Su pueblo, que lo quería a rabiar, lo vistió de gala para el largo y definitivo viaje. Entorchados, galones, estrellas de Capitán General, bicornio flameado de plumas... Forró el interior de su féretro de fina seda, recubrió su tumba de mármol, esculpió en el interior cuatro escudos en oro y la cubrió con una pesada losa –mil quinientos kilos- hecha de granito de Galapagar.
Pero cuando todo hubo terminado, cuando el silencio de la noche llenó de soledad la gran basílica, Francisco Franco, solo, cambió sus galas por un pobre sayal benedictino, ciñó su cintura con una usada correa de monje y comenzó, cabizbajo, su camino para presentarse ante Dios.
Los ángeles mudos de la basílica, que formaban su guardia permanente, levantaron la cabeza por primera vez, miraron al caminante y no se atrevieron a seguirle. Marchaba lentamente, con recogimiento, con miedo –por primera vez en su larga existencia- y con esperanza. Confiaba en ser juzgado por el Dios de la
clemencia y pensó presentar algo de su vida al Dios de la Justicia.
- 40 días de terrible enfermedad, de dolores, de lenta agonía...
- No, eso no puedo presentarlo. Lo ofrecí, allá abajo, por España.
- La incomprensión de sus enemigos... la traición de muchos que se llamaron, algún día, sus amigos... pero, no. Eso no puede tener valor en el cielo.
- El cerco internacional de los años 40... los atentados... las calumnias... las insidias... pero eso estaba pagado. Me lo pagaron los españoles en la Plaza de Oriente.
- La guerra del 36... el Alcázar, el Jarama, Belchite, Brunete, Teruel, el Ebro... eso sí que valía, pero no podía presentarlo él; eso correspondió al “millón de muertos” que lo protagonizaron y que ya pasaron el juicio de Dios.
Unos golpes secos, como taconazos de botas militares, sonaban entre los luceros que jalonan el camino; Franco no los oía, pendiente sólo de sus recuerdos, y tampoco vio la hermosa y nutrida guardia que se iba formando tras él.
- ¡Dios! ¡Qué poco tengo para presentarte!
Y rebuscaba en su memoria, recorriendo –de nuevo- toda su vida.
- Quizá las vidas de los soldados que por su pericia arrebató a la muerte en tanta acción de guerra como dirigió... Quizá las vidas de tantos enemigos como perdonó y como hizo que otros perdonaran... Quizá las iglesias que ordené levantar, la ayuda al clero a las órdenes religiosas que se dedicaron –con mejor o peor preparación, que eso casi no lo tuve en cuenta- a la enseñanza... Quizá los monasterios reconstruidos, los pueblos adoptados, las viviendas dignas para tantos y tantos españoles... Las escuelas... Las universidades... Las carreteras... Los pantanos...
Franco movió la cabeza y nada de eso creyó digno de presentarle al Señor. Y llegó a las puertas del cielo y se miraba las manos vacías. Se paró un momento sin querer seguir su camino. Pensó en 37 años de paz... En un pueblo que dejaba preparado para otros muchos años... ¿Le valdría eso? Y entró.
Lo esperaba, para acompañarle, un militar. No lo conocía. Era un Centurión Romano. Le habló de su pesar y el Centurión le dijo:
- Mira, yo sólo traje en mis manos una frase: “Dómine, non sum dignus, ut intres sub tectum meun... “ y me abrió de par en par las puertas de la eternidad.
De pronto, como el día del entierro en Madrid, vio millares de almas formando fila a un lado y otro del cada vez más ancho camino. Eran las legiones de combatientes de todo el mundo.
- Muchos son españoles –dijo el Centurión-, los conocerás.
- A ese sí. Es el ángel del Alcázar, el que pedía tirar sin odio... Y a ese jesuita laureado también. Lo vi en la Ciudad Universitaria... Y a aquel... Y a los trece obispos que me sonríen... Y... Oye Centurión: a esos que están ahí no los conozco, son españoles del 36, pero no los conozco...
- Es natural. Esos, que eran buenos, combatieron contra ti. Entendían a su modo la patria. Dios los perdonó y han venido también a recibirte; como tú dijiste allá abajo, ellos tampoco te tuvieron nunca por enemigo. Ten valor, si los necesitas, serán tus defensores en el juicio.
El camino se había terminado. Y el recuerdo de su vida. Y se miraba, una y otra vez, las manos vacías. Las trompetas del juicio se oyeron con fuerza. Una gran claridad inundó todo a su alrededor. Francisco, soldado de por vida, no pudo ponerse firme. Encorvó su tronco siempre erguido y cayó de rodillas con los ojos cerrados y las lágrimas surcando sus mejillas. Nada oía y no se atrevía a mirar. Poco a poco fue levantando la frente hasta parar su mirada en el vuelo de una túnica azul que él había visto en otra parte. Siguió levantando los ojos y el azul de la túnica se entremezclaba con el alba purísima de un vestido que también creía reconocer. Más arriba, dos manos cruzadas, una sonrisa de madre, una mirada de amor. Sí, allí, sonriéndole estaba la patrona de la Infantería, la madre del soldado español.
- ¡Claro! ¡Acudiría a ella! El devolvió el patronazgo a su arma cuando lo suprimió la República. Allí estaba su solución.
Franco, ya con más ánimo, terminó de levantar la cabeza, se puso en pie, dio un suspiro muy hondo y se dispuso a someterse al juicio de Dios.
-Domine, non sum... y no pudo continuar. Extendió sus manos vacías y ante él, como en el Dar Riffien Legionario, se encontraba, con los brazos en cruz, el mismo Cristo de Mena que venera La Legión. Pero ese Cristo, esta vez, no abría los brazos en señal de crucifixión; ese Cristo ahora en Majestad, con los brazos abiertos, acogía sonriente al buen soldado que creía llegar ante El con las manos vacías. Y su sayal benedictino, volvió a cambiarse en galas y sedas por la mirada de Dios. Y sus manos, sostenidas por la guardia que lo esperaba sobre los luceros, se engrandecían más y más para poder sostener millones y millones de corazones españoles, que sin él saberlo llegaban a sus manos como ofrenda de su vida y de su muerte al Cristo de Mena en el gran juicio de Dios.
Pero cuando todo hubo terminado, cuando el silencio de la noche llenó de soledad la gran basílica, Francisco Franco, solo, cambió sus galas por un pobre sayal benedictino, ciñó su cintura con una usada correa de monje y comenzó, cabizbajo, su camino para presentarse ante Dios.
Los ángeles mudos de la basílica, que formaban su guardia permanente, levantaron la cabeza por primera vez, miraron al caminante y no se atrevieron a seguirle. Marchaba lentamente, con recogimiento, con miedo –por primera vez en su larga existencia- y con esperanza. Confiaba en ser juzgado por el Dios de la
clemencia y pensó presentar algo de su vida al Dios de la Justicia.
- 40 días de terrible enfermedad, de dolores, de lenta agonía...
- No, eso no puedo presentarlo. Lo ofrecí, allá abajo, por España.
- La incomprensión de sus enemigos... la traición de muchos que se llamaron, algún día, sus amigos... pero, no. Eso no puede tener valor en el cielo.
- El cerco internacional de los años 40... los atentados... las calumnias... las insidias... pero eso estaba pagado. Me lo pagaron los españoles en la Plaza de Oriente.
- La guerra del 36... el Alcázar, el Jarama, Belchite, Brunete, Teruel, el Ebro... eso sí que valía, pero no podía presentarlo él; eso correspondió al “millón de muertos” que lo protagonizaron y que ya pasaron el juicio de Dios.
Unos golpes secos, como taconazos de botas militares, sonaban entre los luceros que jalonan el camino; Franco no los oía, pendiente sólo de sus recuerdos, y tampoco vio la hermosa y nutrida guardia que se iba formando tras él.
- ¡Dios! ¡Qué poco tengo para presentarte!
Y rebuscaba en su memoria, recorriendo –de nuevo- toda su vida.
- Quizá las vidas de los soldados que por su pericia arrebató a la muerte en tanta acción de guerra como dirigió... Quizá las vidas de tantos enemigos como perdonó y como hizo que otros perdonaran... Quizá las iglesias que ordené levantar, la ayuda al clero a las órdenes religiosas que se dedicaron –con mejor o peor preparación, que eso casi no lo tuve en cuenta- a la enseñanza... Quizá los monasterios reconstruidos, los pueblos adoptados, las viviendas dignas para tantos y tantos españoles... Las escuelas... Las universidades... Las carreteras... Los pantanos...
Franco movió la cabeza y nada de eso creyó digno de presentarle al Señor. Y llegó a las puertas del cielo y se miraba las manos vacías. Se paró un momento sin querer seguir su camino. Pensó en 37 años de paz... En un pueblo que dejaba preparado para otros muchos años... ¿Le valdría eso? Y entró.
Lo esperaba, para acompañarle, un militar. No lo conocía. Era un Centurión Romano. Le habló de su pesar y el Centurión le dijo:
- Mira, yo sólo traje en mis manos una frase: “Dómine, non sum dignus, ut intres sub tectum meun... “ y me abrió de par en par las puertas de la eternidad.
De pronto, como el día del entierro en Madrid, vio millares de almas formando fila a un lado y otro del cada vez más ancho camino. Eran las legiones de combatientes de todo el mundo.
- Muchos son españoles –dijo el Centurión-, los conocerás.
- A ese sí. Es el ángel del Alcázar, el que pedía tirar sin odio... Y a ese jesuita laureado también. Lo vi en la Ciudad Universitaria... Y a aquel... Y a los trece obispos que me sonríen... Y... Oye Centurión: a esos que están ahí no los conozco, son españoles del 36, pero no los conozco...
- Es natural. Esos, que eran buenos, combatieron contra ti. Entendían a su modo la patria. Dios los perdonó y han venido también a recibirte; como tú dijiste allá abajo, ellos tampoco te tuvieron nunca por enemigo. Ten valor, si los necesitas, serán tus defensores en el juicio.
El camino se había terminado. Y el recuerdo de su vida. Y se miraba, una y otra vez, las manos vacías. Las trompetas del juicio se oyeron con fuerza. Una gran claridad inundó todo a su alrededor. Francisco, soldado de por vida, no pudo ponerse firme. Encorvó su tronco siempre erguido y cayó de rodillas con los ojos cerrados y las lágrimas surcando sus mejillas. Nada oía y no se atrevía a mirar. Poco a poco fue levantando la frente hasta parar su mirada en el vuelo de una túnica azul que él había visto en otra parte. Siguió levantando los ojos y el azul de la túnica se entremezclaba con el alba purísima de un vestido que también creía reconocer. Más arriba, dos manos cruzadas, una sonrisa de madre, una mirada de amor. Sí, allí, sonriéndole estaba la patrona de la Infantería, la madre del soldado español.
- ¡Claro! ¡Acudiría a ella! El devolvió el patronazgo a su arma cuando lo suprimió la República. Allí estaba su solución.
Franco, ya con más ánimo, terminó de levantar la cabeza, se puso en pie, dio un suspiro muy hondo y se dispuso a someterse al juicio de Dios.
-Domine, non sum... y no pudo continuar. Extendió sus manos vacías y ante él, como en el Dar Riffien Legionario, se encontraba, con los brazos en cruz, el mismo Cristo de Mena que venera La Legión. Pero ese Cristo, esta vez, no abría los brazos en señal de crucifixión; ese Cristo ahora en Majestad, con los brazos abiertos, acogía sonriente al buen soldado que creía llegar ante El con las manos vacías. Y su sayal benedictino, volvió a cambiarse en galas y sedas por la mirada de Dios. Y sus manos, sostenidas por la guardia que lo esperaba sobre los luceros, se engrandecían más y más para poder sostener millones y millones de corazones españoles, que sin él saberlo llegaban a sus manos como ofrenda de su vida y de su muerte al Cristo de Mena en el gran juicio de Dios.
Comentarios: