En la España de antes no se maltrataba a los muertos, aunque la vida hubiera sido un suplicio para los que se marchaban. Los entierros eran ceremonias de respeto, cargadas de emoción y sentimientos, y la agonía del difunto se desarrollaba, habitualmente, en un entorno familiar y de cariño. Finalmente, en el recuerdo del fallecido se tendía a olvidar sus errores y fallos y a resaltar sus valores, aunque fueran escasos. Ese es el modelo de despedida en la mayoría de las culturas del Mediterráneo, vigente desde la Edad del Bronce.
Pero llegaron los nuevos tiempos "progres" y todo eso cambió. Desde las izquierdas más radicales se empezó a decir en público que había demasiados viejos y se insinuaba que debía morir para dejar sitio a los jóvenes. La política toleraba a esos miserables, acumulaba bajeza y permitía que, poco a poco, la cultura se impregnara de desprecio a los ancianos.
El Impuesto de Sucesiones, bautizado por el pueblo como el "impuesto a los muertos", era un ejemplo visible del creciente desprecio de la sociedad por los que morían, a los que impedía, incluso, que pudieran dejar sus ahorros a sus seres queridos. Es un impuesto claramente confiscador y ajeno a los derechos humanos básicos, pero los gobiernos, crueles y sin respeto al pueblo y a las leyes, lo mantienen en contra de la voluntad popular y de la razón. Las herencias eran expoliadas sin piedad por un Estado siempre sediento de dinero, suciamente marcado por la codicia y la usura, que se dedicó durante décadas a arruinar a miles de herederos y a provocar decenas de miles de renuncias a heredar por la enorme carga fiscal que imponía a las herencias y legados.
Pero todo ese deterioro de la muerte y ese irrespeto por el anciano ha estallado con toda su carga de indecencia y escándalo, como una bomba, con motivo de la crisis del coronavirus, una pandemia que se ha cebado con los ancianos, muchos de ellos abandonados por sus familias en residencias que antes habían sido ya abandonadas y descuidadas por el Estado, privándolas de vigilancia y de cuidados médicos adecuados, hasta convertirlas en tanatorios de tránsito donde los viejos mueren a chorros, privados del cariño y de los cuidados a los que tenían derecho tras una vida de trabajo y entrega.
Es de esperar que el gobierno de Sánchez sepa que la muerte de un ser querido es la peor experiencia emocional y vital para la mayoría de los seres humanos. Pero se comporta como si ignorara ese hecho vital de nuestra cultura humana y priva ahora a los viejos moribundos de la ternura y la dignidad a la que tienen derecho desde hace milenios.
La muerte en masa de los ancianos y, sobre todo, la forma como se les deja morir en soledad y lejos de sus familias, a muchos de ellos solo sedados, por falta de camas y respiradores en las UCIs hospitalarias, y después depositados en morgues improvisadas donde permanecían días y semanas porque los quemadores de cadáveres no dan abasto, constituye el capitulo más cruel, denigrante y vergonzoso del poder político español en los tiempos presentes y, concretamente, del infausto gobierno que preside Pedro Sánchez, el cual deberá algún día, cuando España reflexione y recupere la cordura decente que ha perdido, ser castigado con dureza, entre otras razones por su pervertido trato a los ancianos.
El rasgo más significativo de una civilización suele ser, junto con el nivel de felicidad de sus miembros, el trato a los ancianos. Ya lo decía el griego clásico Pericles, cuatro siglos antes de Jesucristo: “Se juzga a un pueblo por la forma de sepultar a sus propios muertos”.
Las culturas humanísticas y avanzadas consideran la muerte de los ancianos como una gran pérdida. La vieja cultura oriental equiparaba la muerte de un anciano al incendio de una biblioteca única, cuya sabiduría se pierde. Si eso es así, la cultura española no ha podido caer más bajo porque se ha habituado, en sus últimas décadas, a quemar bibliotecas con desprecio, a expoliar a los ancianos y a sus familiares y a maltratarlos en sus últimos días. Pero el culmen de la vergüenza nacional y del fracaso de una nación como la española está viviéndose en estos días, donde los ancianos del coronavirus mueren en soledad, sin cariño, sin el trato sanitario al que tenían derecho, despreciados por un poder político cuya corrupción y bajeza supera todo lo humanamente imaginable.
La misma ocultación vergonzante del número de víctimas del coronavirus o lo que sería todavía peor, la incompetencia para conocer el número real de víctimas, que parece evidente que sea por lo menos el doble de lo que el poder reconoce, demuestra la inmensa bajeza del actual liderazgo político de España. La torpeza de los gobernantes está abriendo las puertas de las noticias falsas, de las especulaciones abusivas y de las tesis mñás horrendas sobre la muerte en las residencias de ancianos y los hospitales, generando una ola de angustia y desesperación en las familias de los fallecidos y en la sociedad en general que no se calmará hasta que algunos no den con sus huesos en la cárcel.
Francisco Rubiales
Pero llegaron los nuevos tiempos "progres" y todo eso cambió. Desde las izquierdas más radicales se empezó a decir en público que había demasiados viejos y se insinuaba que debía morir para dejar sitio a los jóvenes. La política toleraba a esos miserables, acumulaba bajeza y permitía que, poco a poco, la cultura se impregnara de desprecio a los ancianos.
El Impuesto de Sucesiones, bautizado por el pueblo como el "impuesto a los muertos", era un ejemplo visible del creciente desprecio de la sociedad por los que morían, a los que impedía, incluso, que pudieran dejar sus ahorros a sus seres queridos. Es un impuesto claramente confiscador y ajeno a los derechos humanos básicos, pero los gobiernos, crueles y sin respeto al pueblo y a las leyes, lo mantienen en contra de la voluntad popular y de la razón. Las herencias eran expoliadas sin piedad por un Estado siempre sediento de dinero, suciamente marcado por la codicia y la usura, que se dedicó durante décadas a arruinar a miles de herederos y a provocar decenas de miles de renuncias a heredar por la enorme carga fiscal que imponía a las herencias y legados.
Pero todo ese deterioro de la muerte y ese irrespeto por el anciano ha estallado con toda su carga de indecencia y escándalo, como una bomba, con motivo de la crisis del coronavirus, una pandemia que se ha cebado con los ancianos, muchos de ellos abandonados por sus familias en residencias que antes habían sido ya abandonadas y descuidadas por el Estado, privándolas de vigilancia y de cuidados médicos adecuados, hasta convertirlas en tanatorios de tránsito donde los viejos mueren a chorros, privados del cariño y de los cuidados a los que tenían derecho tras una vida de trabajo y entrega.
Es de esperar que el gobierno de Sánchez sepa que la muerte de un ser querido es la peor experiencia emocional y vital para la mayoría de los seres humanos. Pero se comporta como si ignorara ese hecho vital de nuestra cultura humana y priva ahora a los viejos moribundos de la ternura y la dignidad a la que tienen derecho desde hace milenios.
La muerte en masa de los ancianos y, sobre todo, la forma como se les deja morir en soledad y lejos de sus familias, a muchos de ellos solo sedados, por falta de camas y respiradores en las UCIs hospitalarias, y después depositados en morgues improvisadas donde permanecían días y semanas porque los quemadores de cadáveres no dan abasto, constituye el capitulo más cruel, denigrante y vergonzoso del poder político español en los tiempos presentes y, concretamente, del infausto gobierno que preside Pedro Sánchez, el cual deberá algún día, cuando España reflexione y recupere la cordura decente que ha perdido, ser castigado con dureza, entre otras razones por su pervertido trato a los ancianos.
El rasgo más significativo de una civilización suele ser, junto con el nivel de felicidad de sus miembros, el trato a los ancianos. Ya lo decía el griego clásico Pericles, cuatro siglos antes de Jesucristo: “Se juzga a un pueblo por la forma de sepultar a sus propios muertos”.
Las culturas humanísticas y avanzadas consideran la muerte de los ancianos como una gran pérdida. La vieja cultura oriental equiparaba la muerte de un anciano al incendio de una biblioteca única, cuya sabiduría se pierde. Si eso es así, la cultura española no ha podido caer más bajo porque se ha habituado, en sus últimas décadas, a quemar bibliotecas con desprecio, a expoliar a los ancianos y a sus familiares y a maltratarlos en sus últimos días. Pero el culmen de la vergüenza nacional y del fracaso de una nación como la española está viviéndose en estos días, donde los ancianos del coronavirus mueren en soledad, sin cariño, sin el trato sanitario al que tenían derecho, despreciados por un poder político cuya corrupción y bajeza supera todo lo humanamente imaginable.
La misma ocultación vergonzante del número de víctimas del coronavirus o lo que sería todavía peor, la incompetencia para conocer el número real de víctimas, que parece evidente que sea por lo menos el doble de lo que el poder reconoce, demuestra la inmensa bajeza del actual liderazgo político de España. La torpeza de los gobernantes está abriendo las puertas de las noticias falsas, de las especulaciones abusivas y de las tesis mñás horrendas sobre la muerte en las residencias de ancianos y los hospitales, generando una ola de angustia y desesperación en las familias de los fallecidos y en la sociedad en general que no se calmará hasta que algunos no den con sus huesos en la cárcel.
Francisco Rubiales
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