Se cumplen setenta y cinco años de la Guerra Civil. La efeméride señala el triste desastre que llevó a España a un abismo tenebroso por el extremismo de posturas incontroladas. En 1936, el Frente Popular, coalición de los partidos socialistas, comunistas y anarquistas, accediendo al poder, se introdujo en la corriente de la revolución marxista. No encontró elementos de magnitud ni unos auténticos estadistas; sólo tuvo simples mediadores que manejaron, con escaso acierto, las hebras de los partidos.
El Presidente del Gobierno, R. Zapatero, en su proceso revisionista, ha hecho la apología de la II República Española diciendo que la “actual democracia española la mira con reconocimiento y satisfacción”; en su curiosa evocación, añadía que “iluminó la Constitución del 1978 y muchos de los grandes objetivos, aspiraciones y conquistas republicanas están hoy en plena vigencia en nuestro país”.
¿Cómo se puede ensalzar aquel caos y hablar de vigencia y alto desarrollo de sus conquistas? Sólo, desde un ilusorio desideratum, se puede tergiversar la realidad. No cabe más que una determinada intencionalidad política, un interesado desconocimiento de la historia y un calculado celo revanchista y rompedor. Se quiere destruir el espíritu unánime, solidario y conciliador que fraguó el éxito constitucional del 78, cuya acertada gestión fue modélica en el mundo; la transición evitó aquellos errores históricos y abrazó la convivencia y la tolerancia. El elogio de aquel fracaso republicano es un simple subterfugio de ficticio historicismo para fomentar, en el presente, las rupturas y alteraciones políticas y sociales de ese espíritu de concordia y entendimiento que trajo la democracia al morir de la dictadura franquista. No puede ser referencia ejemplar una régimen que quemó los grandes ideales liberales en sus fanáticas concepciones, en sus conflictos socio-económicos y regionales y en sus revoluciones.
La República buscaba dar textura democrática y revolucionaria a la crisis de solidaridad y de concordia entre los distintos estratos sociales. Pero pronto se deslizó hacia el sectarismo y la anarquía; el desafuero extremista destruyó los intentos de equilibrio centrista, con lo que no quedó más salida que el comunismo libertario o el totalitarismo fascista. “La quema de conventos e iglesias no muestra ni el verdadero celo republicano ni espíritu de avance, sino un fetichismo primitivo y criminal que lleva lo mismo a adorar las cosas materiales que a destruirlas” (G. Marañón, Ortega y Pérez de Ayala en El Sol del 11-V-31). El ideal democrático y parlamentario murió de insolvencia. La guerra civil enfrentó en los campos de batalla de España las ideologías opuestas en Europa. Brigadas Internacionales y voluntarios fascistas testimonian la Europa dividida que ensaya sus primeras armas en el suelo ibérico como preludio de la gran conflagración.
Olvidaron y no supieron entrar en la concordia. El emperador Marco Aurelio asegura que «hemos nacido para una tarea común... De modo que obrar unos contra otros va contra la naturaleza»; la sociedad está llamada a la colaboración, por eso, «a los hombres con los que te ha tocado vivir, estímalos, pero de verdad». En la misma línea, el discurso final de Charles Chaplin en El Gran Dictador, es un canto a la tolerancia, en que resuena la vieja palabra de Confucio: Me gustaría ayudar a todo el mundo ( ... ); necesitamos humanidad antes que máquinas, bondad y dulzura antes que inteligencia ( ... ). Luchemos por abolir el odio y la intolerancia ( ... ).
Camilo Valverde Mudarra
El Presidente del Gobierno, R. Zapatero, en su proceso revisionista, ha hecho la apología de la II República Española diciendo que la “actual democracia española la mira con reconocimiento y satisfacción”; en su curiosa evocación, añadía que “iluminó la Constitución del 1978 y muchos de los grandes objetivos, aspiraciones y conquistas republicanas están hoy en plena vigencia en nuestro país”.
¿Cómo se puede ensalzar aquel caos y hablar de vigencia y alto desarrollo de sus conquistas? Sólo, desde un ilusorio desideratum, se puede tergiversar la realidad. No cabe más que una determinada intencionalidad política, un interesado desconocimiento de la historia y un calculado celo revanchista y rompedor. Se quiere destruir el espíritu unánime, solidario y conciliador que fraguó el éxito constitucional del 78, cuya acertada gestión fue modélica en el mundo; la transición evitó aquellos errores históricos y abrazó la convivencia y la tolerancia. El elogio de aquel fracaso republicano es un simple subterfugio de ficticio historicismo para fomentar, en el presente, las rupturas y alteraciones políticas y sociales de ese espíritu de concordia y entendimiento que trajo la democracia al morir de la dictadura franquista. No puede ser referencia ejemplar una régimen que quemó los grandes ideales liberales en sus fanáticas concepciones, en sus conflictos socio-económicos y regionales y en sus revoluciones.
La República buscaba dar textura democrática y revolucionaria a la crisis de solidaridad y de concordia entre los distintos estratos sociales. Pero pronto se deslizó hacia el sectarismo y la anarquía; el desafuero extremista destruyó los intentos de equilibrio centrista, con lo que no quedó más salida que el comunismo libertario o el totalitarismo fascista. “La quema de conventos e iglesias no muestra ni el verdadero celo republicano ni espíritu de avance, sino un fetichismo primitivo y criminal que lleva lo mismo a adorar las cosas materiales que a destruirlas” (G. Marañón, Ortega y Pérez de Ayala en El Sol del 11-V-31). El ideal democrático y parlamentario murió de insolvencia. La guerra civil enfrentó en los campos de batalla de España las ideologías opuestas en Europa. Brigadas Internacionales y voluntarios fascistas testimonian la Europa dividida que ensaya sus primeras armas en el suelo ibérico como preludio de la gran conflagración.
Olvidaron y no supieron entrar en la concordia. El emperador Marco Aurelio asegura que «hemos nacido para una tarea común... De modo que obrar unos contra otros va contra la naturaleza»; la sociedad está llamada a la colaboración, por eso, «a los hombres con los que te ha tocado vivir, estímalos, pero de verdad». En la misma línea, el discurso final de Charles Chaplin en El Gran Dictador, es un canto a la tolerancia, en que resuena la vieja palabra de Confucio: Me gustaría ayudar a todo el mundo ( ... ); necesitamos humanidad antes que máquinas, bondad y dulzura antes que inteligencia ( ... ). Luchemos por abolir el odio y la intolerancia ( ... ).
Camilo Valverde Mudarra
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