Los cuatro últimos años del gobierno de Aznar y los dos primeros del de Zapatero han sido terribles para la política española. En los últimos seis años, los irresponsables que han gobernado España han demolido buena parte de la confianza de los españoles en los políticos y hasta en el sistema democrático, llenando de sombras y amenazas el futuro del país.
Hace apenas dos décadas, los españoles eran los europeos con más fe en la democracia, pero hoy figuran ya entre los más decepcionados. Nuestros políticos son los culpables de ese enorme deterioro, consumado en tiempo record.
Cada día son menos los españoles que creen que el sistema que nos rige sea una auténtica democracia. Para comprobarlo, basta con preguntar a nuestros amigos y conocidos si creen que España es una democracia. Formular esa pregunta hace tan sólo diez años era ridículo porque la respuestas masivas serían "Si", pero ahora las cosas han cambiado y las respuestas son desoladoras. Mi sondeo personal arroja un triste 90 por ciento de gente que no cree que España sea una democracia y más de la mitad que empieza a no sentirse representada por los políticos.
Claro que esos resultados se dan en los sectores más cultos y sensibles de la sociedad, en gente informada que es capaz de analizar y extraer conclusiones con bastante independencia. La gran masa sigue todavía dentro del sistema, aunque cada día con menos confianza y más distante de los desprestigiados políticos y de sus partidos. Sin embargo, aunque los decepcionados sean todavía una clara minoría, esas elites intelectuales y sociales poseen una enorme capacidad de influencia y la experiencia demuestra que siempre terminan contagiando al resto de la sociedad.
¿Cómo es posible creer que España es una democracia cuando cada día son más evidentes las violaciones que los partidos políticos están perpetrando a las reglas del juego? ¿Existe algún freno al poder de los partidos? ¿Acaso existe independencia de los poderes básicos del Estado? ¿No es evidente que los partidos han invadido esos poderes y pugnan hoy por controlar el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial? ¿No es también evidente que muchas instituciones están siendo utilizadas como "cementerios de elefantes", donde políticos amortizados y amigos del poder cobran altos sueldos sin que aporten nada al bien común? ¿No es obvio que la sociedad civil está acosada por los partios políticos, que lo han invadido todo y que controlan hoy reductos y centros de la sociedad civil en los que nunca, por profilaxis, deberían haber entrado, como cajas de ahorros, universidades, sindicatos, asociaciones, fundaciones, clubes, cofradías, medios de comunicación y un largo etcétera?.
¿No faltan garantías procesales? ¿No es evidente que los partidos no se ruborizan cuando nombran magistrados y controlan a la Fiscalía? ¿No está contemplando la sociedad, avergonzada, cómo las leyes se tornan flexibles y se aplican con benevolencia a los terroristas, siguiendo instrucciones del gobierno? ¿No produce nauseas el espectáculo nacional de la corrupción política? ¿Por qué no van a la cárcel los políticos que se hacen multimillonarios en cuatro años con un sueldo de tres o cuatro mil euros? ¿Quién cree ya en la igualdad? ¿Donde están la fraternidad y los otros valores básicos? ¿No está la libertad, reina de los valores democráticos, cada día más mediatizada por el poder?
El espectáculo de la política se ha vuelto tan frustrante que los españoles empiezan a perder confianza en el sistema y, sin confianza, no puede haber democracia. Los partidos buscan con obsesión maligna el poder por el poder. La burocracia crece como el cáncer, mientras los españoles están convencidos de que las administraciones públicas pueden disminuirse diez veces sin que el país pierda capacidad de gestión.
Los cuatro últimos años de Aznar fueron nefastos y sirvieron para demostrar al ciudadano que el poder político, presuntamente democrático, funcionaba al margen del pueblo y sólo respondía a sus propios intereses. Aznar nos implicó en una guerra, la de Irak, en contra la la obvia mayoría de los españoles y se hizo arrogante, no sólo porque casara a su hija en el Escorial con un estilo de marajá, sinoi porque adquirió la fea costumbre de demonizar al adversario, de convertir en piltrafa a todo el que le criticase, olvidando que la critica al gobierno es el acto más saludable y terapeutico para una democracia auténtica.
Pero los dos años largos de Zapatero han servido para demostrar a los españoles que el problema no es de un partido o de otro, sino de nuestro sistema, que ha dejado de ser democrático y no funciona. La arrogancia de Zapatero no ha sido inferior a la de su predecesor. Ha ocultado información, ha tergiversado y manipulado la opinión pública y ha imitado a Aznar en su marginación del ciudadano cuando, en contra de la mayoría, ha roto el pacto antiterrorista y ha aprobado un Estatuto catalán antidemocrático, insolidario e inconstitucional, que, además, otorga privilegios a una región y dinamita la igualdad de los pueblos de España. No ha sido inferior al bigotudo de derechas en la forma como ha desarrollado la negociación con ETA, donde lo más grave ni siquiera ha sido la postración débil del Estado ante los asesinos, sino la escandalosa ausencia de claridad, de luz y de esos taquígrafos que la democracia necesita para existir y que Zapatero suprime o compra.
La reacción ante ese deterioro, lógica, es que las filas de los que creian en la democracia española se están diezmando, mientras las filas de los decepcionados y frustrados que no se sienten ya ni representados ni parte del proyecto se hacen más densas.
Hace apenas dos décadas, los españoles eran los europeos con más fe en la democracia, pero hoy figuran ya entre los más decepcionados. Nuestros políticos son los culpables de ese enorme deterioro, consumado en tiempo record.
Cada día son menos los españoles que creen que el sistema que nos rige sea una auténtica democracia. Para comprobarlo, basta con preguntar a nuestros amigos y conocidos si creen que España es una democracia. Formular esa pregunta hace tan sólo diez años era ridículo porque la respuestas masivas serían "Si", pero ahora las cosas han cambiado y las respuestas son desoladoras. Mi sondeo personal arroja un triste 90 por ciento de gente que no cree que España sea una democracia y más de la mitad que empieza a no sentirse representada por los políticos.
Claro que esos resultados se dan en los sectores más cultos y sensibles de la sociedad, en gente informada que es capaz de analizar y extraer conclusiones con bastante independencia. La gran masa sigue todavía dentro del sistema, aunque cada día con menos confianza y más distante de los desprestigiados políticos y de sus partidos. Sin embargo, aunque los decepcionados sean todavía una clara minoría, esas elites intelectuales y sociales poseen una enorme capacidad de influencia y la experiencia demuestra que siempre terminan contagiando al resto de la sociedad.
¿Cómo es posible creer que España es una democracia cuando cada día son más evidentes las violaciones que los partidos políticos están perpetrando a las reglas del juego? ¿Existe algún freno al poder de los partidos? ¿Acaso existe independencia de los poderes básicos del Estado? ¿No es evidente que los partidos han invadido esos poderes y pugnan hoy por controlar el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial? ¿No es también evidente que muchas instituciones están siendo utilizadas como "cementerios de elefantes", donde políticos amortizados y amigos del poder cobran altos sueldos sin que aporten nada al bien común? ¿No es obvio que la sociedad civil está acosada por los partios políticos, que lo han invadido todo y que controlan hoy reductos y centros de la sociedad civil en los que nunca, por profilaxis, deberían haber entrado, como cajas de ahorros, universidades, sindicatos, asociaciones, fundaciones, clubes, cofradías, medios de comunicación y un largo etcétera?.
¿No faltan garantías procesales? ¿No es evidente que los partidos no se ruborizan cuando nombran magistrados y controlan a la Fiscalía? ¿No está contemplando la sociedad, avergonzada, cómo las leyes se tornan flexibles y se aplican con benevolencia a los terroristas, siguiendo instrucciones del gobierno? ¿No produce nauseas el espectáculo nacional de la corrupción política? ¿Por qué no van a la cárcel los políticos que se hacen multimillonarios en cuatro años con un sueldo de tres o cuatro mil euros? ¿Quién cree ya en la igualdad? ¿Donde están la fraternidad y los otros valores básicos? ¿No está la libertad, reina de los valores democráticos, cada día más mediatizada por el poder?
El espectáculo de la política se ha vuelto tan frustrante que los españoles empiezan a perder confianza en el sistema y, sin confianza, no puede haber democracia. Los partidos buscan con obsesión maligna el poder por el poder. La burocracia crece como el cáncer, mientras los españoles están convencidos de que las administraciones públicas pueden disminuirse diez veces sin que el país pierda capacidad de gestión.
Los cuatro últimos años de Aznar fueron nefastos y sirvieron para demostrar al ciudadano que el poder político, presuntamente democrático, funcionaba al margen del pueblo y sólo respondía a sus propios intereses. Aznar nos implicó en una guerra, la de Irak, en contra la la obvia mayoría de los españoles y se hizo arrogante, no sólo porque casara a su hija en el Escorial con un estilo de marajá, sinoi porque adquirió la fea costumbre de demonizar al adversario, de convertir en piltrafa a todo el que le criticase, olvidando que la critica al gobierno es el acto más saludable y terapeutico para una democracia auténtica.
Pero los dos años largos de Zapatero han servido para demostrar a los españoles que el problema no es de un partido o de otro, sino de nuestro sistema, que ha dejado de ser democrático y no funciona. La arrogancia de Zapatero no ha sido inferior a la de su predecesor. Ha ocultado información, ha tergiversado y manipulado la opinión pública y ha imitado a Aznar en su marginación del ciudadano cuando, en contra de la mayoría, ha roto el pacto antiterrorista y ha aprobado un Estatuto catalán antidemocrático, insolidario e inconstitucional, que, además, otorga privilegios a una región y dinamita la igualdad de los pueblos de España. No ha sido inferior al bigotudo de derechas en la forma como ha desarrollado la negociación con ETA, donde lo más grave ni siquiera ha sido la postración débil del Estado ante los asesinos, sino la escandalosa ausencia de claridad, de luz y de esos taquígrafos que la democracia necesita para existir y que Zapatero suprime o compra.
La reacción ante ese deterioro, lógica, es que las filas de los que creian en la democracia española se están diezmando, mientras las filas de los decepcionados y frustrados que no se sienten ya ni representados ni parte del proyecto se hacen más densas.
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