En Cataluña ha ocurrido algo similar a lo que ocurrió en Francia y Holanda con sus respectivos referendums sobre la nueva Constitución Europea: sus parlamentos aprobaron la Constitución por mayoría, pero sus pueblos la rechazaron, escándalo que puso en evidencia el divorcio entre existente políticos y ciudadanos y que abortó aquel proyecto de Constitución Europea que, como el catalán, era una iniciativa exclusiva de los políticos.
En Cataluña, el Estatuto obtuvo un 90 por ciento de apoyo en el Parlament, un porcentaje que los políticos exhibieron como el triunfo del pueblo representado. Sin embargo, cuando ese mismo Estatuto fue sometido al electorado, sólo uno de cada tres ciudadanos lo aprobó, lo que evidenció, como en Europa, el profundo divorcio existente entre los ciudadanos y los políticos que dicen ser sus representantes.
La única diferencia entre un caso y otro es que la Unión Europea, donde todavía quedan importantes vestigios democráticos, asumió el mensaje ciudadano y paralizó la Constitución, mientras que en España, donde de la democracia apenas queda el nombre, los poderes, arrogantes y alejados del ciudadano, no asumen la derrota y siguen adelante en su temeridad aberrante de imponer a los ciudadanos leyes fundamentales con apoyo minoritario.
En España, cada día es más evidente que los políticos solo representan ya a los militantes de sus respectivos partidos, a las clientelas que les deben dinero o puestos de trabajo y a esos grupos de fanáticos que intimidan al adversario con violencia, descerebrados y formados bajo la tutela del televisor.
Consecuentes con la degradación de la democracia que gestionan, los políticos españoles en el poder se atreven a violar con impunidad uno de los más sabrado principios de la democracia: las leyes fundamentales deben aprobarse por consenso o por mayorías muy cualificadas.
La historia ha demostrado con creces que la violación de ese principio siempre ha deteriorado la convivencia y, a la larga, generado violencia.
En Cataluña, el Estatuto obtuvo un 90 por ciento de apoyo en el Parlament, un porcentaje que los políticos exhibieron como el triunfo del pueblo representado. Sin embargo, cuando ese mismo Estatuto fue sometido al electorado, sólo uno de cada tres ciudadanos lo aprobó, lo que evidenció, como en Europa, el profundo divorcio existente entre los ciudadanos y los políticos que dicen ser sus representantes.
La única diferencia entre un caso y otro es que la Unión Europea, donde todavía quedan importantes vestigios democráticos, asumió el mensaje ciudadano y paralizó la Constitución, mientras que en España, donde de la democracia apenas queda el nombre, los poderes, arrogantes y alejados del ciudadano, no asumen la derrota y siguen adelante en su temeridad aberrante de imponer a los ciudadanos leyes fundamentales con apoyo minoritario.
En España, cada día es más evidente que los políticos solo representan ya a los militantes de sus respectivos partidos, a las clientelas que les deben dinero o puestos de trabajo y a esos grupos de fanáticos que intimidan al adversario con violencia, descerebrados y formados bajo la tutela del televisor.
Consecuentes con la degradación de la democracia que gestionan, los políticos españoles en el poder se atreven a violar con impunidad uno de los más sabrado principios de la democracia: las leyes fundamentales deben aprobarse por consenso o por mayorías muy cualificadas.
La historia ha demostrado con creces que la violación de ese principio siempre ha deteriorado la convivencia y, a la larga, generado violencia.
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