La revuelta mundial generada por las caricaturas del profeta Mahoma y el creciente odio de los islamistas hacia la cultura occidental no son episodios del "choque de civilizaciones" vaticinado por Huntington, sino la consecuencia directa del "choque de ciclos históricos", que se produce cuando los comportamientos y reglas de la modernidad, en la que viven Dinamarca, Europa y la sociedad occidental, entran en conflicto con esa especie de mundo medieval y retrógrado en el que vive la cultura musulmana hoy.
El mundo islámico, con su teocracia, su fanatismo religioso y su violencia proselitista, rasgos alimentados por sus regímenes totalitarios, algunos de ellos monarquías con reglas parecidas a las que regían en los califatos de Bagdad y Damasco, en tiempos de los omeyas y los abasidas, se encuentra en una etapa histórica parecida a la de aquella Europa intransigente, fanatizada y cruel de las cruzadas, cuando el inglés Ricardo Corazón de León o el rey francés San Luis embarcarón a sus tropas para aniquilar musulmanes en la llamada Tierra Santa.
Mientras que Europa ha avanzado desde entonces, ha superado etapas y ha consolidado una sociedad basada en las libertades y derechos ciudadanos en la que la religión y el fanatismo han perdido el protagonismo, el mundo musulmán vive en una realidad diametralmente distinta, muy cercana a los valores y costumbres de nuestro Medievo.
El Islam y las sociedades democráticas modernas son dos mundos que emiten en distinta frecuencia y a los que les resulta casi imposible entenderse. Sólo algunos cretinos despistados de la política mundial creen que es posible fraguar alianzas con el fanatismo desbordado. Sólo algunos cínicos interesados en la propaganda se atreven a defender, sin creen en ella, la posibilidad de una alianza de civilizaciones con quienes, si pudieran, te cortaban la cabeza con el alfanje.
Esa incompatibilidad, basada en la enorme distancia del tiempo histórico, es la causante de fenómenos aparentemente incomprensibles como la imposibilidad de que los musulmanes se integren en la cultura democrática, la animadversión y odio de los islamistas para con el mundo cristiano-occidental y la falta de sensibilidad de los musulmanes ante valores occicdentales como la democracia, la libertad de expresión, la igualdad y otros muchos, hoy ausentes de la cosmología islámica. Esa insondable distancia cultural entre una y otra parte es la que explica algo tan inexplicable como los "hombres bomba" que caminan por las áreas conflictivas como pequeños "Hitlers Portátiles", dispuestos a morir para hacer saltar por los aires la civilización enemiga.
Nuestro mundo se escandaliza ante esa crueldad y fanatismo, pero la católica Europa atravesó etapas igualmente fanáticas y crueles cuando exterminaba "infieles" en las Cruzadas para ganar el cielo o cuando el fanatismo de la Iglesia combatía las herejias quemando a los disidentes vivos en la hogueras de la Inquisición.
Entenderse con los musulmanes y cooperar con ellos es y será practicamente imposible, como lo seria que se entendieran hoy, si se encontraran para conversar sobre el poder político o la religión, el sultan Saladino y la reina Isabel de Inglaterra o el presidente de Estados Unidos, George W. Bush.
Ignorar esas diferencias sólo será una fuente permanente de frustración en las relaciones futuras entre los dos mundos.
El mundo islámico, con su teocracia, su fanatismo religioso y su violencia proselitista, rasgos alimentados por sus regímenes totalitarios, algunos de ellos monarquías con reglas parecidas a las que regían en los califatos de Bagdad y Damasco, en tiempos de los omeyas y los abasidas, se encuentra en una etapa histórica parecida a la de aquella Europa intransigente, fanatizada y cruel de las cruzadas, cuando el inglés Ricardo Corazón de León o el rey francés San Luis embarcarón a sus tropas para aniquilar musulmanes en la llamada Tierra Santa.
Mientras que Europa ha avanzado desde entonces, ha superado etapas y ha consolidado una sociedad basada en las libertades y derechos ciudadanos en la que la religión y el fanatismo han perdido el protagonismo, el mundo musulmán vive en una realidad diametralmente distinta, muy cercana a los valores y costumbres de nuestro Medievo.
El Islam y las sociedades democráticas modernas son dos mundos que emiten en distinta frecuencia y a los que les resulta casi imposible entenderse. Sólo algunos cretinos despistados de la política mundial creen que es posible fraguar alianzas con el fanatismo desbordado. Sólo algunos cínicos interesados en la propaganda se atreven a defender, sin creen en ella, la posibilidad de una alianza de civilizaciones con quienes, si pudieran, te cortaban la cabeza con el alfanje.
Esa incompatibilidad, basada en la enorme distancia del tiempo histórico, es la causante de fenómenos aparentemente incomprensibles como la imposibilidad de que los musulmanes se integren en la cultura democrática, la animadversión y odio de los islamistas para con el mundo cristiano-occidental y la falta de sensibilidad de los musulmanes ante valores occicdentales como la democracia, la libertad de expresión, la igualdad y otros muchos, hoy ausentes de la cosmología islámica. Esa insondable distancia cultural entre una y otra parte es la que explica algo tan inexplicable como los "hombres bomba" que caminan por las áreas conflictivas como pequeños "Hitlers Portátiles", dispuestos a morir para hacer saltar por los aires la civilización enemiga.
Nuestro mundo se escandaliza ante esa crueldad y fanatismo, pero la católica Europa atravesó etapas igualmente fanáticas y crueles cuando exterminaba "infieles" en las Cruzadas para ganar el cielo o cuando el fanatismo de la Iglesia combatía las herejias quemando a los disidentes vivos en la hogueras de la Inquisición.
Entenderse con los musulmanes y cooperar con ellos es y será practicamente imposible, como lo seria que se entendieran hoy, si se encontraran para conversar sobre el poder político o la religión, el sultan Saladino y la reina Isabel de Inglaterra o el presidente de Estados Unidos, George W. Bush.
Ignorar esas diferencias sólo será una fuente permanente de frustración en las relaciones futuras entre los dos mundos.