, especialmente-, lo patrocina, mientras que Evo Morales se pone a su vera incondicionalmente.
Pero, esta nueva nacionalización de los hidrocarburos bolivianos –conste que, como país soberano, Bolivia puede tomarla, aunque siempre basándose en los postulados de la Ley y de los compromisos internacionales acordados previamente; puede tomarla y negociar con los representantes de los intereses privados, pero no imponerla por la fuerza- también va dirigida hacia otro escenario latinoamericano: el de la segunda vuelta de las elecciones en el Perú, dónde “se la juega” el que esperan se convierta en la cuarta pata de este “novedoso” proceso andino, Ollanta Humala, el etno-nacionalista que el 3 de junio se enfrentará al “renacido” Alan García. Es como decir a quién quiera oir: “así hacemos las cosas en Bolivia, y esto es lo que pueden esperar si votan, si apoyan a Ollanta, que es nuestro amigo y con quién seguiremos colaborando si llega a gobernar”.
El mensaje parece que, de momento, no ha calado entre los peruanos. Un reciente sondeo –6 de mayo- de la firma Datum, indica que un 56 por ciento de los votantes darán su apoyo a García, mientras que un 44 por ciento lo haría por Humala, quien, por cierto, ha endurecido su discurso sobre su eventual plan de nacionalización de su hipotético gobierno, al señalar que “Perú no se puede doblegar ante las transnacionales”. Los sondeos acertaron cuando sostuvieron que Ollanta ganaría la primera vuelta y que debería ir a una segunda; se equivocaron de candidato al señalar a Lourdes Flores como su contrincante, pero también indicaron que si Humala no ganaba por mayoría absoluta no podría llegar a gobernar. Veremos si se corrobora esta hipótesis aunque con cambio de candidato, un García al que acaba de apoyar Mario Vargas Llosa “como mal menor y tapándose la nariz”.
Sobre América latina se pueden hacer todo tipo de cábalas, menos intentar simplificar la realidad. El tema de la energía como estandarte de defensa de lo nacional frente a, supuestas o ciertas, “agresiones” externas no es patrimonio latinoamericano. Si hablamos de energías, hidrocarburos, petróleo y gas, sobre todo cuando los precios de los mismos son altos, todos los países son restrictivos, no solo los andinos hoy. Lo que no ayuda a comprender la realidad latinoamericana, entre otras cosas, es la volubilidad de sus dirigentes, esencia de la incertidumbre política que asoma por doquier en aquellas tierras.
Esta circunstancia, por cierto, no es nueva, aunque puede que sea novedosa para aquellos que imbuidos de una insultante juventud, y de conocimientos basados en la consabida repetición de fórmulas, consignas y eslóganes para nada objetivos ni realistas, creen haber descubierto “un nuevo El Dorado”, el de la revolución mundial –en este caso Latinoamericana-, sin detenerse a constatar, por ejemplo, cómo viven las sociedades lideradas por los que dicen que solo piensan “en el bienestar de los suyos”.
Uno puede tener simpatías profundas por un pueblo como el boliviano, sin duda, pero también debe situar en la balanza del conocimiento de su realidad otros datos, como el que dice que la política económica “extrema y pendular” adoptada por la nación andina a lo largo de su historia no ha favorecido a su pueblo especialmente. Es más, y como afirma en un reciente editorial el periódico argentino “La Nación”, esa política “lo ha condenado a vivir en una situación de pobreza estructural y profunda desigualdad social, a pesar de contar con la segunda reserva gasífera del continente”.
Fidel Castro ya ha demostrado en qué ha consistido para su pueblo, con bloqueo incluido, su “revolución”: falta de libertad absoluta para cualquier disidencia y carencia de bienes materiales esenciales para el que no apoye al “régimen”, aunque él, según la revista “Forbes”, sea el titular de la séptima fortuna de Jefes de Estado del mundo, extremo que, desde luego, ha negado. Faltaba más.
Hugo Chávez todavía no ha logrado demostrar que con sus petrodólares la sociedad venezolana, en general, haya mejorado. Más educación, más oportunidades, más riqueza compartida, menores niveles de desigualdad social para los venezolanos, es en lo que tiene que materializar su “discurso bolivariano”. Lo demás son retórica alambicada y fuegos artificiales, y para artificios los de Valencia, la ciudad mediterránea española, bastante más sugestiva que los de los países andinos.
Evo Morales también tiene que demostrar que con su política su pueblo mejorará, sobre todo porque la historia de América latina está llena de promesas incumplidas por parte de todo tipo de gobernantes, también nacionalistas y defensores “de la revolución y todo lo demás”. Solo puede aprovecharse, de momento, de un hándicap: acaba de llegar y necesita tiempo, aunque sus primeros pasos no parecen demasiado halagüeños.
eduardo caldarola de bello
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