El Voto en Blanco está creciendo en todos los países democráticos y se convierte en símbolo de la resistencia de los ciudadanos a la partitocracia y en bandera de la regeneración democrática.
El voto en blanco, interpretado como un rechazo a los políticos y a sus programas, pero no a la democracia, que se acepta, gana adeptos cada día y es considerado por muchos como una protesta ejemplar y como la mejor manera de rechazar la corrupción y los abusos del sistema oligárquico de partidos políticos, que se ha consolidado tras la II Guerra Mundial y que ha degenerado profundamente la democracia.
Los defensores del Voto en Blanco argumentan que el mayor mal que nos azota no es el mal gobierno, sino la degeneración de la democracia, transformada sutilmente y a espaldas del ciudadano en una partitocracia oligárquica, donde los ciudadanos han sido expulsados de la política y sustituidos por políticos profesionales ávidos de poder y de privilegios.
Afirman que lo grave no es que gobierne un partido u otro, sino la degradación del propio sistema. Cualquier intento de avanzar hacia una democracia auténtica se encuentra con la oposición real de una casta política profesional, que vive de la política con privilegios y poderes ilícitos, abrazada a prácticas seudo-representativas y demagógicas que ya los griegos bautizaron como “oligocracia”.
El voto en blanco se alza cada día más como la opción de protesta más seria y consistente, superior a la abstención porque es activa y nunca puede confundirse con el pasotismo o la indiferencia política. Los que votan en blanco acuden a las urnas y depositan su voto, pero lo hacen sin elegir a nadie, como símbolo de su rechazo a la degradación de la democracia, al abuso de poder, a la corrupción, al mal gobierno y al fracaso de la casta de políticos profesionales que se ha atrincherado en el sistema.
Los partidarios del voto en blanco piensan que la abstención es ambigua y coloca en el mismo saco a los que pretestan, a los indiferentes y a los enemigo de la democracia, todos ellos "ausentes" de las urnas, pero sin especificar las razones de esa ausencia.
Los políticos saben que el voto en blanco es su verdadero enemigo y por eso lo devaluan y, arbitrariamente, lo dejan sin la representación que merece. En una democracia uténtica, los votos en blanco deberían traducirse en escaños parlamentarios vacios, símbolo de la protesta y del rechazo de los ciudadanos soberanos. Esos escaños vacíos tendrían un efecto terapeutico sobre el sistema y ejercerían una presión positiva para que los políticos y sus partidos cumplieran con sus deberes y abandonaran sus frecuentes practicas antidemocráticas.
Castigar a un partido votando al contrario no arregla el problema, ni mejora un ápice la democracia. Sólo se sustituye a un partido por otro. Ni siquiera se perjudica gravemente a los perdedores. Mientras votemos a la oposición para castigar al gobierno, seguimos alimentando el sistema y aportándole una legitimidad que no merece. En la práctica, estamos beneficiando a todos los partidos que viven del sistema. El partido que gana obtiene como premio el gobierno, pero los que pierden van a la oposición, donde también ellos han creado beneficios y privilegios: dinero público para el partido, sueldos pagados por los ciudadanos, coches oficiales y participación, como cuota, en instituciones y empresas públicas o dominadas por el poder político.
Si creemos que la democracia está hoy bloqueada por la partitocracia, el voto en blanco es la mejor opción porque ese voto lanza un claro mensaje al sistema: “somos demócratas y queremos democracia, pero no la vuestra, la que negáis o corrompéis, sino una democracia auténtica, limpia, en la que el ciudadano controle a los poderes y participe en los procesos de toma de decisiones”.
Votar en blanco es decirle a los polítiicos que la única democracia que nos interesa es la que se basa en la soberanía popular y se define como “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Votar en blanco es rechazar a los actuales caciques políticos y decirles que dejen de hablar en nombre de la democracia, que somos ciudadanos, no súbditos, que sin ciudadanos, sin atender permanentemente a la opinión ciudadana y sin ganarse cada día la confianza de los votantes, la democracia no existe y que lo que ellos están haciendo es apoyarse en una falsa democracia para ejercer un dominio depravado, gozar de privilegios injustos y conducir a la Nación a la catástrofe.
Es evidente que las actuales oligarquías políticas son plenamente conscientes de que el único voto que les hace daño y que pone en peligro su cuidado sistema de privilegios y dominio es el voto en blanco. Por eso lo han devaluado y por eso, arbitrariamente, lo han despojado de representación. Si los ciudadanos quieren que existan escaños vacios, ¿en base a qué criterios se les contradice?
Sólo hay una respuesta: los oligarcas quieren silenciar la protesta y evitar por todos los medios la imagen acusadora de esos escaños vacíos, testimonio palpable del rechazo ciudadano al Estado oligárquico de partidos, a la corrupción, al abuso del poder y a los muchos privilegios injustificados.
El voto en blanco, interpretado como un rechazo a los políticos y a sus programas, pero no a la democracia, que se acepta, gana adeptos cada día y es considerado por muchos como una protesta ejemplar y como la mejor manera de rechazar la corrupción y los abusos del sistema oligárquico de partidos políticos, que se ha consolidado tras la II Guerra Mundial y que ha degenerado profundamente la democracia.
Los defensores del Voto en Blanco argumentan que el mayor mal que nos azota no es el mal gobierno, sino la degeneración de la democracia, transformada sutilmente y a espaldas del ciudadano en una partitocracia oligárquica, donde los ciudadanos han sido expulsados de la política y sustituidos por políticos profesionales ávidos de poder y de privilegios.
Afirman que lo grave no es que gobierne un partido u otro, sino la degradación del propio sistema. Cualquier intento de avanzar hacia una democracia auténtica se encuentra con la oposición real de una casta política profesional, que vive de la política con privilegios y poderes ilícitos, abrazada a prácticas seudo-representativas y demagógicas que ya los griegos bautizaron como “oligocracia”.
El voto en blanco se alza cada día más como la opción de protesta más seria y consistente, superior a la abstención porque es activa y nunca puede confundirse con el pasotismo o la indiferencia política. Los que votan en blanco acuden a las urnas y depositan su voto, pero lo hacen sin elegir a nadie, como símbolo de su rechazo a la degradación de la democracia, al abuso de poder, a la corrupción, al mal gobierno y al fracaso de la casta de políticos profesionales que se ha atrincherado en el sistema.
Los partidarios del voto en blanco piensan que la abstención es ambigua y coloca en el mismo saco a los que pretestan, a los indiferentes y a los enemigo de la democracia, todos ellos "ausentes" de las urnas, pero sin especificar las razones de esa ausencia.
Los políticos saben que el voto en blanco es su verdadero enemigo y por eso lo devaluan y, arbitrariamente, lo dejan sin la representación que merece. En una democracia uténtica, los votos en blanco deberían traducirse en escaños parlamentarios vacios, símbolo de la protesta y del rechazo de los ciudadanos soberanos. Esos escaños vacíos tendrían un efecto terapeutico sobre el sistema y ejercerían una presión positiva para que los políticos y sus partidos cumplieran con sus deberes y abandonaran sus frecuentes practicas antidemocráticas.
Castigar a un partido votando al contrario no arregla el problema, ni mejora un ápice la democracia. Sólo se sustituye a un partido por otro. Ni siquiera se perjudica gravemente a los perdedores. Mientras votemos a la oposición para castigar al gobierno, seguimos alimentando el sistema y aportándole una legitimidad que no merece. En la práctica, estamos beneficiando a todos los partidos que viven del sistema. El partido que gana obtiene como premio el gobierno, pero los que pierden van a la oposición, donde también ellos han creado beneficios y privilegios: dinero público para el partido, sueldos pagados por los ciudadanos, coches oficiales y participación, como cuota, en instituciones y empresas públicas o dominadas por el poder político.
Si creemos que la democracia está hoy bloqueada por la partitocracia, el voto en blanco es la mejor opción porque ese voto lanza un claro mensaje al sistema: “somos demócratas y queremos democracia, pero no la vuestra, la que negáis o corrompéis, sino una democracia auténtica, limpia, en la que el ciudadano controle a los poderes y participe en los procesos de toma de decisiones”.
Votar en blanco es decirle a los polítiicos que la única democracia que nos interesa es la que se basa en la soberanía popular y se define como “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Votar en blanco es rechazar a los actuales caciques políticos y decirles que dejen de hablar en nombre de la democracia, que somos ciudadanos, no súbditos, que sin ciudadanos, sin atender permanentemente a la opinión ciudadana y sin ganarse cada día la confianza de los votantes, la democracia no existe y que lo que ellos están haciendo es apoyarse en una falsa democracia para ejercer un dominio depravado, gozar de privilegios injustos y conducir a la Nación a la catástrofe.
Es evidente que las actuales oligarquías políticas son plenamente conscientes de que el único voto que les hace daño y que pone en peligro su cuidado sistema de privilegios y dominio es el voto en blanco. Por eso lo han devaluado y por eso, arbitrariamente, lo han despojado de representación. Si los ciudadanos quieren que existan escaños vacios, ¿en base a qué criterios se les contradice?
Sólo hay una respuesta: los oligarcas quieren silenciar la protesta y evitar por todos los medios la imagen acusadora de esos escaños vacíos, testimonio palpable del rechazo ciudadano al Estado oligárquico de partidos, a la corrupción, al abuso del poder y a los muchos privilegios injustificados.
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