¡Qué lastima de democracia! Es una palabra en su concepción tan sobada y maltratada, que casi llega a diluirse. Cualquier petimetre, procedente de las respectivas dictaduras fascistas y marxistas, cambiándose la chaqueta a tenor de los nuevos aires de los tiempos, se apresura a proclamarse “demócrata de toda la vida”; de toda la vida del dictador, se supone que quiere decir, que es lo que mamó y conoció.
El término democracia proviene de los vocablos griegos ‘demos’, pueblo y ‘kratos’, gobernación. Democracia, pues, es la doctrina política que establece el gobierno del pueblo; es un sistema en que el pueblo es sujeto activo de la política y de su futuro, pone y cambia sus gobernantes pacíficamente, de modo que la función del Poder Público ha de estar a su servicio; la participación del pueblo en la acción gubernativa se concreta en el sufragio y el control que ejerce sobre la política, la actuación de los partidos es sustituida por la participación activa de los ciudadanos, sin ello, no se puede hablar de verdadera democracia. Es la gente la que debe decidir y tomar las decisiones de lo que le concierne, con el apoyo de las instituciones del Estado, que sólo tienen que acatar las decisiones del pueblo y velar para que se cumplan, a través de instancias y organizaciones establecidas.
La verdadera democracia no existe aún en ningún país del mundo. Es algo que se debe ir formando, a medida que se van transformando las estructuras de la sociedad, a medida que vamos cambiando nuestra mentalidad, por lo general egoísta e individualista. Sin embargo, en la actualidad, el concepto de democracia no se limita al de una forma determinada de gobierno, sino también a un conjunto de reglas de conducta para la convivencia social y política. La democracia como estilo de vida es un modo de vivir basado en el respeto a la dignidad humana, la libertad y los derechos individuales y colectivos.
La democracia que observamos a nuestro alrededor es imperfecta; bien es verdad que toda obra de los hombres es imperfecta, aquí, en la existencia humana no existe la perfección. Desde la filosofía griega a nuestros días la teoría política se ha revestido de ropajes idealistas para dar solución a cuestiones reales; son apuntes éticos, que sin llegar al acierto, pueden soslayar bastantes errores. Las democracias conocidas no se acercan al modelo perfecto; hemos de decir que la española adolece de tal imperfección que casi se anula. La crisis económica está sirviendo de catalizador de las otras: la política, la judicial, la institucional, la educacional…
España es un país demasiado popular, demótico, aquí prima el que administra según el principio de necesitad: dar a cada uno lo que necesita, y no según el merito, su valía. La administración española, la que ejecuta la política, está llena de gente que manda, que decide y gestiona sin conocimiento ni mérito, con frecuencia se atropellan derechos, se promulgan enormes chapuzas legales, porque, nadie con poder para hacerlo, ha introducido racionalidad democrática en sus decisiones. Muchos de nuestros políticos, más visceralmente demóticos que racionalmente democráticos, no conocen el trabajo, ni tienen oficio alguno, ni estudios de nada y arrimados a la política ni se esmeraron ni se cultivaron; no saben hablar, por lo que tampoco pensar, ni decidir. Desconfían instintivamente del experto y del intelectual, a quien sólo “conceden crédito” y confianza, cuando les conviene o les es afín; en España, hoy, se puede ser ministro siendo un inútil incompetente. Los políticos aquí no asumen sus responsabilidades políticas, no están educados “en el quehacer sacrosanto” de realizar con rigor aquello que demanda el bien común.
C. Mudarra
El término democracia proviene de los vocablos griegos ‘demos’, pueblo y ‘kratos’, gobernación. Democracia, pues, es la doctrina política que establece el gobierno del pueblo; es un sistema en que el pueblo es sujeto activo de la política y de su futuro, pone y cambia sus gobernantes pacíficamente, de modo que la función del Poder Público ha de estar a su servicio; la participación del pueblo en la acción gubernativa se concreta en el sufragio y el control que ejerce sobre la política, la actuación de los partidos es sustituida por la participación activa de los ciudadanos, sin ello, no se puede hablar de verdadera democracia. Es la gente la que debe decidir y tomar las decisiones de lo que le concierne, con el apoyo de las instituciones del Estado, que sólo tienen que acatar las decisiones del pueblo y velar para que se cumplan, a través de instancias y organizaciones establecidas.
La verdadera democracia no existe aún en ningún país del mundo. Es algo que se debe ir formando, a medida que se van transformando las estructuras de la sociedad, a medida que vamos cambiando nuestra mentalidad, por lo general egoísta e individualista. Sin embargo, en la actualidad, el concepto de democracia no se limita al de una forma determinada de gobierno, sino también a un conjunto de reglas de conducta para la convivencia social y política. La democracia como estilo de vida es un modo de vivir basado en el respeto a la dignidad humana, la libertad y los derechos individuales y colectivos.
La democracia que observamos a nuestro alrededor es imperfecta; bien es verdad que toda obra de los hombres es imperfecta, aquí, en la existencia humana no existe la perfección. Desde la filosofía griega a nuestros días la teoría política se ha revestido de ropajes idealistas para dar solución a cuestiones reales; son apuntes éticos, que sin llegar al acierto, pueden soslayar bastantes errores. Las democracias conocidas no se acercan al modelo perfecto; hemos de decir que la española adolece de tal imperfección que casi se anula. La crisis económica está sirviendo de catalizador de las otras: la política, la judicial, la institucional, la educacional…
España es un país demasiado popular, demótico, aquí prima el que administra según el principio de necesitad: dar a cada uno lo que necesita, y no según el merito, su valía. La administración española, la que ejecuta la política, está llena de gente que manda, que decide y gestiona sin conocimiento ni mérito, con frecuencia se atropellan derechos, se promulgan enormes chapuzas legales, porque, nadie con poder para hacerlo, ha introducido racionalidad democrática en sus decisiones. Muchos de nuestros políticos, más visceralmente demóticos que racionalmente democráticos, no conocen el trabajo, ni tienen oficio alguno, ni estudios de nada y arrimados a la política ni se esmeraron ni se cultivaron; no saben hablar, por lo que tampoco pensar, ni decidir. Desconfían instintivamente del experto y del intelectual, a quien sólo “conceden crédito” y confianza, cuando les conviene o les es afín; en España, hoy, se puede ser ministro siendo un inútil incompetente. Los políticos aquí no asumen sus responsabilidades políticas, no están educados “en el quehacer sacrosanto” de realizar con rigor aquello que demanda el bien común.
C. Mudarra
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