Rafael Nadal, sin quererlo, ha venido a enseñar, que el único sendero para la excelencia es la humildad, el esfuerzo, la perseverancia y el trabajo. Nadal es tan magnífica persona, como deportista; es síntesis del buen español, referencia interior de nuestros deseos, imagen de una conducta deseada y modelo de lo que querríamos ser. Ha alcanzado las alturas del deporte y las de la sociedad; su humanidad, sus cualidades y valores no tienen parangón, jamás se ha envanecido, el orgullo es tan detestable para Dios como para los hombres. Humilde y sencillo no se concede méritos: “Doy gracias a la vida por lo bien que me ha tratado”, ha declarado. La conquista de los cuatro torneos de Gran Slam se consideran la mayor hazaña deportiva española, más importante que la victoria en el Mundial de Fútbol y los cinco tours de Indurain. Rafael es ya el mejor deportista de nuestra historia.
Nadal, en su trayectoria ha elevado a categoría esencial la pedagogía del esfuerzo; su personalidad brilla por su voluntad de superación, por su determinación para crecerse en la dificultad, por su extraordinario carácter firme y luchador hasta lo imposible. En esta sociedad del sistema educativo lúdico y laxo, de inclinaciones indoloras, ideologías placenteras, valores cómodos y concepciones débiles, muestra que, para triunfar no sirven los vericuetos, sino el empeño, la tenacidad, el trabajo y la eficacia; no es campeón por casualidad ni héroe, por improvisación; en la alta competición, no vale el tráfico de influencias ni el favoritismo. Nadal ha triunfado por su ahínco: Ejercitó su izquierda para conseguir esa cierta primacía del zurdo; se domeñó hasta prevalecer tanto en la hierba y el cemento, como en la tierra batida; su saque era flojo, pero, ante su importancia, llegó a impulsar la bola como un rayo; ha triunfado en todo tiempo y lugar y contra todo tipo de rivales.
Todo ello gracias a su dedicación y lesiones, que han acribillado su cuerpo y le han retirado meses de las pistas. Sus éxitos se asientan en años de entrega y entrenamiento, van revestidos de una larga lucha en soledad contra el tiempo, la rutina y el desánimo. Es hoy un jugador completo, el mejor, por su afán enorme de crecer, de ampliar su juego, de no caer en la conformidad, por aspirar siempre a más, y perfeccionarse con todas sus fuerzas mediante el sacrificio, el trabajo, la energía y el coraje.
Rafael, en estos tiempos de glorias pasajeras y ganancias perentorias, ha hecho del deporte el ritual del tesón y la disciplina, de la tenacidad y la perseverancia; se ha convertido en motivo de orgullo para todos los españoles, es un héroe querido y venerado, porque representa el espíritu de superación, entereza y compromiso; es un campeón humilde y generoso que se ha ganado el respeto de sus rivales y la admiración de un público al que siempre atiende y siempre sonríe. Por doquier, se enorgullece de ser español; va haciendo sencilla profesión de españolidad sin alardes y exhibe, con toda naturalidad, su arraigo patriótico sin complejos, sin conflictividad, lo que refuerza su halo de simpatía cercana e impide y deja sin cabida ese pecado nacional de la envidia por sus logros.
Insensiblemente, piensa uno en la clase política, la “biempagá”, que no tiene ninguna de las cualidades y los valores de sus mejores deportistas; ellos se convierten en símbolo para un pueblo que desdeña el tesón y el empeño, cultiva la indolencia, se burla del mérito, busca la componenda y el dinero; de sus errores, siempre culpa a los demás y huye del trabajo diario y la firme voluntad. Ciertamente, mucha gente cambiaría los deficientes políticos por nuestros deportistas internacionales sin pensarlo, aún a costa de equivocarse. Pero con Nadal, seguro, que no habría yerro.
C. Mudarra
Nadal, en su trayectoria ha elevado a categoría esencial la pedagogía del esfuerzo; su personalidad brilla por su voluntad de superación, por su determinación para crecerse en la dificultad, por su extraordinario carácter firme y luchador hasta lo imposible. En esta sociedad del sistema educativo lúdico y laxo, de inclinaciones indoloras, ideologías placenteras, valores cómodos y concepciones débiles, muestra que, para triunfar no sirven los vericuetos, sino el empeño, la tenacidad, el trabajo y la eficacia; no es campeón por casualidad ni héroe, por improvisación; en la alta competición, no vale el tráfico de influencias ni el favoritismo. Nadal ha triunfado por su ahínco: Ejercitó su izquierda para conseguir esa cierta primacía del zurdo; se domeñó hasta prevalecer tanto en la hierba y el cemento, como en la tierra batida; su saque era flojo, pero, ante su importancia, llegó a impulsar la bola como un rayo; ha triunfado en todo tiempo y lugar y contra todo tipo de rivales.
Todo ello gracias a su dedicación y lesiones, que han acribillado su cuerpo y le han retirado meses de las pistas. Sus éxitos se asientan en años de entrega y entrenamiento, van revestidos de una larga lucha en soledad contra el tiempo, la rutina y el desánimo. Es hoy un jugador completo, el mejor, por su afán enorme de crecer, de ampliar su juego, de no caer en la conformidad, por aspirar siempre a más, y perfeccionarse con todas sus fuerzas mediante el sacrificio, el trabajo, la energía y el coraje.
Rafael, en estos tiempos de glorias pasajeras y ganancias perentorias, ha hecho del deporte el ritual del tesón y la disciplina, de la tenacidad y la perseverancia; se ha convertido en motivo de orgullo para todos los españoles, es un héroe querido y venerado, porque representa el espíritu de superación, entereza y compromiso; es un campeón humilde y generoso que se ha ganado el respeto de sus rivales y la admiración de un público al que siempre atiende y siempre sonríe. Por doquier, se enorgullece de ser español; va haciendo sencilla profesión de españolidad sin alardes y exhibe, con toda naturalidad, su arraigo patriótico sin complejos, sin conflictividad, lo que refuerza su halo de simpatía cercana e impide y deja sin cabida ese pecado nacional de la envidia por sus logros.
Insensiblemente, piensa uno en la clase política, la “biempagá”, que no tiene ninguna de las cualidades y los valores de sus mejores deportistas; ellos se convierten en símbolo para un pueblo que desdeña el tesón y el empeño, cultiva la indolencia, se burla del mérito, busca la componenda y el dinero; de sus errores, siempre culpa a los demás y huye del trabajo diario y la firme voluntad. Ciertamente, mucha gente cambiaría los deficientes políticos por nuestros deportistas internacionales sin pensarlo, aún a costa de equivocarse. Pero con Nadal, seguro, que no habría yerro.
C. Mudarra
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