El autor
La voz de los que podrían dar argumentos (de esperanza y contestación) en estos momentos de desazón está silenciada. Ahora, cuando más falta nos hace tener referencias para reencontrar un rumbo, para mantenernos esperanzados y para soñar un futuro, nos faltan intelectuales que nos recuerden nuestro lugar en el mundo y que nos empujen a recuperar la rebeldía.
Hace mucho tiempo que el papel del intelectual se diluyó entre los premios que deparaba el poder. Sometidos, tratan de agradarle de cualquier forma para obtener las prebendas, para mantener el sitio o para que se les otorgue miserables migajas a cambio de una pequeña mordaza.
En estos últimos tiempos se produjo una brecha generacional en nuestra ciudad, como en el resto del país, porque los que aspiraban a cambiar el mundo en la década de los ochenta ahora son los mismos que inmovilizan todo eco de libertad, instalados en los tronos que decían combatir; ahora son los que, sentados en ellos, toman las decisiones y saben hacerlo muy bien para disfrutar de las heces que ellos mismos defecan, las heces del poder.
Lo sé porque yo he vivido en las cloacas; sé todo lo que importa la cultura para quienes la manipulan queriendo rentabilizarla al precio que sea, lo sé porque, a pesar de todo, soñé que podría ser el peaje para edificar ese mundo humano y social, comprometido con los afectos y los sueños. Lo sé porque aún tengo claro cuál es mi lucha.
Desde el poder se nos dice que la crisis financiera es la causa de todo, de la desaparición de la calidad, de la cultura solidaria y honesta, del mismo arte como vehículo fundamental para sentirnos hombres libres. Esta excusa es lo suficientemente penetrante como para no evitarla, porque convencer a los ciudadanos no es difícil, basta con repetir una y otra vez las mismas razones, ciertas o no, para calar en todos, para convencernos y llevarnos a una desorientación total.
La nula reacción de la ciudadanía les hace pensar a estos interlocutores del poder que son el poder mismo, incluso, que hacen lo que deben. No hay conciencia crítica. El espectáculo de la cultura, la creación sodomizada por las subvenciones y el intelectual mutilado por una limosna de acomodación. Éste es el escenario.
Lo primero que debemos hacer es despertar, liberarnos de la caverna. Se empeñan en decir cómo es la realidad. ¡No creedlos! No es como la deforman, no puede ser que el esfuerzo de tantos talentos a lo largo de nuestra pequeña historia, quede inmovilizado por la subordinación a lo establecido. Después de un Camus o de un Pasolini no pueden impedir que algunos podamos elegir qué pensar y cómo vivir, aunque ello nos relegue al desinterés oficial y, por extensión, a la visibilidad. Han dejado que el intelectual se pierda entre los menudeos del mercado, entre derechos y beneficios. Pero han de saber que no todos pensamos que la creación es una mercancía, porque el arte es de quien lo hace suyo, no de quien lo paga.
La repugnancia a entrar en este juego político y servicial es lo que me empuja a decir cosas como éstas, aunque ellas me creen mayores distancias con los que parecen poderosos, pero ello no merma mi resistencia, la empuja, como la de muchos, muchos más de los que ellos creen. Espero juicio sumarísimo por rebelión, incluso el saludo, pero es mucho peor soportarme a mí mismo siendo condescendiente con este juego a hacer cultura.
Los recortes de los presupuestos destinados a cultura y, con ello, el cierre de espacios de cultura contemporánea en nuestra ciudad no debe aplacarnos, todo lo contrario, nos obliga a cuestionar el sistema mismo hasta lo esencial: el arte, la cultura, no está al servicio de quien la pague, sino de quien la viva. Nuestra respuesta debe ser intensamente individual desde nuestra perspectiva única de seres vivos e independientes, con nuestro trabajo, aquel que nace por necesidad de expresar este mundo, no de satisfacer encargos institucionales.
De nada servirá la queja si es para volver al mismo sitio. El arte más honesto es la expresión del hombre libre. El bufón llora la pérdida, el francotirador ama la soledad.
Francisco Pérez Valencia
Pulsar para acceder al artículo original, en ABC
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Hace mucho tiempo que el papel del intelectual se diluyó entre los premios que deparaba el poder. Sometidos, tratan de agradarle de cualquier forma para obtener las prebendas, para mantener el sitio o para que se les otorgue miserables migajas a cambio de una pequeña mordaza.
En estos últimos tiempos se produjo una brecha generacional en nuestra ciudad, como en el resto del país, porque los que aspiraban a cambiar el mundo en la década de los ochenta ahora son los mismos que inmovilizan todo eco de libertad, instalados en los tronos que decían combatir; ahora son los que, sentados en ellos, toman las decisiones y saben hacerlo muy bien para disfrutar de las heces que ellos mismos defecan, las heces del poder.
Lo sé porque yo he vivido en las cloacas; sé todo lo que importa la cultura para quienes la manipulan queriendo rentabilizarla al precio que sea, lo sé porque, a pesar de todo, soñé que podría ser el peaje para edificar ese mundo humano y social, comprometido con los afectos y los sueños. Lo sé porque aún tengo claro cuál es mi lucha.
Desde el poder se nos dice que la crisis financiera es la causa de todo, de la desaparición de la calidad, de la cultura solidaria y honesta, del mismo arte como vehículo fundamental para sentirnos hombres libres. Esta excusa es lo suficientemente penetrante como para no evitarla, porque convencer a los ciudadanos no es difícil, basta con repetir una y otra vez las mismas razones, ciertas o no, para calar en todos, para convencernos y llevarnos a una desorientación total.
La nula reacción de la ciudadanía les hace pensar a estos interlocutores del poder que son el poder mismo, incluso, que hacen lo que deben. No hay conciencia crítica. El espectáculo de la cultura, la creación sodomizada por las subvenciones y el intelectual mutilado por una limosna de acomodación. Éste es el escenario.
Lo primero que debemos hacer es despertar, liberarnos de la caverna. Se empeñan en decir cómo es la realidad. ¡No creedlos! No es como la deforman, no puede ser que el esfuerzo de tantos talentos a lo largo de nuestra pequeña historia, quede inmovilizado por la subordinación a lo establecido. Después de un Camus o de un Pasolini no pueden impedir que algunos podamos elegir qué pensar y cómo vivir, aunque ello nos relegue al desinterés oficial y, por extensión, a la visibilidad. Han dejado que el intelectual se pierda entre los menudeos del mercado, entre derechos y beneficios. Pero han de saber que no todos pensamos que la creación es una mercancía, porque el arte es de quien lo hace suyo, no de quien lo paga.
La repugnancia a entrar en este juego político y servicial es lo que me empuja a decir cosas como éstas, aunque ellas me creen mayores distancias con los que parecen poderosos, pero ello no merma mi resistencia, la empuja, como la de muchos, muchos más de los que ellos creen. Espero juicio sumarísimo por rebelión, incluso el saludo, pero es mucho peor soportarme a mí mismo siendo condescendiente con este juego a hacer cultura.
Los recortes de los presupuestos destinados a cultura y, con ello, el cierre de espacios de cultura contemporánea en nuestra ciudad no debe aplacarnos, todo lo contrario, nos obliga a cuestionar el sistema mismo hasta lo esencial: el arte, la cultura, no está al servicio de quien la pague, sino de quien la viva. Nuestra respuesta debe ser intensamente individual desde nuestra perspectiva única de seres vivos e independientes, con nuestro trabajo, aquel que nace por necesidad de expresar este mundo, no de satisfacer encargos institucionales.
De nada servirá la queja si es para volver al mismo sitio. El arte más honesto es la expresión del hombre libre. El bufón llora la pérdida, el francotirador ama la soledad.
Francisco Pérez Valencia
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