Mucha gente movida por esta vacía izquierda radical ha huido de la fe por frialdad, dejadez o fatiga; puede tener sus justificaciones varias, pero, en último término, desvela el error de fondo interior de no reconocer a la Iglesia como el hogar de gracia, en el que nuestra humanidad mama la virtud y crece en el ejercicio de los valores cristianos y tradicionales que han enfundado durante siglos la consistencia de esta vieja Europa. La sociedad postmoderna imbuida del materialismo, hedonismo y relativismo, al verse cansada y desprovista del sustento espiritual y de los asideros morales, que apuntalan su estructura humana y social, se refugia en la agresividad y el egoísmo. Alejándose cada vez más del ámbito eclesial, busca consuelo en otras ofertas religiosas, que cree más solventes y efectivas, sin encontrarlo. Es que Jesús es “el camino y la verdad”. Jesucristo es la vida de la Iglesia; sólo en el cuerpo de la Iglesia encontramos a Cristo, al Cristo que habla del amor del Padre en el Evangelio y exhorta a las gentes: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”.
El novelista y dramaturgo francés, Georges Bernanos de hondas inquietudes religiosas, aunque militó en el seno del catolicismo, no anduvo propiciando complacencias y aplausos a los ámbitos eclesiales de su época, sin embargo, en alguna ocasión, en que tuvo que enfrentarse con la institución, a un amigo que se le acercó para felicitarlo por su valiente gesto, le contestó sin titubeo: "Si alguna vez me expulsaran volvería, para pedir que me dejaran permanecer siquiera en un rincón, ya que fuera de la Iglesia no podría ni tan siquiera respirar". En estas palabras, late un hermoso y sabio entronque con el misterio de la Iglesia y con el significado vital de profesar, por la gracia de Dios, la fe en Jesucristo.
El tedio, la pasividad y la deserción que muchos muestran hacia la Iglesia sólo se puede superar, arrodillándose con humildad, para dejar entrar en las profundidades del alma la palabra de Jesucristo expresa en el Evangelio, que resuena ante la faz fatigada de su Iglesia. Es la voz que perdona desde la cruz a los que lo crucifican y perdona a la adultera; la voz que consuela a la viuda de Naím, devolviéndole con misericordia, al hijo muerto; la voz que no se cansa de inculcar el amor infinito de Dios al hombre y el del hombre al prójimo. Si esta idea del perdón y del amor se hiciera realidad en la vida real del cristiano, el mundo sería otro. Es como decía Bernanos: “La mayor desgracia de este mundo no es que haya impíos, sino que nosotros seamos unos cristianos tan mediocres”
Es desechable el cansancio y el alejamiento de una Iglesia que es la casa en la que se vive y muere con fe, esperanza y caridad, rodeado de la amistad y la compañía perenne de Cristo. Una Iglesia que santifica a Francisco de Asís, a Juan de Dios, a Teresa de Calcuta, que predica que “Dios es amor” y que “la caridad es paciente, servicial, que no ofende, no se irrita, que todo lo excusa, lo cree todo, todo lo espera, todo lo tolera”, no puede causar hastío y rechazo, más que en quien esté, manejado, idiotizado o fuera de sí.
Así ha sido durante más de veinte siglos y así será hasta que el Señor vuelva.
C. Mudarra
El novelista y dramaturgo francés, Georges Bernanos de hondas inquietudes religiosas, aunque militó en el seno del catolicismo, no anduvo propiciando complacencias y aplausos a los ámbitos eclesiales de su época, sin embargo, en alguna ocasión, en que tuvo que enfrentarse con la institución, a un amigo que se le acercó para felicitarlo por su valiente gesto, le contestó sin titubeo: "Si alguna vez me expulsaran volvería, para pedir que me dejaran permanecer siquiera en un rincón, ya que fuera de la Iglesia no podría ni tan siquiera respirar". En estas palabras, late un hermoso y sabio entronque con el misterio de la Iglesia y con el significado vital de profesar, por la gracia de Dios, la fe en Jesucristo.
El tedio, la pasividad y la deserción que muchos muestran hacia la Iglesia sólo se puede superar, arrodillándose con humildad, para dejar entrar en las profundidades del alma la palabra de Jesucristo expresa en el Evangelio, que resuena ante la faz fatigada de su Iglesia. Es la voz que perdona desde la cruz a los que lo crucifican y perdona a la adultera; la voz que consuela a la viuda de Naím, devolviéndole con misericordia, al hijo muerto; la voz que no se cansa de inculcar el amor infinito de Dios al hombre y el del hombre al prójimo. Si esta idea del perdón y del amor se hiciera realidad en la vida real del cristiano, el mundo sería otro. Es como decía Bernanos: “La mayor desgracia de este mundo no es que haya impíos, sino que nosotros seamos unos cristianos tan mediocres”
Es desechable el cansancio y el alejamiento de una Iglesia que es la casa en la que se vive y muere con fe, esperanza y caridad, rodeado de la amistad y la compañía perenne de Cristo. Una Iglesia que santifica a Francisco de Asís, a Juan de Dios, a Teresa de Calcuta, que predica que “Dios es amor” y que “la caridad es paciente, servicial, que no ofende, no se irrita, que todo lo excusa, lo cree todo, todo lo espera, todo lo tolera”, no puede causar hastío y rechazo, más que en quien esté, manejado, idiotizado o fuera de sí.
Así ha sido durante más de veinte siglos y así será hasta que el Señor vuelva.
C. Mudarra
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