Triste "Día de Andalucía" el que celebramos este año 2007, tras haber dado por buena la aprobación, mediante el referendum menos votado de la historia democrática, de un nuevo Estatuto que regirá los destinos de los andaluces sin el apoyo mínimo que requiere una democracia auténtica de ciudadanos, sin que ni siquiera haya sido aceptado por tres de cada diez andaluces con derecho a voto.
Las amenazas de recurrir por inconstitucional el nuevo Estatuto de Andalucía, lanzadas por los presidentes socialistas de las autonomías vecinas de Extremadura y Castilla la Mancha, son movimientos de distracción cuyo objetivo es confundir a la opinión pública y desviar la atención de la verdadera amenaza que planea sobre el Estatuto: su escasa legitimidad democrática.
Esos recursos, seguramente, nunca serán presentados ante el Tribunal Constitucional, pero sirven para que los andaluces dejen de pensar que serán gobernados por una ley que, contrartiamente a lo que recomiendan casi unánimemente los expertos y estudiosos del mundo entero, tiene un apoyo ciudadano notablemente escaso, insuficiente para dotarla de auténtica legitimidad democrática.
Los filósofos y expertos en derecho político y constitucional son prácticamente unánimes al exigir que las grandes leyes, sobre todo las constituciones y estatutos, sean aprobadas por mayorías muy sólidas, si no es posible el consenso. Desde esa óptica democrática, aprobar el Estatuto andaluz sin ni siquiera el apoyo del 30 por ciento del electorado es una barbaridad democrática que resta fuerza y legitimidad a esa ley fundamental.
Si Andalucía fuera una democracia auténtica, si España entera no hubiera caído en las garras de la partitocracia, si el país no estuviera regido por una auténtica oligocracia partidista, el nuevo Estatuto de Andalucía habría muerto instantáneamente, cuando en el referendum del pasado 18 de febrero obtuvo dos auténticos records antidemocráticos: la mayor abstención de la historia democrática andaluza y el más escaso apoyo a una ley básica en la historia de la actual democracia española.
El verdadero problema de Manuel Chaves no son los recursos por inconstitucionalidad que podrían presentar sus vecinos, sino la vergüenza de gobernar la autonomía más poblada de España bajo una ley que ni siquiera fue ratificada por tres de cada diez ciudadanos andaluces.
Incapaces, como debieran, de declarar "democráticamente perecido" el Estatuto, los tres partidos andaluces que lo han apoyado (PSOE, PP e Izquierda Unida) se verán obligados a arrastrar en adelante la pesada y poco honrosa etiqueta de haber impulsado y, peor todavía, asumido la ley fundamental con menor apoyo y legitimidad democrática de la moderna historia de España.
Los dirigentes de esos partidos deberían reflexionar sobre la enorme fractura existente entre la clase política y los intereses reales de la sociedad. La calidad de nuestra democracia se deteriora con nuevos estatutos de autonomía que crean una Administración y unas instituciones cada vez más intervencionistas, que los ciudadanos consideran innecesarias. La reflexión debería extenderse también al gobierno central, que, liderado por un Zapatero cuya concepción de la democracia es tan deficitaria como desconcertante, está propiciando estatutos carentes de interés para los ciudadanos.
Si un país aplica leyes con escaso respaldo social, se acaba gobernando según el criterio de “todo para el pueblo pero sin el pueblo”, con el consiguiente empobrecimiento de la democracia.
Aunque lo más lamentable, dado el deterioro del sistema y la arrogancia de los partidos y de sus "políticos profesionales" quizás sea que "ellos" ni siquiera perciban esos déficits y riesgos.
Las amenazas de recurrir por inconstitucional el nuevo Estatuto de Andalucía, lanzadas por los presidentes socialistas de las autonomías vecinas de Extremadura y Castilla la Mancha, son movimientos de distracción cuyo objetivo es confundir a la opinión pública y desviar la atención de la verdadera amenaza que planea sobre el Estatuto: su escasa legitimidad democrática.
Esos recursos, seguramente, nunca serán presentados ante el Tribunal Constitucional, pero sirven para que los andaluces dejen de pensar que serán gobernados por una ley que, contrartiamente a lo que recomiendan casi unánimemente los expertos y estudiosos del mundo entero, tiene un apoyo ciudadano notablemente escaso, insuficiente para dotarla de auténtica legitimidad democrática.
Los filósofos y expertos en derecho político y constitucional son prácticamente unánimes al exigir que las grandes leyes, sobre todo las constituciones y estatutos, sean aprobadas por mayorías muy sólidas, si no es posible el consenso. Desde esa óptica democrática, aprobar el Estatuto andaluz sin ni siquiera el apoyo del 30 por ciento del electorado es una barbaridad democrática que resta fuerza y legitimidad a esa ley fundamental.
Si Andalucía fuera una democracia auténtica, si España entera no hubiera caído en las garras de la partitocracia, si el país no estuviera regido por una auténtica oligocracia partidista, el nuevo Estatuto de Andalucía habría muerto instantáneamente, cuando en el referendum del pasado 18 de febrero obtuvo dos auténticos records antidemocráticos: la mayor abstención de la historia democrática andaluza y el más escaso apoyo a una ley básica en la historia de la actual democracia española.
El verdadero problema de Manuel Chaves no son los recursos por inconstitucionalidad que podrían presentar sus vecinos, sino la vergüenza de gobernar la autonomía más poblada de España bajo una ley que ni siquiera fue ratificada por tres de cada diez ciudadanos andaluces.
Incapaces, como debieran, de declarar "democráticamente perecido" el Estatuto, los tres partidos andaluces que lo han apoyado (PSOE, PP e Izquierda Unida) se verán obligados a arrastrar en adelante la pesada y poco honrosa etiqueta de haber impulsado y, peor todavía, asumido la ley fundamental con menor apoyo y legitimidad democrática de la moderna historia de España.
Los dirigentes de esos partidos deberían reflexionar sobre la enorme fractura existente entre la clase política y los intereses reales de la sociedad. La calidad de nuestra democracia se deteriora con nuevos estatutos de autonomía que crean una Administración y unas instituciones cada vez más intervencionistas, que los ciudadanos consideran innecesarias. La reflexión debería extenderse también al gobierno central, que, liderado por un Zapatero cuya concepción de la democracia es tan deficitaria como desconcertante, está propiciando estatutos carentes de interés para los ciudadanos.
Si un país aplica leyes con escaso respaldo social, se acaba gobernando según el criterio de “todo para el pueblo pero sin el pueblo”, con el consiguiente empobrecimiento de la democracia.
Aunque lo más lamentable, dado el deterioro del sistema y la arrogancia de los partidos y de sus "políticos profesionales" quizás sea que "ellos" ni siquiera perciban esos déficits y riesgos.