(MILAGROS, UNA VIRGEN CON MÁS DE TREINTA)
Cierto joven picapedrero, un decatleta, otro sansón en edad de merecer, matrimonió con una profesora de Latín atractiva, “deshipante”, estupenda, tras apenas dos meses de noviazgo y a pesar de que ella, un par de días antes de formalizar el enlace, en un arranque de sinceridad, le confesó haber tenido hasta seis relaciones anteriores, más o menos serias; ergo, el del atlante fornido era el séptimo torso desnudo de varón sobre el que aquella hembra de bandera reclinaba su cabeza. Al macizo telamón no le importaron un ápice ni le importunaron una pizca tales antecedentes.
La noche de bodas, en la suite nupcial del hotel de cinco estrellas donde estaban hospedados, la recién casada le dijo a su marido:
-Cariño, tenme mucho Amor y pon sumo cuidado; que a la menda lerenda ninguno de sus novios logró rasgarle el himen o romperle el cántaro; que es virgo, vírginis, o sea.
Entre estático y extático, epatado y zumbón, por el comentario, a todas luces inopinado, el espeso esposo expuso:
-Lo siento, mi vida, pensé que (si exceptuábamos a las que aún llevan toca) ya no quedaban sobre la faz de la tierra vírgenes con más de treinta tacos.
-Querido, no seas intemperante ni insolente, que no te pega; y no te lo tomes a befa, que comparte significado y la segunda y postrera sílaba con mofa.
-Es que si no me lo tomo a broma, burla, choteo, guasa o pitorreo...
-Te lo explicaré, porque a veces, mi vida, me exasperas; o sea, me echas esas peras desde un olmo. Mi primer novio era gay, pero de los que aún no habían juzgado oportuno salir del armario. Con él, el sexo sólo fue oral; aunque más justo y apropiado sería decir y escribir que, específica y aun únicamente, verbal.
Mi segundo novio era un entusiasta universitario de sexto y último año o curso de Medicina, miembro del Opus Dei. Mi cuerpo sólo le sirvió para estudiar y examinar un poco más a fondo la anatomía femenina y poder superar con nota la asignatura de Ginecología y Obstetricia.
Mi tercer novio era un hijo de papá (o, mejor, de mamá -amén de mama-), obsesionado con la filatelia y mis senos y pezones, que no se cansaba de chupar (tal vez, para contrarrestar el hecho de no poder lamer sus sellos).
Mi cuarto novio, noviete más bien, era un jugador empedernido e incansable de sota, caballo y rey, o sea, mus, guiñote y chinchón. Que la menda lerenda recuerde, por mudar los roles enraizados, clásicos, nunca fui a buscarle a su casa, a no ser que su choza fuera o estuviera dentro del mismo bar de sus entretelas, donde echaba las horas vivas, pasaba las horas muertas y se dejaba la pasta gansa.
Mi quinto novio (segundo noviete) era un ludópata incorregible, sin remedio ni solución, pues nunca, ni bien ni mal, dejó que nadie le echara una mano. De las señeras rajas que fue un consumado perito fue de las ranuras por las que insertaba o introducía las monedas en las máquinas tragaperras. El muy cazurro me llegó a tachar de (ser) gafe y de ejercer sobre su buena estrella, fortuna o suerte una negativa, pésima, influencia.
Mi sexto y penúltimo novio era un fiel pe(s)cador del sexto, o sea, un obseso del sexo, un “golfo” de tomo y lomo, pero con las demás, con las otras, que le ordeñaban hasta la última gota; porque a mí me tenía a dieta, metida en una hornacina y subida en un pedestal, sí, pero a palo seco, doctorándome en propedéutica amatoria en casa.
He aquí la razón por la que accedí a casarme contigo, mi apuesto picapedrero, prenda, para ver si, de una (puñetera) vez (por todas), alguien se decide a llamar con su aldaba a mi portón y a meter el bálano de su dedo sin uña (que, en este caso, es y no es un ariete, una cabeza de ganado que resbala o res que bala), quiero decir la llave para abrir la alcancía de mi alcoba y, así, poder acceder a mi sanctasanctórum y pasar y (re)pasar su piedra preciosa por mis paredes, hasta quedar la suya enhiesta, reverberante, y dejar las mías, sin arrugas, limpias de polvo, paja y telarañas, satisfechísimas, o sea.
Ángel Sáez García
Cierto joven picapedrero, un decatleta, otro sansón en edad de merecer, matrimonió con una profesora de Latín atractiva, “deshipante”, estupenda, tras apenas dos meses de noviazgo y a pesar de que ella, un par de días antes de formalizar el enlace, en un arranque de sinceridad, le confesó haber tenido hasta seis relaciones anteriores, más o menos serias; ergo, el del atlante fornido era el séptimo torso desnudo de varón sobre el que aquella hembra de bandera reclinaba su cabeza. Al macizo telamón no le importaron un ápice ni le importunaron una pizca tales antecedentes.
La noche de bodas, en la suite nupcial del hotel de cinco estrellas donde estaban hospedados, la recién casada le dijo a su marido:
-Cariño, tenme mucho Amor y pon sumo cuidado; que a la menda lerenda ninguno de sus novios logró rasgarle el himen o romperle el cántaro; que es virgo, vírginis, o sea.
Entre estático y extático, epatado y zumbón, por el comentario, a todas luces inopinado, el espeso esposo expuso:
-Lo siento, mi vida, pensé que (si exceptuábamos a las que aún llevan toca) ya no quedaban sobre la faz de la tierra vírgenes con más de treinta tacos.
-Querido, no seas intemperante ni insolente, que no te pega; y no te lo tomes a befa, que comparte significado y la segunda y postrera sílaba con mofa.
-Es que si no me lo tomo a broma, burla, choteo, guasa o pitorreo...
-Te lo explicaré, porque a veces, mi vida, me exasperas; o sea, me echas esas peras desde un olmo. Mi primer novio era gay, pero de los que aún no habían juzgado oportuno salir del armario. Con él, el sexo sólo fue oral; aunque más justo y apropiado sería decir y escribir que, específica y aun únicamente, verbal.
Mi segundo novio era un entusiasta universitario de sexto y último año o curso de Medicina, miembro del Opus Dei. Mi cuerpo sólo le sirvió para estudiar y examinar un poco más a fondo la anatomía femenina y poder superar con nota la asignatura de Ginecología y Obstetricia.
Mi tercer novio era un hijo de papá (o, mejor, de mamá -amén de mama-), obsesionado con la filatelia y mis senos y pezones, que no se cansaba de chupar (tal vez, para contrarrestar el hecho de no poder lamer sus sellos).
Mi cuarto novio, noviete más bien, era un jugador empedernido e incansable de sota, caballo y rey, o sea, mus, guiñote y chinchón. Que la menda lerenda recuerde, por mudar los roles enraizados, clásicos, nunca fui a buscarle a su casa, a no ser que su choza fuera o estuviera dentro del mismo bar de sus entretelas, donde echaba las horas vivas, pasaba las horas muertas y se dejaba la pasta gansa.
Mi quinto novio (segundo noviete) era un ludópata incorregible, sin remedio ni solución, pues nunca, ni bien ni mal, dejó que nadie le echara una mano. De las señeras rajas que fue un consumado perito fue de las ranuras por las que insertaba o introducía las monedas en las máquinas tragaperras. El muy cazurro me llegó a tachar de (ser) gafe y de ejercer sobre su buena estrella, fortuna o suerte una negativa, pésima, influencia.
Mi sexto y penúltimo novio era un fiel pe(s)cador del sexto, o sea, un obseso del sexo, un “golfo” de tomo y lomo, pero con las demás, con las otras, que le ordeñaban hasta la última gota; porque a mí me tenía a dieta, metida en una hornacina y subida en un pedestal, sí, pero a palo seco, doctorándome en propedéutica amatoria en casa.
He aquí la razón por la que accedí a casarme contigo, mi apuesto picapedrero, prenda, para ver si, de una (puñetera) vez (por todas), alguien se decide a llamar con su aldaba a mi portón y a meter el bálano de su dedo sin uña (que, en este caso, es y no es un ariete, una cabeza de ganado que resbala o res que bala), quiero decir la llave para abrir la alcancía de mi alcoba y, así, poder acceder a mi sanctasanctórum y pasar y (re)pasar su piedra preciosa por mis paredes, hasta quedar la suya enhiesta, reverberante, y dejar las mías, sin arrugas, limpias de polvo, paja y telarañas, satisfechísimas, o sea.
Ángel Sáez García