Hoy España no es tardofranquista porque Franco, españoles, ha muerto. España no es neofranquista porque Franco no ha regresado si, habiendo muerto, nunca se fue. España es ultrafranquista. El juancarlismo, el felipismo, el aznarismo y el zapaterismo son ultrafranquistas no porque añoren o desempolven lo más duro del duro invierno, sino porque están desarrollando el Régimen del Caudillo hasta donde por sí solo no pudo soñar que llegaría. En lugar de ultrafranquista, ¿el nuevo régimen podría ser metafranquista? No, lo cierto es que La Transición ni para bien ni para mal ha trascendido intelectual, espiritual o mediáticamente el franquismo; sencillamente lo ha prolongado como se prolonga en saga un producto cinematográfico de éxito, como se prolonga un beso que ya está siendo pensado.
Los euronautas del Renacimiento llevaban más allá del mar el ansia de la tierra porque de la tierra partían, porque tierra eran y en tierra se convertirían. Eran descubridores y conquistadores. Los cratonautas de la transición fueron más allá del franquismo partiendo del propio franquismo (pro y contra) para llevar más allá del mar, el mar de la libertad, el ímpetu del orden, el silencio y el nihilismo cateto que todo lo ve corrupto, todo imposible de cambiar y, si cambiante, sospechoso. Los oligarcas de la Monarquía y toda su cohorte de borregos y virreyes han ido al ultramar dictatorial sabiendo que no llegarían a tierra alguna. Plus ultra, el continente político ya estaba forjado. Sólo había que navegar sin destino o volver al punto de partida cambiándolo de nombre para fantasearse en Ítaca y gozar del poder-obediencia.
Y en ese lugar, el limbo franquista, estamos. Lo que en el franquismo de cuerpo presente era monolitismo paternal ahora es pluralismo monolítico. Y si el pluralismo en la sociedad civil puede querer decir ingenuidad, idiotez u oportunismo, en el Estado significa reparto. Nada ha cambiado tras las elecciones gallegas y vascas. Ni para las regiones ni para España. Nada. Los mismos grupúsculos se reparten en horizontal el poder de repartir, y después conceden verticalmente qué bienes -y cómo- se disfrutan.
Óscar Martínez
Los euronautas del Renacimiento llevaban más allá del mar el ansia de la tierra porque de la tierra partían, porque tierra eran y en tierra se convertirían. Eran descubridores y conquistadores. Los cratonautas de la transición fueron más allá del franquismo partiendo del propio franquismo (pro y contra) para llevar más allá del mar, el mar de la libertad, el ímpetu del orden, el silencio y el nihilismo cateto que todo lo ve corrupto, todo imposible de cambiar y, si cambiante, sospechoso. Los oligarcas de la Monarquía y toda su cohorte de borregos y virreyes han ido al ultramar dictatorial sabiendo que no llegarían a tierra alguna. Plus ultra, el continente político ya estaba forjado. Sólo había que navegar sin destino o volver al punto de partida cambiándolo de nombre para fantasearse en Ítaca y gozar del poder-obediencia.
Y en ese lugar, el limbo franquista, estamos. Lo que en el franquismo de cuerpo presente era monolitismo paternal ahora es pluralismo monolítico. Y si el pluralismo en la sociedad civil puede querer decir ingenuidad, idiotez u oportunismo, en el Estado significa reparto. Nada ha cambiado tras las elecciones gallegas y vascas. Ni para las regiones ni para España. Nada. Los mismos grupúsculos se reparten en horizontal el poder de repartir, y después conceden verticalmente qué bienes -y cómo- se disfrutan.
Óscar Martínez
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