Las investigaciones sociológicas que se realizan en los paises occidentales reflejan una preocupante y progresiva pérdida de confianza de los ciudadanos en sus líderes, en sus instituciones y en el mismo sistema democrático. Numerosos filósofos y sociólogos coinciden en señalar esa pérdida de confianza como uno de los problemas más graves del ser humano en el siglo recien iniciado.
Demasiadas experiencias y acontecimientos recientes han minado la confianza de los seres humanos en sus semejantes, en sus líderes y en el futuro. Europa entera está hoy políticamente alterada porque los "noes" de Francia y Holanda a la Constitución pusieron de manifiesto el creciente distanciamiento entre los políticos y los ciudadanos, entre los dirigentes políticos y los votantes.
Hay demasiadas razones para desconfiar: el sida ha inyectado desconfianza en las relaciones sexuales; el síndrome de las vacas locas nos hizo desconfiar de los alimentos; los atentados de Nueva York y Madrid inundaron de inseguridad y miedo la vida cotidiana; el estallido de la burbuja tecnológica nos obligó a escapar de la bolsa de valores; cuando descubrimos que las grandes empresas mundiales falseaban sus cuentas y auditorías, la duda y la sospecha invadieron el mundo profesional; la neumonía asiática hizo que millones de personas desconfiaran hasta del aire que respiraban y caminaran enmascaradas por las grandes urbes; la mentira reincidente, el mercantilismo y la pérdida de valores democráticos han convertido en extraños a unos medios de comunicación, considerados hasta hace poco como el principal baluarte de la fe ciudadana en el sistema; el comportamiento de los políticos a lo largo del siglo XX, plagado de guerras, exterminios, éxodos, crimenes de estado, terrorismo estatal, ingeniería social demente y mil desmanes más, ha hundido en la ciénaga la fe de los ciudadanos en sus dirigentes.
El fenómeno de la desconfianza se ha instalado en nuestro mundo con una fuerza tal que habría que retroceder a los tiempos convulsos del hundimiento del Imperio Romano o a la estupefación generada por la revolución de Copérnico para encontrar semejanzas. La desconfianza que nos envuelve no es un sentimiento leve ni debido únicamente a las leyes cíclicas, sino un trauma generado por cambios vertiginosos y profundos en la civilización.
Mientras que la economía y la comunicación avanzan hacía la globalización y las tecnologías de la información hacen posible un mundo pequeño con una portentosa capacidad de relacionarse, los seres humanos se refugian cada vez más en su interior y aprenden a vivir en el temor y la desconfianza. Es, probablemente la mayor paradoja de nuestra cultura: nunca antes el mundo fue más global, pero tampoco nunca antes el ser humano fue más solitario y receloso.
Son muchos los que opinan que nada ha dinamitado más la confianza de los humanos que la conmoción generada por el deterioro de las religiones, con especial protagonismo del integrismo islámico, capaz de asesinar masivamente en nombre de Dios, y de la perversión sexual y pederastia de centenares de sacerdotes católicos, a los que la fe en Dios y el ministerio sacerdotal no les impidió abusar sexualmente de miles de jóvenes inocentes en oscuros internados y en templos siniestros y opacos.
Estos nuevos desgarros en la confianza de los ciudadanos vienen a sumarse a los terribles embates padecidos a los largo del siglo XX, en el que la seguridad del hombre frente a sus instituciones quedó resquebrajada por factores como las dos guerras mundiales más cruentas de la Historia, el recurso sin piedad a la ingeniería social, practicado por regímenes totalitarios, las tensiones de la guerra fría y la utilización sistemática del asesinato por parte de muchos Estados para librarse de sus opositores.
Hasta los medios de comunicación han dejado de ser fiables para el ciudadano, consciente ya de que la mayoría de los periodistas y de los medios en los que tarabajan sirven hoy a algún tipo de poder y son más leales a sus pactos y alianzas con partidos políticos, gobiernos y grupos económicos que a los ciudanos y a la democracia.
Sin confianza en los liderazgos religioso y político, sin poder asirse a la prensa como independiente defensora de la verdad, el mundo se debate tristemente en la desconfianza, la desilusión y la confusión.
Sin embargo, a pesar de que los acontecimientos citados han tenido fuerza más que suficiente para demoler la confianza humana, ha sido la soledad el factor que ha dinamitado con mayor eficacia la seguridad y la fe del hombre en el mundo que habita. El ciudadano del siglo XXI se siente sólo ante el peligro, aislado en la multitud urbana, pequeño e impotente al lado de las grandes instituciones y empresas, inerme frente al Estado y sin poder apelar siquiera al apoyo que a lo largo de los siglos le ha prestado la comunidad, organizada en tribus, clanes, estirpes, fratrías, cofradías, hermandades, gremios, pe?as y otras agrupaciones. Ni siquiera la familia, bastión que supo aportar fuerza y solidez en épocas pasadas, es capaz hoy de mitigar los estragos de la soledad.
Francisco Rubiales
Demasiadas experiencias y acontecimientos recientes han minado la confianza de los seres humanos en sus semejantes, en sus líderes y en el futuro. Europa entera está hoy políticamente alterada porque los "noes" de Francia y Holanda a la Constitución pusieron de manifiesto el creciente distanciamiento entre los políticos y los ciudadanos, entre los dirigentes políticos y los votantes.
Hay demasiadas razones para desconfiar: el sida ha inyectado desconfianza en las relaciones sexuales; el síndrome de las vacas locas nos hizo desconfiar de los alimentos; los atentados de Nueva York y Madrid inundaron de inseguridad y miedo la vida cotidiana; el estallido de la burbuja tecnológica nos obligó a escapar de la bolsa de valores; cuando descubrimos que las grandes empresas mundiales falseaban sus cuentas y auditorías, la duda y la sospecha invadieron el mundo profesional; la neumonía asiática hizo que millones de personas desconfiaran hasta del aire que respiraban y caminaran enmascaradas por las grandes urbes; la mentira reincidente, el mercantilismo y la pérdida de valores democráticos han convertido en extraños a unos medios de comunicación, considerados hasta hace poco como el principal baluarte de la fe ciudadana en el sistema; el comportamiento de los políticos a lo largo del siglo XX, plagado de guerras, exterminios, éxodos, crimenes de estado, terrorismo estatal, ingeniería social demente y mil desmanes más, ha hundido en la ciénaga la fe de los ciudadanos en sus dirigentes.
El fenómeno de la desconfianza se ha instalado en nuestro mundo con una fuerza tal que habría que retroceder a los tiempos convulsos del hundimiento del Imperio Romano o a la estupefación generada por la revolución de Copérnico para encontrar semejanzas. La desconfianza que nos envuelve no es un sentimiento leve ni debido únicamente a las leyes cíclicas, sino un trauma generado por cambios vertiginosos y profundos en la civilización.
Mientras que la economía y la comunicación avanzan hacía la globalización y las tecnologías de la información hacen posible un mundo pequeño con una portentosa capacidad de relacionarse, los seres humanos se refugian cada vez más en su interior y aprenden a vivir en el temor y la desconfianza. Es, probablemente la mayor paradoja de nuestra cultura: nunca antes el mundo fue más global, pero tampoco nunca antes el ser humano fue más solitario y receloso.
Son muchos los que opinan que nada ha dinamitado más la confianza de los humanos que la conmoción generada por el deterioro de las religiones, con especial protagonismo del integrismo islámico, capaz de asesinar masivamente en nombre de Dios, y de la perversión sexual y pederastia de centenares de sacerdotes católicos, a los que la fe en Dios y el ministerio sacerdotal no les impidió abusar sexualmente de miles de jóvenes inocentes en oscuros internados y en templos siniestros y opacos.
Estos nuevos desgarros en la confianza de los ciudadanos vienen a sumarse a los terribles embates padecidos a los largo del siglo XX, en el que la seguridad del hombre frente a sus instituciones quedó resquebrajada por factores como las dos guerras mundiales más cruentas de la Historia, el recurso sin piedad a la ingeniería social, practicado por regímenes totalitarios, las tensiones de la guerra fría y la utilización sistemática del asesinato por parte de muchos Estados para librarse de sus opositores.
Hasta los medios de comunicación han dejado de ser fiables para el ciudadano, consciente ya de que la mayoría de los periodistas y de los medios en los que tarabajan sirven hoy a algún tipo de poder y son más leales a sus pactos y alianzas con partidos políticos, gobiernos y grupos económicos que a los ciudanos y a la democracia.
Sin confianza en los liderazgos religioso y político, sin poder asirse a la prensa como independiente defensora de la verdad, el mundo se debate tristemente en la desconfianza, la desilusión y la confusión.
Sin embargo, a pesar de que los acontecimientos citados han tenido fuerza más que suficiente para demoler la confianza humana, ha sido la soledad el factor que ha dinamitado con mayor eficacia la seguridad y la fe del hombre en el mundo que habita. El ciudadano del siglo XXI se siente sólo ante el peligro, aislado en la multitud urbana, pequeño e impotente al lado de las grandes instituciones y empresas, inerme frente al Estado y sin poder apelar siquiera al apoyo que a lo largo de los siglos le ha prestado la comunidad, organizada en tribus, clanes, estirpes, fratrías, cofradías, hermandades, gremios, pe?as y otras agrupaciones. Ni siquiera la familia, bastión que supo aportar fuerza y solidez en épocas pasadas, es capaz hoy de mitigar los estragos de la soledad.
Francisco Rubiales
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