Lo peor del Estatuto recién aprobado por el Parlamento de Cataluña no es que sea soberanista, independentista, intervensionista y contrario a la Constitución Española, sino que es antiguo y pasado de moda, un documento político del pasado, ampliamente superado por las actuales sociedades democráticas avanzadas, conservador, sin un gramo de osadía innovadora, que parece mentira que haya surgido de una sociedad como la catalana, que hace gala de modernidad, apertura y dinamismo.
Parece más un documento de mediados del pasado siglo, cuando el mundo estaba fascinado por el aparente éxito del estatalismo soviético, que un texto del presente. Parece más inspirado por la pluma de dirigentes como Josef Broz Tito, de Yugoslavia, o el Pandhit Nerhu, de aquella India que copiaba con fascinación la fuerza del Estado moscovita.
El intervensionismo que emana del Estatuto catalán está superado y ha sido abandonado ya por todas las sociedades avanzadas del mundo. Tiene los mismos defectos que el proyecto de Constitución Europea rechazado no hace mucho por los “noes” de Francia y Holanda: redactado por un equipo de viejos dinosaurios comandados por Valery Giscard, ajeno a las nuevas corrientes de participación ciudadana y de protagonismo de la sociedad que atraviesan Europa, diseñado por el poder político, escrito por expertos a sueldo de la política y sin reflejo alguno de la opinión de los ciudadanos y de la sociedad civil.
Es un documento que apuesta por el poder del Estado y de los partidos políticos, cuando todo el mundo marcha en sentido contrario, intentando equilibrar una política que huele a fracaso mediante la reincorporación del ciudadano a la gestión del mundo. El Estatuto catalán abre al Estado, de par en par, las puertas de la sociedad para que penetre y domine, mientras que el mundo civilizado y democrático las cierra prudentemente, tras haber comprobado que el exceso de intervensionismo público suele llevar a la ruina o al desastre.
La sociedad española, sin demasiadas luces, ha concentrado su crítica en aspectos relumbrantes pero no decisivos, como el de llamar a Cataluña "Nación", sin advertir, por ejemplo, que la Generalitat que surge del Estatuto es demasiado poderosa, dominante, habilitada para intervenir con guante de hierro no sólo en una vida política que monopoliza, sino también en las instituciones de la vida civil, en la economía, incluso en aquellos espacios que, por prudencia y profilaxis, deberían estarle vedados, como las cajas de ahorros, las universidades, las asociaciones y una vida empresarial que, en contacto con los políticos, está más que demostrado que tiende a la ineficiencia y la ruina.
Se nota a leguas que es un estatuto político, hecho por políticos y para beneficio de los políticos, que ha emanado de una clase política aislada de las corrientes mundiales de progreso y desarrollo democrático, quizás porque lleva demasiados años concentrada y obsesionada en aspectos nacionalistas, siempre pequeños en un mundo que camina hacia lo global y lo universal.
Por ningún lado se ve la fe del Estatuto en el ciudadano, ni en la participación del ciudadano en la política, ni pretende fortalecer la sociedad civil catalana, que es precisamente a la que ese pueblo debe su grandeza. No refleja innovación, ni da entrada al altruismo, ni estimula los grandes valores, ni expresa sensibilidad alguna hacia el fortalecimiento y regeneración de la democracia, que será, probablemente, la gran aventura de este siglo.
Su antigüedad y decadencia es insultante, sobre todo si se tiene en cuenta que emana del pueblo que se enorgullece de ser la avanzadilla de España.
Basta analizar cómo se ha gestado para descubrir que el Estatuto nace, ya cocido, del horno de una política desconectada de la sociedad, sin que los ciudadanos hayan sido consultados, sin que la opinión de los emprendedores y profesionales, verdadera vanguardia de la sociedad catalana, haya sido tenida en cuenta.
La sociedad catalana que dibuja el Estatuto no es una sociedad moderna, ni dinámica, ni democráticamente garantizada, sino una sociedad del pasado, hecha a imagen y semejanza de los políticos catalanes, los auténticos “nuevos amos”, herederos de los viejos privilegios y fueros de las antiguas nobleza y clero, que no han tenido el más mínimo pudor de presentar ese texto atrasado ante un Parlament que, probablemente, también es rehén de los partidos políticos y del pasado.
Los catalanes podían haber sorprendido a España con un Estatuto innovador, democrático, avanzado y cercano al ciudadano y a la sociedad civil, un documento capaz de atraer y de fascinar a una sociedad estancada como la española, cada día más decepcionada ante la degradación de la democracia y la política. Pero no lo han hecho, o no han sabido hacerlo. Nos han ofrecido un texto viejo, del pasado y con el énfasis puesto en teorías y líneas estatalistas, intervensionistas y partidistas, por furtuna ya superadas por la parte más lúcida de la sociedad mundial.
Los catalanes han tenido la oportunidad de remover la sociedad española con un texto innovador y atrayente que regenerara la democracia y devolviera al ciudadano la ilusión y la confianza perdidas en el liderazgo político, pero no han sabido o querido hacerlo.
Cataluña ha apostado por la estrella equivocada y nos ha colocado a todos los españoles, no sólo a los catalanes, frente a una política manida que huele a naftalina, que no ilusiona y que sólo entusiasma a los políticos que obtienen de ella poder y brillo.
El Estatuto, una vez más, cierra al ciudadano su derecho a ser protagonista del futuro y vuelve a concentrar el poder y el protagonismo en los Maragall, los Carod Rovira, los Mas y otros miembros de una estirpe del pasado, la de aquellos que han convertido la política y la democracia en un espacio privado del que han expulsado al ciudadano, olvidando que es dueño del poder soberano en democracia y el único que otorga y quita legitimidad al sistema.