Le ha dimitido la Comisión del Centenario en pleno y la afición grita en el estadio "Lopera vete ya", pero el presidente del Real Betis, que llegó a ser uno de los hombres más poderosos de Sevilla, se niega a marcharse, no entiende que está rodeado por la crisis y el rechazo y evidencia una decadencia patética, que está arrastrando hasta el foso al que llegó a ser uno de los clubes de fútbol más populares y atractivos de España.
Manuel Ruiz de Lopera pudo haber sido hasta alcalde de Sevilla en sus buenos tiempos, si se hubiera presentado a unas elecciones, pero hoy vive en la más triste decadencia, resistiendo como puede al frente del Betis, un club de su propiedad al que se aferra sin escrúpulos, a pesar del rechazo de la afición, quizás porque es la única manera de que un antiguo ditero y prestamista alcance brillo y proyección social en la ciudad de Sevilla.
Pero su estrella está claramente apagándose, víctima de sus engaños, maniobras y de su estilo de viejo señorito andaluz, decadente y trasnochado. Prometió que un día devolvería sus acciones a los béticos, pero hoy se aferra a ellas porque son su pasaporte para la popularidad y porque sigue pensando que el Betis le debe a él la supervivencia como club por haberlo salvado de la desaparición en la crisis de 1992. La gente le pide que venda sus acciones, que gane todo el dinero que pueda, pero que deje libre al Betis para que el equipo pueda afrontar el futuro con esperanza.
Es celoso como un turco con todo el que destaca en su entorno y, al igual que Mao Zedong, practica el proverbio chino de "clavo que sobresale, debe ser remachado". Ha puesto su nombre al antiguo estadio Benito Villamarín y, atiborrado de soberbia porque escuchó gritos de crítica en la afición, dejó la presidencia, abandonó el palco, puso a un presidente marioneta y se ha atrincherado en la propiedad de un club al que está arrastrando tristemente en su ocaso personal, plagado de errores.
La historia reciente del Real Betis, que llegó a ser el tercer club más atractivo de España, después del Real Madrid y el Barcelona, es un drama, como siempre lo son las historias de decadencia y hundimiento. De ser un club simpático y atractivo, portador de la hermosa leyenda del sufrimiento esforzado (manque pierda) y de la imagen del ave fenix que resurge de sus cenizas, el Betis, de la mano de Lopera, ha pasado a ser un club de risa, muchas veces ridículo y símbolo de las sumisiones esclavas heredadas del pasado y de aquella España rural y atrasada que se plasmaba en el grito de "¡Vivan las caenas!".
El grito de guerra del Loperismo ha sido "Lo que diga Don Manué", expresión de un partenalismo atrasado y caduco que ya sólo comparten algunos miles de béticos, el sector más inculto y lumperizado de una afición que se ha distinguido siempre por reclutar a escritores, poetas, toreros, artistas, intelectuales y gente andaluza libre y rebelde.
El problema del Betis no es su actual triste trayectoria deportiva, que amenaza con llevarlo a la Segunda División, sino el de un club secuestrado por su propietario, que tapona la renovación y que se aferra a la propiedad de las acciones sin entender que la masa social tiene un peso decisivo y que un club de fútbol no es una tienda de ultramarinos ni un negocio de préstamos.
Muchos béticos, indignados ante erl secuestro de su equipo, reclaman el boicot como única salida al drama, un boicot que deje vacío el estadio, destinado no a castigar al querido Betis, sino a su dueño y amo, Manuel Ruiz de Lopera, que se niega a vender sus acciones, consciente de que, sin el Betis, él sólo sería un antiguo ditero con dinero, pero sin reconocimiento ni prestigio en su ciudad.
Manuel Ruiz de Lopera pudo haber sido hasta alcalde de Sevilla en sus buenos tiempos, si se hubiera presentado a unas elecciones, pero hoy vive en la más triste decadencia, resistiendo como puede al frente del Betis, un club de su propiedad al que se aferra sin escrúpulos, a pesar del rechazo de la afición, quizás porque es la única manera de que un antiguo ditero y prestamista alcance brillo y proyección social en la ciudad de Sevilla.
Pero su estrella está claramente apagándose, víctima de sus engaños, maniobras y de su estilo de viejo señorito andaluz, decadente y trasnochado. Prometió que un día devolvería sus acciones a los béticos, pero hoy se aferra a ellas porque son su pasaporte para la popularidad y porque sigue pensando que el Betis le debe a él la supervivencia como club por haberlo salvado de la desaparición en la crisis de 1992. La gente le pide que venda sus acciones, que gane todo el dinero que pueda, pero que deje libre al Betis para que el equipo pueda afrontar el futuro con esperanza.
Es celoso como un turco con todo el que destaca en su entorno y, al igual que Mao Zedong, practica el proverbio chino de "clavo que sobresale, debe ser remachado". Ha puesto su nombre al antiguo estadio Benito Villamarín y, atiborrado de soberbia porque escuchó gritos de crítica en la afición, dejó la presidencia, abandonó el palco, puso a un presidente marioneta y se ha atrincherado en la propiedad de un club al que está arrastrando tristemente en su ocaso personal, plagado de errores.
La historia reciente del Real Betis, que llegó a ser el tercer club más atractivo de España, después del Real Madrid y el Barcelona, es un drama, como siempre lo son las historias de decadencia y hundimiento. De ser un club simpático y atractivo, portador de la hermosa leyenda del sufrimiento esforzado (manque pierda) y de la imagen del ave fenix que resurge de sus cenizas, el Betis, de la mano de Lopera, ha pasado a ser un club de risa, muchas veces ridículo y símbolo de las sumisiones esclavas heredadas del pasado y de aquella España rural y atrasada que se plasmaba en el grito de "¡Vivan las caenas!".
El grito de guerra del Loperismo ha sido "Lo que diga Don Manué", expresión de un partenalismo atrasado y caduco que ya sólo comparten algunos miles de béticos, el sector más inculto y lumperizado de una afición que se ha distinguido siempre por reclutar a escritores, poetas, toreros, artistas, intelectuales y gente andaluza libre y rebelde.
El problema del Betis no es su actual triste trayectoria deportiva, que amenaza con llevarlo a la Segunda División, sino el de un club secuestrado por su propietario, que tapona la renovación y que se aferra a la propiedad de las acciones sin entender que la masa social tiene un peso decisivo y que un club de fútbol no es una tienda de ultramarinos ni un negocio de préstamos.
Muchos béticos, indignados ante erl secuestro de su equipo, reclaman el boicot como única salida al drama, un boicot que deje vacío el estadio, destinado no a castigar al querido Betis, sino a su dueño y amo, Manuel Ruiz de Lopera, que se niega a vender sus acciones, consciente de que, sin el Betis, él sólo sería un antiguo ditero con dinero, pero sin reconocimiento ni prestigio en su ciudad.
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