El juez Baltasar Garzón se declara incompetente en la causa abierta contra los crímenes del franquismo. Y todo después de haber desenterrado en muchos sitios la memoria del dolor histórico y exacerbado algunos odios durmientes en un buen número de españoles.
Es el momento de enfrentarse a esa tragedia nacional con una mirada distinta de la que quieren los políticos que miremos. Sí, es momento de enterrar a los muertos dignamente, de que sus familias saquen sus restos de las fosas anónimas y les den nombre. Hay que enterrarlos con la colaboración misericordiosa de todos para cerrar esa etapa definitivamente. Y hacerlo desde la grandeza que da el conocer una realidad histórica que nos avergüenza a todos sin excepción porque no hay justificaciones para nadie.
“El hijo de la tía pelona” era un insulto que escuché más de una vez en mi infancia (nací en 1946) que nada especial significaba hasta que descubrí su terrible significado. A las mujeres rojas -esposas, novias o simpatizantes de rojos- se les pelaba al cero y, después de hacerles beber aceite de ricino que les descomponía el vientre, se le paseaba por el pueblo entre el escarnio, la burla y el insulto de los que participaban en esa salvajada degradándolas y humillándolas. No cabe imaginarse el dolor, la rabia, la vergüenza y, tal vez, el odio contenido que esas mujeres arrastraron a partir de entonces.
Es un caso real que se repitió en muchos pueblos de España. Los vencedores, algunos vencedores -vae victis-, desde la cobardía que daba el saberse impunes cometieron todo tipo de tropelías. A qué recordar más.
“¡Ese es el cura de San Jerónimo!” y allí mismo, delante de su madre y su hermana, que trabajaban de porteras en una casa donde se había refugiado le pegaron dos tiros dejando tirado en la calle Conde de Ibarra el cadáver ensangrentado de un hijo y un hermano que vivió y trabajó en un barrio obrero de Sevilla. No cabe imaginarse el dolor, la rabia, la pena y, tal vez, el odio contenido esas mujeres arrastraron a partir de entonces.
Otro caso en días previos a la guerra civil, desde el otro bando. También en la cobardía que da el grupo gregario que subía al centro de la ciudad desde los barrios, donde nadie de la masa es responsable. A qué recordar más.
Sólo pedir que esta memoria nos recuerde siempre que la lucha fratricida, y todas lo son, es lo peor que puede pasar entre los hombres. Sólo pedir que esta memoria nos recuerde siempre que la vida de cada hombre es sagrada. Solo pedir que esta memoria nos recuerde que el respeto activo a la libertad de cada individuo es la base de la convivencia. Solo pedir que esta memoria nos recuerde que ningún hijo es responsable de las atrocidades de sus padres.
M. Vecino
Es el momento de enfrentarse a esa tragedia nacional con una mirada distinta de la que quieren los políticos que miremos. Sí, es momento de enterrar a los muertos dignamente, de que sus familias saquen sus restos de las fosas anónimas y les den nombre. Hay que enterrarlos con la colaboración misericordiosa de todos para cerrar esa etapa definitivamente. Y hacerlo desde la grandeza que da el conocer una realidad histórica que nos avergüenza a todos sin excepción porque no hay justificaciones para nadie.
“El hijo de la tía pelona” era un insulto que escuché más de una vez en mi infancia (nací en 1946) que nada especial significaba hasta que descubrí su terrible significado. A las mujeres rojas -esposas, novias o simpatizantes de rojos- se les pelaba al cero y, después de hacerles beber aceite de ricino que les descomponía el vientre, se le paseaba por el pueblo entre el escarnio, la burla y el insulto de los que participaban en esa salvajada degradándolas y humillándolas. No cabe imaginarse el dolor, la rabia, la vergüenza y, tal vez, el odio contenido que esas mujeres arrastraron a partir de entonces.
Es un caso real que se repitió en muchos pueblos de España. Los vencedores, algunos vencedores -vae victis-, desde la cobardía que daba el saberse impunes cometieron todo tipo de tropelías. A qué recordar más.
“¡Ese es el cura de San Jerónimo!” y allí mismo, delante de su madre y su hermana, que trabajaban de porteras en una casa donde se había refugiado le pegaron dos tiros dejando tirado en la calle Conde de Ibarra el cadáver ensangrentado de un hijo y un hermano que vivió y trabajó en un barrio obrero de Sevilla. No cabe imaginarse el dolor, la rabia, la pena y, tal vez, el odio contenido esas mujeres arrastraron a partir de entonces.
Otro caso en días previos a la guerra civil, desde el otro bando. También en la cobardía que da el grupo gregario que subía al centro de la ciudad desde los barrios, donde nadie de la masa es responsable. A qué recordar más.
Sólo pedir que esta memoria nos recuerde siempre que la lucha fratricida, y todas lo son, es lo peor que puede pasar entre los hombres. Sólo pedir que esta memoria nos recuerde siempre que la vida de cada hombre es sagrada. Solo pedir que esta memoria nos recuerde que el respeto activo a la libertad de cada individuo es la base de la convivencia. Solo pedir que esta memoria nos recuerde que ningún hijo es responsable de las atrocidades de sus padres.
M. Vecino
Comentarios: