(QUIEN CONSIGUE EL FIN FRUSTRA EL RESTO)
“Saber elegir: se necesita buen gusto y un juicio rectísimo, pues no son suficientes el estudio y la inteligencia”.
Baltasar Gracián
Empedernido. Mi amigo Equis (evidentemente es nombre supuesto) era un fumador cerril, obstinado, tenaz. Siempre que él me cogía a mí (o yo le cogía a él) leyendo el periódico y no tardábamos (o él o yo) en llegar a las páginas de las esquelas, él solía hacer, indefectiblemente, este o parecido comentario: “Mira, colega, cuántos prosélitos has sumado hoy a tu causa, quiero decir, cuántos han dejado de fumar”. Él, pese a las admoniciones de unos (deudos) y las advertencias de otros (amigos), nunca dejó de acudir a los estancos a comprar los cartones y las cajas de sus marcas preferidas de cigarrillos negros y puros. Hasta ayer. Porque hoy, en sendas páginas de Diario de Navarra y Diario de Noticias, los dos periódicos de ámbito comunitario que se editan en el aludido territorio foral, aparecen varias esquelas dando cuenta y/o testimonio de su recentísimo fallecimiento.
Hoy, Equis, por fin (todo llega con tal de que uno sepa esperar), he logrado comprender completamente, en toda su extensión y profundidad, de cabo a rabo, de la roda al codaste, el proverbio irlandés que incluiste y con el que acabaste la breve nota de pésame que me remitiste desde las islas Afortunadas, donde te encontrabas de vacaciones, cuando aconteció el tristísimo suceso del, aunque esperado, no menos desgarrador óbito de mi señor, señero y piadoso padre: “Las lágrimas derramadas son amargas, pero más amargas son las que no se derraman”.
Cada vez que me acuerde de ti, Equis, recordaré una idea de Edmund Burke (cómo no, autor irlandés), por ejemplo, ésta: “Para que triunfe el mal, sólo es necesario que los buenos no hagan nada”. Y viceversa; cada vez que recuerde el principio burkeano de nuestras dinámicas grupales (“Ningún grupo puede actuar con eficacia si falta el concierto; ningún grupo puede actuar en concierto si falta la confianza; ningún grupo puede actuar con confianza si no se halla ligado por opiniones comunes, afectos comunes, intereses comunes”), me acordaré de ti, que con tus amigos te condujiste y/o comportaste como aconseja Eurípides en su inmortal “Orestes” (“Los amigos tienen que ayudar a los amigos en la desgracia, porque, cuando la divinidad da bienes, ¿qué falta hacen los amigos?”).
Mientras viva y tenga las tres potencias del alma, inteligencia, memoria y voluntad, a plenos rendimientos, recordaré con similares índices de felicidad y fidelidad aquella sobremesa en la buhardilla de nuestro amigo común, Zeta (huelga decir que se trata de otro nombre supuesto), en la que acertaste a combinar estupendamente, a las mil maravillas, como la ginebra y el limón exprimido con el agua tónica que a la sazón estábamos los tres bebiendo, un pensamiento de Gracián (“Cada uno demuestra lo que es en los amigos que tiene”) con otro de Robert Louis Stevenson (“Nunca valores un día por la cosecha que recojas por la tarde; valóralo por las semillas que hayas sembrado”). Como sabes, según Thomas Hardy, sólo morimos de verdad con la segunda muerte. La primera, la física, es un serio aviso, una cornada de dos trayectorias y de pronóstico reservado, incierto, porque se sobrevive en los recuerdos de los vivos. Sólo cuando la llamarada de la memoria de éstos se apaga, con la muerte de los recordadores, llega la muerte propiamente dicha, la definitiva, la que no tiene vuelta de hoja.
¿A que no sabes, querido amigo, Equis, lo que me apetece un montón hacer ahora? Rememorar contigo, estés donde estés (además de en mi memoria), al alimón, las líneas de “Pedro Páramo”, de Juan Rulfo, que tantas veces recitamos a la par en mil y una sobremesas y en las que seguramente pensaste, si la parca Átropos te concedió unos segundos siquiera para ello, antes de que todo se viniera estrepitosamente abajo o fuera a hacer puñetas: “El sol se fue volteando sobre las cosas y les devolvió su forma. La tierra en ruinas estaba frente a él, vacía. El calor caldeaba su cuerpo. Sus ojos apenas se movían; saltaban de un recuerdo a otro, desdibujando el presente. De pronto, su corazón se detenía y parecía como si también se detuviera el tiempo y el aire de la vida”.
Para coronar ésta, tu necrológica, amigo, acudiré una vez más al autor que tanto aprendimos a dorar y ¿adorar? ambos, Baltasar Gracián y Morales, solicitándole que me preste otra cita pintiparada suya: “Nadie se escapa de tener defectos; corregirlos es un triunfo”. Y éste es, precisamente, uno de tus éxitos, Equis. Fumar, en verdad, fue tu placer, sin duda, pero también fue tu padecer, tu tara. La muerte o el corte que le ha dado al hilo de tu existencia la más pequeña de las moiras, te ha ayudado (puedes estar seguro de ello) a enmendarla. Ergo, corregida queda la tara, colega.
Ángel Sáez García
“Saber elegir: se necesita buen gusto y un juicio rectísimo, pues no son suficientes el estudio y la inteligencia”.
Baltasar Gracián
Empedernido. Mi amigo Equis (evidentemente es nombre supuesto) era un fumador cerril, obstinado, tenaz. Siempre que él me cogía a mí (o yo le cogía a él) leyendo el periódico y no tardábamos (o él o yo) en llegar a las páginas de las esquelas, él solía hacer, indefectiblemente, este o parecido comentario: “Mira, colega, cuántos prosélitos has sumado hoy a tu causa, quiero decir, cuántos han dejado de fumar”. Él, pese a las admoniciones de unos (deudos) y las advertencias de otros (amigos), nunca dejó de acudir a los estancos a comprar los cartones y las cajas de sus marcas preferidas de cigarrillos negros y puros. Hasta ayer. Porque hoy, en sendas páginas de Diario de Navarra y Diario de Noticias, los dos periódicos de ámbito comunitario que se editan en el aludido territorio foral, aparecen varias esquelas dando cuenta y/o testimonio de su recentísimo fallecimiento.
Hoy, Equis, por fin (todo llega con tal de que uno sepa esperar), he logrado comprender completamente, en toda su extensión y profundidad, de cabo a rabo, de la roda al codaste, el proverbio irlandés que incluiste y con el que acabaste la breve nota de pésame que me remitiste desde las islas Afortunadas, donde te encontrabas de vacaciones, cuando aconteció el tristísimo suceso del, aunque esperado, no menos desgarrador óbito de mi señor, señero y piadoso padre: “Las lágrimas derramadas son amargas, pero más amargas son las que no se derraman”.
Cada vez que me acuerde de ti, Equis, recordaré una idea de Edmund Burke (cómo no, autor irlandés), por ejemplo, ésta: “Para que triunfe el mal, sólo es necesario que los buenos no hagan nada”. Y viceversa; cada vez que recuerde el principio burkeano de nuestras dinámicas grupales (“Ningún grupo puede actuar con eficacia si falta el concierto; ningún grupo puede actuar en concierto si falta la confianza; ningún grupo puede actuar con confianza si no se halla ligado por opiniones comunes, afectos comunes, intereses comunes”), me acordaré de ti, que con tus amigos te condujiste y/o comportaste como aconseja Eurípides en su inmortal “Orestes” (“Los amigos tienen que ayudar a los amigos en la desgracia, porque, cuando la divinidad da bienes, ¿qué falta hacen los amigos?”).
Mientras viva y tenga las tres potencias del alma, inteligencia, memoria y voluntad, a plenos rendimientos, recordaré con similares índices de felicidad y fidelidad aquella sobremesa en la buhardilla de nuestro amigo común, Zeta (huelga decir que se trata de otro nombre supuesto), en la que acertaste a combinar estupendamente, a las mil maravillas, como la ginebra y el limón exprimido con el agua tónica que a la sazón estábamos los tres bebiendo, un pensamiento de Gracián (“Cada uno demuestra lo que es en los amigos que tiene”) con otro de Robert Louis Stevenson (“Nunca valores un día por la cosecha que recojas por la tarde; valóralo por las semillas que hayas sembrado”). Como sabes, según Thomas Hardy, sólo morimos de verdad con la segunda muerte. La primera, la física, es un serio aviso, una cornada de dos trayectorias y de pronóstico reservado, incierto, porque se sobrevive en los recuerdos de los vivos. Sólo cuando la llamarada de la memoria de éstos se apaga, con la muerte de los recordadores, llega la muerte propiamente dicha, la definitiva, la que no tiene vuelta de hoja.
¿A que no sabes, querido amigo, Equis, lo que me apetece un montón hacer ahora? Rememorar contigo, estés donde estés (además de en mi memoria), al alimón, las líneas de “Pedro Páramo”, de Juan Rulfo, que tantas veces recitamos a la par en mil y una sobremesas y en las que seguramente pensaste, si la parca Átropos te concedió unos segundos siquiera para ello, antes de que todo se viniera estrepitosamente abajo o fuera a hacer puñetas: “El sol se fue volteando sobre las cosas y les devolvió su forma. La tierra en ruinas estaba frente a él, vacía. El calor caldeaba su cuerpo. Sus ojos apenas se movían; saltaban de un recuerdo a otro, desdibujando el presente. De pronto, su corazón se detenía y parecía como si también se detuviera el tiempo y el aire de la vida”.
Para coronar ésta, tu necrológica, amigo, acudiré una vez más al autor que tanto aprendimos a dorar y ¿adorar? ambos, Baltasar Gracián y Morales, solicitándole que me preste otra cita pintiparada suya: “Nadie se escapa de tener defectos; corregirlos es un triunfo”. Y éste es, precisamente, uno de tus éxitos, Equis. Fumar, en verdad, fue tu placer, sin duda, pero también fue tu padecer, tu tara. La muerte o el corte que le ha dado al hilo de tu existencia la más pequeña de las moiras, te ha ayudado (puedes estar seguro de ello) a enmendarla. Ergo, corregida queda la tara, colega.
Ángel Sáez García