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España está condenada a soportar sentencias falsas emitidas por sus dirigentes políticos, verdaderas gamberradas semánticas y éticas que nadie sabe si son parte del programa de engaño o consecuencia de la terrible incultura que envuelve a nuestras clases dirigentes.
La más sonada en los últimos meses fue la emitida nada menos que por la Ministra de Cultura, Carmen Calvo, cuando dijo que el dinero público no es de nadie.
Otra sentencia de gran calado, no menos sorprendente y estúpida, fue la pronunciada por el diputado de Izquierda Unida Antonio Romero, sugún el cual, tan delincuente y corrupto es el empresario que entrega dinero como el político que lo recibe y roba.
Una y otra sentencias están unidas por dos vínculos comunes: se refieren al dinero, el gran Dios de la cultura frívola y relativista reinante en España, y denotan el enorme daño ético que ha sufrido el país, sobre todo en los niveles del liderazgo político, donde la escala de valores ha saltado por los aires.
El dinero público sí tiene dueño: el pueblo soberano.
El político corrupto es cien veces más culpable que el empresario que es obligado a pagar peaje si quiere hacer negocios, entre otras razones porque el político, que tiene la representatividad del pueblo soberano y la obligación de ser ejemplar, maneja un dinero público que debe considerarse casi sagrado, mientras que el empresario juega con el dinero propio.
Si a estas sentencias señeras se unen mil detalles cotidianos irritantes por su osadía y por lo lejos que están de la democracia, como la acumulación de privilegios por parte de los políticos, las subidas constantes de sueldos de los políticos, el divorcio entre política y sociedad, el deterioro no sólo de la política, sino del sitema, la pérdida de capacidad crítica, la anulación del ciudadano, el asesinato de la sociedad civil y otros muchos, podemos concluir sin temor a equivocarnos que España atraviesa una de las etapas más siniestras y peligrosas de su historia moderna.
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