Riqueza expositiva y argumental
Resulta meramente imposible (sería una temeridad y un evidente error de bulto disponerse a hacerlo) reducir las casi trescientas páginas de que consta “Políticos, los nuevos amos” (Editorial Almuzara, 2007), de Francisco Rubiales Moreno, a unas cuantas líneas.
La tesis que defiende y sostiene en este ensayo exuberante su documentado autor es que, si todo poder corrompe, el poder político absoluto corrompe absolutamente, hasta límites insospechados. El poder político, visto como caja de herramientas para ejercer el dominio y manantial o, mejor aún, tómbola de prebendas e iniquidades a gogó, es el mayor óbice para que se dé el progreso cívico y un enemigo a ultranza de la libertad y la auténtica democracia, la que pone al ciudadano en el centro o en la cúspide. Además, envilece tanto a quienes lo detentan como a quienes lo sufren sin rechistar, sin rebelarse ni revolverse, en definitiva, sin ruborizarse. El poder político, desde que el mundo es (in)mundo, apenas ha cambiado en lo sustancial, en lo tocante a su esencia, pues sigue siendo avieso, cruel, egoísta, elitista, insaciable y opresor. La democracia, la mejor forma de Gobierno ideada por el hombre, la más justa, tampoco ha conseguido erradicar los males que aquejan y anidan en el seno de ese vil poder. Tras varias civilizaciones y sendos fracasos, el orbe continúa dividido en dos grandes grupos humanos, el de los que tienen el poder y mandan, y el de los que aspiran o no a tenerlo y acatan las órdenes.
La democracia quizá haya triunfado como sistema de Gobierno, pero los efectos perniciosos superan a los benéficos. Éstos últimos son tan escasos que cabría aducir que la mentada ha fracasado estrepitosamente como torrente palingenésico, transformador.
Empero, Francisco Rubiales ve la luz de la utopía al final del túnel. Legiones de ciudadanos de a pie, forjados en las fraguas de la libertad, están colocando los pilares sobre los que se levantará una generación que traerá una regeneración completa, total, de la sociedad, y ayudará a aflorar una democracia diletante(sca), en la que rija el bien común y el interés general, en la que al oligarca se le tome por persona non grata y el poder deje de ser sojuzgador.
Texto aleccionador
Desocupado lector, le propongo el siguiente juego. Compre o pida a quien regenta la biblioteca a la que usted acostumbra a acudir con alguna frecuencia el libro que comento. Pruebe a abrirlo al azar, por donde le plazca, por las páginas que sean (no importa cuáles). Coloque, habiendo cerrado, eso sí, previamente los ojos, el dedo índice de su mano derecha en una de las dos páginas y lea el párrafo entero en cuestión. Le puedo asegurar que, por muchas pruebas que haga, cuantas veces lo intente, siempre, o sea, siempre encontrará en las líneas que conforman el susodicho parágrafo una lección. Lea, si no me cree, lo que servidor halló la primera vez que intentó tal cosa (segundo párrafo de la página 95): “Nadie duda de que el dominio abusivo sea una lacra que degrada al dominador, al dominado y a la propia humanidad. Al dominador por ejercerlo, al dominado por permitirlo y a la humanidad por no evitarlo. Pero no es menos cierto que ninguna otra cosa resulta tan atractiva al ser humano como poseer el poder para decidir sobre el destino y la vida de los demás. Exhibir ese poder supremo constituye la cumbre de la satisfacción humana, algo que convierte al ser humano en un remedo de Dios. Ese placer que emana del dominio es inigualable, superior a cualquier otro placer sobre la tierra. El poder es la primera de las pasiones humanas, la gran tentación del hombre, que, a veces, es capaz de todo a cambio de poseerlo, de aplastar a sus competidores y hasta de matar”.
Goce intelectual
Si a usted, desocupado lector, se le presenta la oportunidad, no la deje pasar de largo y/o escapar; acaricie y frecuente las páginas del libro cuyo título y autor obran arriba y tendrá la ocasión de corroborar en ellas lo que acaso usted ya intuía o sospechaba, que muchas democracias actuales siguen siendo meras oligarquías, controladas por grupos de poder político y económico, que practican un despotismo encubierto, trasnochado, sí, pero puesto al día, renovado, que sigue estando vigente por esta sola razón de peso, porque los ciudadanos, en lugar de defender sus conquistas y conservar el sistema político que menos les perjudicaba, se comportaron de manera cómoda o cobarde y no arrostraron la corrupción del sistema.
Coincido con Francisco Rubiales en que urge recuperar cuanto antes conceptos, prácticas y valores que rigieron en la Ciudad-Estado de Atenas durante el siglo V antes de Cristo, como el debate de ideas, la participación ciudadana, el autogobierno, la autogestión, el servicio a la comunidad, el apoyo recíproco y el tenaz control de quienes ostentan los poderes públicos (entre los que siempre podemos hallar a algún venal, que esté dispuesto a corromperse), que favorecerán el inicio de una verdadera regeneración democrática.
Recomiendo encarecidamente la compra y la (re)lectura del libro mencionado a los jóvenes (en edad y de espíritu), sobre todo, a los críticos, inconformistas y rebeldes. Ahora bien, les aviso y prevengo de que las prebendas, premios, privilegios, reconocimientos y sinecuras sólo cabe encontrarlas allí donde bulle el poder, en el terreno de lo políticamente correcto. En el predio de los resistentes e incontaminados las recompensas escasean y las desasosegante sensaciones de soledad y desolación se imponen, haciendo las veces de habitación. No obstante, a éstos les llena su capacidad de resiliencia, su resistencia a la opresión, su lucha por la libertad y su consideración de elite moral, aunque la sociedad les trate de “donnadies”, bien pertrechados de razones, sí, pero huérfanos de suerte.
Ángel Sáez García
Resulta meramente imposible (sería una temeridad y un evidente error de bulto disponerse a hacerlo) reducir las casi trescientas páginas de que consta “Políticos, los nuevos amos” (Editorial Almuzara, 2007), de Francisco Rubiales Moreno, a unas cuantas líneas.
La tesis que defiende y sostiene en este ensayo exuberante su documentado autor es que, si todo poder corrompe, el poder político absoluto corrompe absolutamente, hasta límites insospechados. El poder político, visto como caja de herramientas para ejercer el dominio y manantial o, mejor aún, tómbola de prebendas e iniquidades a gogó, es el mayor óbice para que se dé el progreso cívico y un enemigo a ultranza de la libertad y la auténtica democracia, la que pone al ciudadano en el centro o en la cúspide. Además, envilece tanto a quienes lo detentan como a quienes lo sufren sin rechistar, sin rebelarse ni revolverse, en definitiva, sin ruborizarse. El poder político, desde que el mundo es (in)mundo, apenas ha cambiado en lo sustancial, en lo tocante a su esencia, pues sigue siendo avieso, cruel, egoísta, elitista, insaciable y opresor. La democracia, la mejor forma de Gobierno ideada por el hombre, la más justa, tampoco ha conseguido erradicar los males que aquejan y anidan en el seno de ese vil poder. Tras varias civilizaciones y sendos fracasos, el orbe continúa dividido en dos grandes grupos humanos, el de los que tienen el poder y mandan, y el de los que aspiran o no a tenerlo y acatan las órdenes.
La democracia quizá haya triunfado como sistema de Gobierno, pero los efectos perniciosos superan a los benéficos. Éstos últimos son tan escasos que cabría aducir que la mentada ha fracasado estrepitosamente como torrente palingenésico, transformador.
Empero, Francisco Rubiales ve la luz de la utopía al final del túnel. Legiones de ciudadanos de a pie, forjados en las fraguas de la libertad, están colocando los pilares sobre los que se levantará una generación que traerá una regeneración completa, total, de la sociedad, y ayudará a aflorar una democracia diletante(sca), en la que rija el bien común y el interés general, en la que al oligarca se le tome por persona non grata y el poder deje de ser sojuzgador.
Texto aleccionador
Desocupado lector, le propongo el siguiente juego. Compre o pida a quien regenta la biblioteca a la que usted acostumbra a acudir con alguna frecuencia el libro que comento. Pruebe a abrirlo al azar, por donde le plazca, por las páginas que sean (no importa cuáles). Coloque, habiendo cerrado, eso sí, previamente los ojos, el dedo índice de su mano derecha en una de las dos páginas y lea el párrafo entero en cuestión. Le puedo asegurar que, por muchas pruebas que haga, cuantas veces lo intente, siempre, o sea, siempre encontrará en las líneas que conforman el susodicho parágrafo una lección. Lea, si no me cree, lo que servidor halló la primera vez que intentó tal cosa (segundo párrafo de la página 95): “Nadie duda de que el dominio abusivo sea una lacra que degrada al dominador, al dominado y a la propia humanidad. Al dominador por ejercerlo, al dominado por permitirlo y a la humanidad por no evitarlo. Pero no es menos cierto que ninguna otra cosa resulta tan atractiva al ser humano como poseer el poder para decidir sobre el destino y la vida de los demás. Exhibir ese poder supremo constituye la cumbre de la satisfacción humana, algo que convierte al ser humano en un remedo de Dios. Ese placer que emana del dominio es inigualable, superior a cualquier otro placer sobre la tierra. El poder es la primera de las pasiones humanas, la gran tentación del hombre, que, a veces, es capaz de todo a cambio de poseerlo, de aplastar a sus competidores y hasta de matar”.
Goce intelectual
Si a usted, desocupado lector, se le presenta la oportunidad, no la deje pasar de largo y/o escapar; acaricie y frecuente las páginas del libro cuyo título y autor obran arriba y tendrá la ocasión de corroborar en ellas lo que acaso usted ya intuía o sospechaba, que muchas democracias actuales siguen siendo meras oligarquías, controladas por grupos de poder político y económico, que practican un despotismo encubierto, trasnochado, sí, pero puesto al día, renovado, que sigue estando vigente por esta sola razón de peso, porque los ciudadanos, en lugar de defender sus conquistas y conservar el sistema político que menos les perjudicaba, se comportaron de manera cómoda o cobarde y no arrostraron la corrupción del sistema.
Coincido con Francisco Rubiales en que urge recuperar cuanto antes conceptos, prácticas y valores que rigieron en la Ciudad-Estado de Atenas durante el siglo V antes de Cristo, como el debate de ideas, la participación ciudadana, el autogobierno, la autogestión, el servicio a la comunidad, el apoyo recíproco y el tenaz control de quienes ostentan los poderes públicos (entre los que siempre podemos hallar a algún venal, que esté dispuesto a corromperse), que favorecerán el inicio de una verdadera regeneración democrática.
Recomiendo encarecidamente la compra y la (re)lectura del libro mencionado a los jóvenes (en edad y de espíritu), sobre todo, a los críticos, inconformistas y rebeldes. Ahora bien, les aviso y prevengo de que las prebendas, premios, privilegios, reconocimientos y sinecuras sólo cabe encontrarlas allí donde bulle el poder, en el terreno de lo políticamente correcto. En el predio de los resistentes e incontaminados las recompensas escasean y las desasosegante sensaciones de soledad y desolación se imponen, haciendo las veces de habitación. No obstante, a éstos les llena su capacidad de resiliencia, su resistencia a la opresión, su lucha por la libertad y su consideración de elite moral, aunque la sociedad les trate de “donnadies”, bien pertrechados de razones, sí, pero huérfanos de suerte.
Ángel Sáez García
Comentarios: