La corrupción en el PP, principal partido de la oposición, no es ya una acusación interesada del PSOE, ni el resultado del odio de un Juez camo Garzón, sino un hecho comprobado que introduce todavía más desesperación y angustia en la deteriorada democracia española. Hasta la alternancia ha dejado de ser una ilusión para los que desean la regeneración de esta patria, postrada y vapuleada por una clase política pésima y dañina.
Las acusaciones del juez Baltasar Garzón, que están siendo investigadas ahora por los tribunales superiores de Madrid y Valencia, junto con las investigaciones del periódico El Mundo ponen en evidencia que la corrupción no es un atributo exclusivo del PSOE y que el PP también está infectado hasta el tuétano.
El PP ha tirado por la borda su mejor patrimonio, el de ser considerado por la opinión pública española un partido menos corrupto que el PSOE, cuya historia está marcada por decenas de casos sonados de corrupción (FILESA, RENFE, Expo 92, Roldán, etc.). La débil y torpe dirección del PP ni siquiera sabe reaccionar con indignación y dureza frente a la corrupción, ni está siendo ejemplar a la hora de tomar medidas internas contra sus corruptos.
La conciencia de que los dos principales partidos políticos de España, los únicos con posibilidades de gobernar el país, están infectados por la corrupción genera un panorama sombrío y desesperante, especialmente entre los demócratas que consideraban la alternancia como una salida a la pésima situación actual, en la que el gobierno de Zapatero está conduciendo a España hacia el abismo, destruyendo su tejido productivo, llenándola de desempleados y pobres y generando una desconfianza en la ciudadanía que mina los cimientos del Estado y la nación.
La sociedad española está aprendiendo ahora 8quizás demasiado tarde) que la democracia no consiste en abrirles las puertas del poder a unos partidos políticos insaciables, como, irresponsablemente, hemos hecho desde la muerte de Franco. La verdadera democracia parte del principio de que la adición al poder es una enfermedad política a la que hay que poner remedio con decisión y fortaleza, como hicieron los demócratas griegos y romanos en la antiguedad, limitando los mandatos de los políticos, encerrando al Estado en una jaula con siete cerrojos y otorgando a la ciudadanía el poder suficiente para fiscalizar a los grandes poderes, vigilar a los políticos y castigarlos, si se tornan corruptos, ineptos o ineficientes.
A los demócratas españoles no les queda ya otra salida que luchar contra la partitocracia con todas sus fuerzas y no cesar hasta que la actual oligocracia de partidos sea sustituida por una democracia auténtica y limpia. Ya no queda otra esperanza que el cambio de un sistema que, a la larga, termina por corromperlo todo.
Las acusaciones del juez Baltasar Garzón, que están siendo investigadas ahora por los tribunales superiores de Madrid y Valencia, junto con las investigaciones del periódico El Mundo ponen en evidencia que la corrupción no es un atributo exclusivo del PSOE y que el PP también está infectado hasta el tuétano.
El PP ha tirado por la borda su mejor patrimonio, el de ser considerado por la opinión pública española un partido menos corrupto que el PSOE, cuya historia está marcada por decenas de casos sonados de corrupción (FILESA, RENFE, Expo 92, Roldán, etc.). La débil y torpe dirección del PP ni siquiera sabe reaccionar con indignación y dureza frente a la corrupción, ni está siendo ejemplar a la hora de tomar medidas internas contra sus corruptos.
La conciencia de que los dos principales partidos políticos de España, los únicos con posibilidades de gobernar el país, están infectados por la corrupción genera un panorama sombrío y desesperante, especialmente entre los demócratas que consideraban la alternancia como una salida a la pésima situación actual, en la que el gobierno de Zapatero está conduciendo a España hacia el abismo, destruyendo su tejido productivo, llenándola de desempleados y pobres y generando una desconfianza en la ciudadanía que mina los cimientos del Estado y la nación.
La sociedad española está aprendiendo ahora 8quizás demasiado tarde) que la democracia no consiste en abrirles las puertas del poder a unos partidos políticos insaciables, como, irresponsablemente, hemos hecho desde la muerte de Franco. La verdadera democracia parte del principio de que la adición al poder es una enfermedad política a la que hay que poner remedio con decisión y fortaleza, como hicieron los demócratas griegos y romanos en la antiguedad, limitando los mandatos de los políticos, encerrando al Estado en una jaula con siete cerrojos y otorgando a la ciudadanía el poder suficiente para fiscalizar a los grandes poderes, vigilar a los políticos y castigarlos, si se tornan corruptos, ineptos o ineficientes.
A los demócratas españoles no les queda ya otra salida que luchar contra la partitocracia con todas sus fuerzas y no cesar hasta que la actual oligocracia de partidos sea sustituida por una democracia auténtica y limpia. Ya no queda otra esperanza que el cambio de un sistema que, a la larga, termina por corromperlo todo.
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