Los únicos culpables de que el nacionalismo en España tenga un poder desmesurado son el PSOE y el PP, dos partidos que han pactado continuamente con los nacionalistas vascos y catalanes incrementando constantemente sus poderes a cambio de los votos que necesitaban para gobernar. Esa actitud, claramente de traición a los intereses de España, ha quedado siempre impune y ni siquiera ha sido castigada en las urnas por una ciudadanía a la que los partidos tienen secuestrada y confundida con mentiras, falsa propaganda y desinformación.
Las ventajas electorales de los nacionalistas tienen su origen en la corrupción intrínseca de los dos grandes partidos políticos españoles, PSOE y PP, que la pactaron en la Transición y garantizaron con una Ley Electoral que, a pesar de que esa injusticia es evidente, la mantiene en plena vigencia, otorgando a eso partidos un enorme poder de decisión en la política española.
El comportamiento claramente sedicioso y golpista de una parte importante del nacionalismo catalán ha convertido la eliminación de los privilegios electorales de los nacionalistas en una cuestión vital para la supervivencia de España como nación. Si tolerar la existencia en España de partidos que quieren romper la nación es absurdo, mucho más lo es todavía otorgar a esos partidos más ventajas que al resto, permitiéndoles alcanzar más poder con menos votos. España, contemplada desde la óptica electoral, es un país de imbéciles que benefician a sus enemigos.
Es intolerable que partidos que únicamente defienden una parte del territorio para obtener prebendas y privilegios a costa de los demás sean determinantes en la formación de los gobiernos.
Con la agudización del nacionalismo, convertido en independentismo y hasta en golpismo, el problema se ha acentuado hasta el punto de que hay ya partidos políticos que proponen ilegalizar a las formaciones que pretendan la destrucción de España, como hacen algunos países de nuestro entorno, a los que nadie discute su naturaleza puramente democrática.
La apertura de un gran debate sobre qué hacer con los independentismos y cómo salvar la nación de las agresiones de sus enemigos internos es urgente y saludable en una España que está en serio peligro de romperse que podría llegar al extremo de tener que defender su unidad con las armas en la mano.
Francisco Rubiales
Las ventajas electorales de los nacionalistas tienen su origen en la corrupción intrínseca de los dos grandes partidos políticos españoles, PSOE y PP, que la pactaron en la Transición y garantizaron con una Ley Electoral que, a pesar de que esa injusticia es evidente, la mantiene en plena vigencia, otorgando a eso partidos un enorme poder de decisión en la política española.
El comportamiento claramente sedicioso y golpista de una parte importante del nacionalismo catalán ha convertido la eliminación de los privilegios electorales de los nacionalistas en una cuestión vital para la supervivencia de España como nación. Si tolerar la existencia en España de partidos que quieren romper la nación es absurdo, mucho más lo es todavía otorgar a esos partidos más ventajas que al resto, permitiéndoles alcanzar más poder con menos votos. España, contemplada desde la óptica electoral, es un país de imbéciles que benefician a sus enemigos.
Es intolerable que partidos que únicamente defienden una parte del territorio para obtener prebendas y privilegios a costa de los demás sean determinantes en la formación de los gobiernos.
Con la agudización del nacionalismo, convertido en independentismo y hasta en golpismo, el problema se ha acentuado hasta el punto de que hay ya partidos políticos que proponen ilegalizar a las formaciones que pretendan la destrucción de España, como hacen algunos países de nuestro entorno, a los que nadie discute su naturaleza puramente democrática.
La apertura de un gran debate sobre qué hacer con los independentismos y cómo salvar la nación de las agresiones de sus enemigos internos es urgente y saludable en una España que está en serio peligro de romperse que podría llegar al extremo de tener que defender su unidad con las armas en la mano.
Francisco Rubiales
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