Pablo Iglesias se saltó la cuarentena para exigir poder y estuvo a punto de dinamitar el gobierno, un comportamiento deplorable y digno de castigo
Hay dictaduras malvadas y sangrientas que han hecho que el mundo retroceda, se avergüence y muera. Pero también hay dictaduras distintas. La dictadura no tiene que ser necesariamente mala. Los romanos nombraron dictadores a hombres fuertes y resolutivos para que, con poderes especiales, solucionaran problemas difíciles. El mejor ejemplo es el de Lucius Quinctius Cincinnatus) (519 a. C.-439 a. C.), un patricio, cónsul, general y posteriormente dictador romano durante un breve periodo, por orden del senado, que pasó a la Historia como arquetipo de rectitud, honradez, integridad y otras virtudes romanas, como frugalidad rústica y falta de ambición personal.
La "dictadura" que trae consigo el "Estado de Alarma" pondrá fin, temporalmente, al desorden y el caos de las autonomías, convertidas en 17 estados, cada uno tirando de la cuerda en distinta dirección.
La dictadura para España suele ser una buena medicina, pero los dictadores designados ahora son un desastre peligroso y amenazante.
Podemos, con su ambición desmedida, superior, incluso, a la de Pedro Sánchez, estuvo a punto de dinamitar ayer el gobierno y de sumir a la nación española en una espiral de revolución y locura. Por esta vez parece que fue frenado, pero de la reunión de ayer, previa a la declaración de la Alarma, el gobierno surgió destrozado, por mucho que lo disimulen.
Pablo Iglesias, que acudió al Consejo de Ministros rompiendo la cuarentena, una actitud nada ejemplar que en Italia le habría costado la cárcel, lanzó a la ciudadanía española un mensaje miserable y ajeno a la ejemplaridad que debe tener el poder político en democracia. Si él no cumple con la cuarentena, ¿por qué vamos a confinarnos los demás?
Iglesias quería tomar el mando de la sanidad privada y de la producción de energía, una nacionalización encubierta de esos sectores vitales de la economía. Un tipo que propone eso en la Unión Europea debería estar encerrado. Por fortuna, la ministra Nadia Calviño, más que el propio Sánchez, le plantó cara y frenó sus desmanes, al menos por el momento.
Ante las cámaras apareció un Pedro Sánchez serio y demacrado, como si estuviera hundido y enfermo. Pronunció un discurso brillante, pero su figura carece de credibilidad y millones de españoles, cansados de ser engañados y maltratados, no le creyeron.
España está en un momento especialmente grave y preocupante. La peor crisis le sorprende con el peor de los gobiernos posibles. Toda nuestra armadura política, social, cultural y científica, está resquebrajada y por los suelos. Ese Estado al que los progres y la izquierda adoran como un dios moderno, demuestra tener los pies de barro. Ni si quiera el contubernio de los mendaces medios de comunicación sometidos al poder son capaces de disimular el drama de un gobierno impotente, confundido y hecho trizas. El progresismo, después de la debacle del 8 M feminista, que producirá más muertos que tres años de violencia de género, está deprimido y escondido.
El confinamiento masivo de los españoles en nuestros hogares debería servirnos para reflexionar sobre nuestro sistema político, prostituido, resquebrajado, ineficaz y corrompido hasta la médula, inútil para construir grandeza y perfecto para crear miseria, dolor y desesperación. Todo el orgullo prepotente del mundo rico que vivíamos se derrumba. Si reflexionamos con cordura descubriremos que el virus que ataca a nuestros corazones y almas es mil veces más grave que el coronavirus que infecta nuestros pulmones. El mundo que nos han creado los políticos, a los que pagamos con toneladas de dinero, privilegios y poder, es una basura insolidaria, frágil, injusta y sin ninguna robustez moral.
Ojalá dentro de tres meses o cuatro, cuando salgamos del pozo del coronavirus y nos dispongamos a reconstruir el mundo, tengamos el valor de reorientarlo y cambiarlo de rumbo, creando un mundo en el que el poder sea de los mejores, de los más preparados y generosos, no de la actual chusma de políticos y partidos, todos ellos, en mayor o menor medida, corrompidos, enfrentados, minados por el egoísmo y fabricantes expertos de bajeza y basura.
Francisco Rubiales
La "dictadura" que trae consigo el "Estado de Alarma" pondrá fin, temporalmente, al desorden y el caos de las autonomías, convertidas en 17 estados, cada uno tirando de la cuerda en distinta dirección.
La dictadura para España suele ser una buena medicina, pero los dictadores designados ahora son un desastre peligroso y amenazante.
Podemos, con su ambición desmedida, superior, incluso, a la de Pedro Sánchez, estuvo a punto de dinamitar ayer el gobierno y de sumir a la nación española en una espiral de revolución y locura. Por esta vez parece que fue frenado, pero de la reunión de ayer, previa a la declaración de la Alarma, el gobierno surgió destrozado, por mucho que lo disimulen.
Pablo Iglesias, que acudió al Consejo de Ministros rompiendo la cuarentena, una actitud nada ejemplar que en Italia le habría costado la cárcel, lanzó a la ciudadanía española un mensaje miserable y ajeno a la ejemplaridad que debe tener el poder político en democracia. Si él no cumple con la cuarentena, ¿por qué vamos a confinarnos los demás?
Iglesias quería tomar el mando de la sanidad privada y de la producción de energía, una nacionalización encubierta de esos sectores vitales de la economía. Un tipo que propone eso en la Unión Europea debería estar encerrado. Por fortuna, la ministra Nadia Calviño, más que el propio Sánchez, le plantó cara y frenó sus desmanes, al menos por el momento.
Ante las cámaras apareció un Pedro Sánchez serio y demacrado, como si estuviera hundido y enfermo. Pronunció un discurso brillante, pero su figura carece de credibilidad y millones de españoles, cansados de ser engañados y maltratados, no le creyeron.
España está en un momento especialmente grave y preocupante. La peor crisis le sorprende con el peor de los gobiernos posibles. Toda nuestra armadura política, social, cultural y científica, está resquebrajada y por los suelos. Ese Estado al que los progres y la izquierda adoran como un dios moderno, demuestra tener los pies de barro. Ni si quiera el contubernio de los mendaces medios de comunicación sometidos al poder son capaces de disimular el drama de un gobierno impotente, confundido y hecho trizas. El progresismo, después de la debacle del 8 M feminista, que producirá más muertos que tres años de violencia de género, está deprimido y escondido.
El confinamiento masivo de los españoles en nuestros hogares debería servirnos para reflexionar sobre nuestro sistema político, prostituido, resquebrajado, ineficaz y corrompido hasta la médula, inútil para construir grandeza y perfecto para crear miseria, dolor y desesperación. Todo el orgullo prepotente del mundo rico que vivíamos se derrumba. Si reflexionamos con cordura descubriremos que el virus que ataca a nuestros corazones y almas es mil veces más grave que el coronavirus que infecta nuestros pulmones. El mundo que nos han creado los políticos, a los que pagamos con toneladas de dinero, privilegios y poder, es una basura insolidaria, frágil, injusta y sin ninguna robustez moral.
Ojalá dentro de tres meses o cuatro, cuando salgamos del pozo del coronavirus y nos dispongamos a reconstruir el mundo, tengamos el valor de reorientarlo y cambiarlo de rumbo, creando un mundo en el que el poder sea de los mejores, de los más preparados y generosos, no de la actual chusma de políticos y partidos, todos ellos, en mayor o menor medida, corrompidos, enfrentados, minados por el egoísmo y fabricantes expertos de bajeza y basura.
Francisco Rubiales
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