Es una palabra prohibida y maldita para el mundo "progre" de lo políticamente correcto. Ellos, los moralistas beatos de la izquierda, afirman, convencidos, que quien discrimina, pierde el derecho a ser respetado. Más de una carrera política y profesional ha sido fulminada por causa de la "discriminación". Más les habría valido convertirse en defensores de la igualdad, la solidaridad y la integración, valores consagrados por la nueva beatería intolerante que milita en las filas de la izquierda.
Y, sin embargo, el derecho a discriminar es uno de los derechos humanos básicos. Discriminar no es otra cosa que elegir y rechazar, algo que todos los humanos hacemos decenas de veces cada día. Discriminar es el derecho a tener simpatías y antipatías, el derecho a elegir amigos a preferir a unas personas, ideas o cosas sobre otras.
Discriminar es un acto puro de libertad, perfectamente natural y justo, siempre que no viole los derechos básicos de los demás.
Negar el derecho a discriminar es aceptar un mundo donde no pueden elegirse los amigos, ni la pareja, o estar obligado a soportar a indeseables y malvados.
Los beatos de izquierda deberían considerar que un mundo que rechaza la discriminación es un mundo sin libertad de elegir, todo una antesala del totalitarismo plena de tensiones y conflictos latentes.
¿Por qué la palabra "discriminación" es rechazada con furia por la beatería izquierdista? La única razón es que el Estado, en lugar de limitarse a definir y proteger los derechos básicos del individuo, se ha atribuido multitud de derechos y funciones, por cuenta propia. Nunca habrá armonía ni consenso mientras esa élite política que controla el poder en nombre de la mayoría se considere con derecho a imponer su voluntad a millones de ciudadanos, cada uno con sus ideas, simpatías, esperanzas y sueños.
La única manera de escapar del totalitarismo y de esa beatería que actúa como mamporrera del Estado fuerte e intervencionista es devolver al Estado su natural dimensión de guardián nocturno que sólo tiene derecho a actuar en caso de conflicto o drama, dejando al ciudadano que viva y organice su vida en sociedad.
Y, sin embargo, el derecho a discriminar es uno de los derechos humanos básicos. Discriminar no es otra cosa que elegir y rechazar, algo que todos los humanos hacemos decenas de veces cada día. Discriminar es el derecho a tener simpatías y antipatías, el derecho a elegir amigos a preferir a unas personas, ideas o cosas sobre otras.
Discriminar es un acto puro de libertad, perfectamente natural y justo, siempre que no viole los derechos básicos de los demás.
Negar el derecho a discriminar es aceptar un mundo donde no pueden elegirse los amigos, ni la pareja, o estar obligado a soportar a indeseables y malvados.
Los beatos de izquierda deberían considerar que un mundo que rechaza la discriminación es un mundo sin libertad de elegir, todo una antesala del totalitarismo plena de tensiones y conflictos latentes.
¿Por qué la palabra "discriminación" es rechazada con furia por la beatería izquierdista? La única razón es que el Estado, en lugar de limitarse a definir y proteger los derechos básicos del individuo, se ha atribuido multitud de derechos y funciones, por cuenta propia. Nunca habrá armonía ni consenso mientras esa élite política que controla el poder en nombre de la mayoría se considere con derecho a imponer su voluntad a millones de ciudadanos, cada uno con sus ideas, simpatías, esperanzas y sueños.
La única manera de escapar del totalitarismo y de esa beatería que actúa como mamporrera del Estado fuerte e intervencionista es devolver al Estado su natural dimensión de guardián nocturno que sólo tiene derecho a actuar en caso de conflicto o drama, dejando al ciudadano que viva y organice su vida en sociedad.
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