La "manada" está de moda en España y, aunque no con tanta intensidad, también en otros muchos paises del mundo. La gente, cada día más presa del miedo y la desconfianza en el mundo actual, se asocia a partidos políticos para sentirse fuerte en la manada. La militancia y la adhesión sometida a esos grandes rebaños que son los partidos políticos modernos, algo que podría ser un valioso recurso de la democracia, se ha convertido en una de las facetas más tristes de la cultura política presente, en un refugio para multitudes acobardadas que entregan la voluntad y la libertad de pensar al pastor.
Desgraciadamente, los seres libres son cada día más escasos y la multitud asustada tiende a pasar por alto aquello que repetía Martín Luther King: “Nadie se nos montará encima si no doblamos la espalda”.
No sólo los débiles, sino también los mediocres tienden a diluir su identidad en la manada, buscando en ella donde sentirse parte de un todo más fuerte y dominante. Para el débil, el partido político es un sitio donde sentirse seguro, mientras que para el mediocre es la única manera de destacar en la sociedad y de ocupar posiciones que nunca alcanzaría en el mercado y en la libre competencia.
Esas son las razones que explican por qué son tantos los que se someten, los que se integran en la manada, aunque a cambio tengan que doblegarse ante los líderes y entregarles sus tres mayores tesoros: la libertad, la voluntad y los principios y valores.
Es difícil encontrar un sólo caso de individuo fuerte o que destaque por su inteligencia que se haya integrado con éxito en una de las manadas políticas, dentro de la cual hay que deblegarse ante los líderes y practicar el servilismo, llamado lealtad, renunciando a la libertad de pensar, de criticar y de discernir. Cuando alguien bien dotado de inteligencia y voluntad ha entrado por error, suele escapar pronto, dando un portazo.
La gente que se siente fuerte e inteligente, incapaz de someterse a los criterios, caprichos y designios de los que dirigen la manada, prefiere dedicarse a otras tareas profesionales, en las que puedan desarrollar sus capacidades con libertad, sin humillaciones ni ridículos obstáculos.
Para ser militante político en estas democracias degradadas es necesario sentirse a gusto en la manada y amar el redil. Ya lo decía Ortega y Gasset: "la clase política española es mansurrona y lanar".
El predominio de la manada sobre el individuo convierte en incompatible la ciudadanía con la política. El ciudadano, que es por definición un ser libre, pensante, crítico, con capacidad de autogobierno, cumplidor de sus deberes, exigente con sus derechos e incapaz de entregar su más preciado tesoro, la voluntad política, dificilmente podría militar en un partido político.
Así se consuma la que quizás sea la mayor tragedia de nuestra política: el que la ciudadanía sea incompatible con el tipo de política que ha impuesto la partitocracia, basada en la existencia de pastores mediocres y caprichosos, los cuales deben ser obedecidos con ceguera y sometimiento por rebaños domesticados.
El "éxito de la manada" es la única teoría que explica situaciones políticas que parecen incomprensibles. El silencio cómplice y cobarde de la manada explica que el militante nunca se rebele, ni siquiera cuando sus líderes implican a la nación, contra la voluntad mayoritaria de los españoles, en una guerra imperialista como la de Iraq, o cuando pactan con etarras o sellan alianzas contra natura con nacionalistas extremos e independentistas, con los que no existe otra coincidencia ideológica que el rastrero reparto del poder.
Desgraciadamente, los seres libres son cada día más escasos y la multitud asustada tiende a pasar por alto aquello que repetía Martín Luther King: “Nadie se nos montará encima si no doblamos la espalda”.
No sólo los débiles, sino también los mediocres tienden a diluir su identidad en la manada, buscando en ella donde sentirse parte de un todo más fuerte y dominante. Para el débil, el partido político es un sitio donde sentirse seguro, mientras que para el mediocre es la única manera de destacar en la sociedad y de ocupar posiciones que nunca alcanzaría en el mercado y en la libre competencia.
Esas son las razones que explican por qué son tantos los que se someten, los que se integran en la manada, aunque a cambio tengan que doblegarse ante los líderes y entregarles sus tres mayores tesoros: la libertad, la voluntad y los principios y valores.
Es difícil encontrar un sólo caso de individuo fuerte o que destaque por su inteligencia que se haya integrado con éxito en una de las manadas políticas, dentro de la cual hay que deblegarse ante los líderes y practicar el servilismo, llamado lealtad, renunciando a la libertad de pensar, de criticar y de discernir. Cuando alguien bien dotado de inteligencia y voluntad ha entrado por error, suele escapar pronto, dando un portazo.
La gente que se siente fuerte e inteligente, incapaz de someterse a los criterios, caprichos y designios de los que dirigen la manada, prefiere dedicarse a otras tareas profesionales, en las que puedan desarrollar sus capacidades con libertad, sin humillaciones ni ridículos obstáculos.
Para ser militante político en estas democracias degradadas es necesario sentirse a gusto en la manada y amar el redil. Ya lo decía Ortega y Gasset: "la clase política española es mansurrona y lanar".
El predominio de la manada sobre el individuo convierte en incompatible la ciudadanía con la política. El ciudadano, que es por definición un ser libre, pensante, crítico, con capacidad de autogobierno, cumplidor de sus deberes, exigente con sus derechos e incapaz de entregar su más preciado tesoro, la voluntad política, dificilmente podría militar en un partido político.
Así se consuma la que quizás sea la mayor tragedia de nuestra política: el que la ciudadanía sea incompatible con el tipo de política que ha impuesto la partitocracia, basada en la existencia de pastores mediocres y caprichosos, los cuales deben ser obedecidos con ceguera y sometimiento por rebaños domesticados.
El "éxito de la manada" es la única teoría que explica situaciones políticas que parecen incomprensibles. El silencio cómplice y cobarde de la manada explica que el militante nunca se rebele, ni siquiera cuando sus líderes implican a la nación, contra la voluntad mayoritaria de los españoles, en una guerra imperialista como la de Iraq, o cuando pactan con etarras o sellan alianzas contra natura con nacionalistas extremos e independentistas, con los que no existe otra coincidencia ideológica que el rastrero reparto del poder.
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