La política española está en crisis porque el franquismo nunca ha podido ser sustituído por una auténtica democracia. Una nueva oligarquía, esta vez integrada por partidos políticos y políticos profesionales, ha ocupado el lugar del viejo franquismo, lo que significa, simplemente, que una oligocracia más inteligente y astuta, disfrazada con ropajes democráticos, ha sustituído a otra que estaba agotada.
Gramsci decía que "La crisis consiste precisamente en que muere lo viejo sin que pueda nacer lo nuevo, y en ese interregno ocurren los más diversos fenómenos morbosos”.
España está en crisis porque ocurre precisamente eso, que ha muerto el viejo franquismo sin que lo nuevo, la democracia, haya podido nacer.
La democracia no ha podido nacer en España porque los que hicieron la Transición no eran auténticos demócratas. Cuando Franco dijo que todo quedaba "atado y bien atado" tal vez se refiriera a que el franquismo había penetrado hasta la médula en la sociedad española, incluso en el alma de la oposición política, la cual, cuando llegó la hora de construir la democracia, sólo pudo parir una nueva oligocracia, la de los partidos políticos, sustituyendo así la cultura franquista de partido único por otro sistema de varios partidos.
¿Era Suárez un demócrata? ¿Lo eran Fraga, Carrillo, Felipe González, Alfonso Guerra o nacionalistas recorosos y agazapados en la Historia como Pujol, Arzallus o Garaicoechea?
Un análisis riguroso arroja la firme conclusión de que ninguno de ellos era demócrata, entre otras razones porque ninguno conocía la democracia, ni había vivido en sus fuentes. Suarez procedía del franquismo, en cuya cultura se educó, pese a lo cual fue el más parecido a un demócrata de todos aquellos dirigentes que hicieron la Transición. Carrillo era un totalitario empedernido que, como buen marxista, odiaba la democracia, aunque sabía que tenía que convivir con ella para sobrevivir en Occidente, pero la asumió siempre como un enemigo infiltrado, como un pernicioso quintacolumnista. Fraga era, de todos, el que más conocía lo que era la democracia, pero sólo en el plano teórico, como profesor de derecho, porque su educación y su talante eran autoritarios. Felipe González y Alfonso Guerra eran dos tipos hábiles que soñaban con sustituir el franquismo por un socialismo con patente europea, pero desconocedores plenos de que la democracia era una cultura, de la importancia del ciudadano o del valor del debate y del discernimiento. Además, eran marxistas y, en consecuencia, autoritarios y mesiánicos. De los nacionalistas poco hay que decir porque el nacionalismo es incompatible con la democracia, ya que se basa en la diferencias, la reivindicación y el privilegio, mientras que la democracia es una cultura para la igualdad, la convivencia y la paz.
De gente que no era demócrata no podía surgir la democracia. En consecuencia, construyeron un sistema en el que todo el poder del franquismo, casi intacto, pasó a los partidos políticos, que irrumpieron en la sociedad y se apoderaron de todo, limitándose a ocupar los espacios dejados vacíos por el anterior régimen. Ninguno de ellos sabía que el voto es menos importante que el consenso y ni uno de ellos conocía aquello que dijo Victor Hugo de que “nada tan estúpido como vencer; la verdadera gloria está en convencer”.
Nadie se ocupó de explicar que la democracia era una cultura; nadie sabía que una sociedad civil fuerte era vital para el sistema de libertades; nadie formó a los ciudadanos en la convivencia; nadie se preocupó de establecer controles al poder político, sin los cuales la democracia no existe, ni de garantizar la soberanía del ciudadano, ni la separación de los poderes legislativo, judicial y ejecutivo. Ni siquiera nos dotamos de una ley electoral que garantizase el sagrado derecho ciudadano a elegir y controlar a sus representantes. Con las listas cerradas y bloqueadas, los que realmente elegían eran los partidos, casi del mismo modo que Franco nombraba a sus procuradores en Cortes.
Los Suárez, González, Fraga, Carrillo y compañía construyeron una oligocracia de partidos y, comportándose como oligarcas, irrumpieron sin escrúpulos en la sociedad civil, en la cultura y en en el Estado, ocupándolo todo ante la inocente bisoñez de una ciudadanía que aplaudia estúpidamente entusiasmada ante lo que iba a ser su exilio de la política y su marginación absoluta del poder.
Ahora, tres décadas después, el mundo se sorprende ante el vertiginoso y profundo envejecimiento sufrido por la llamada "Democracia Española", sin advertir que la clave del problema es que esa "democracia" jamás ha existido porque, en realidad, nunca llegó a nacer.
España necesita ya afrontar su democratización, cuando todavía es posible. Si nuestros políticos se empeñan, de manera irresponsable, en prolongar la agonía de este sistema desprestigiado y degradado, cada día será más dificil democratizar el país, entre otras razones porque los ciudadanos empiezan a desconfiar ya del liderazgo y también de un sistema que acogió con entusiasmo hace un cuarto de siglo, pero que hoy aparece ante sus ojos como un confuso y feo nido de corrupción, de privilegios, abusos e ineficiencias.
Gramsci decía que "La crisis consiste precisamente en que muere lo viejo sin que pueda nacer lo nuevo, y en ese interregno ocurren los más diversos fenómenos morbosos”.
España está en crisis porque ocurre precisamente eso, que ha muerto el viejo franquismo sin que lo nuevo, la democracia, haya podido nacer.
La democracia no ha podido nacer en España porque los que hicieron la Transición no eran auténticos demócratas. Cuando Franco dijo que todo quedaba "atado y bien atado" tal vez se refiriera a que el franquismo había penetrado hasta la médula en la sociedad española, incluso en el alma de la oposición política, la cual, cuando llegó la hora de construir la democracia, sólo pudo parir una nueva oligocracia, la de los partidos políticos, sustituyendo así la cultura franquista de partido único por otro sistema de varios partidos.
¿Era Suárez un demócrata? ¿Lo eran Fraga, Carrillo, Felipe González, Alfonso Guerra o nacionalistas recorosos y agazapados en la Historia como Pujol, Arzallus o Garaicoechea?
Un análisis riguroso arroja la firme conclusión de que ninguno de ellos era demócrata, entre otras razones porque ninguno conocía la democracia, ni había vivido en sus fuentes. Suarez procedía del franquismo, en cuya cultura se educó, pese a lo cual fue el más parecido a un demócrata de todos aquellos dirigentes que hicieron la Transición. Carrillo era un totalitario empedernido que, como buen marxista, odiaba la democracia, aunque sabía que tenía que convivir con ella para sobrevivir en Occidente, pero la asumió siempre como un enemigo infiltrado, como un pernicioso quintacolumnista. Fraga era, de todos, el que más conocía lo que era la democracia, pero sólo en el plano teórico, como profesor de derecho, porque su educación y su talante eran autoritarios. Felipe González y Alfonso Guerra eran dos tipos hábiles que soñaban con sustituir el franquismo por un socialismo con patente europea, pero desconocedores plenos de que la democracia era una cultura, de la importancia del ciudadano o del valor del debate y del discernimiento. Además, eran marxistas y, en consecuencia, autoritarios y mesiánicos. De los nacionalistas poco hay que decir porque el nacionalismo es incompatible con la democracia, ya que se basa en la diferencias, la reivindicación y el privilegio, mientras que la democracia es una cultura para la igualdad, la convivencia y la paz.
De gente que no era demócrata no podía surgir la democracia. En consecuencia, construyeron un sistema en el que todo el poder del franquismo, casi intacto, pasó a los partidos políticos, que irrumpieron en la sociedad y se apoderaron de todo, limitándose a ocupar los espacios dejados vacíos por el anterior régimen. Ninguno de ellos sabía que el voto es menos importante que el consenso y ni uno de ellos conocía aquello que dijo Victor Hugo de que “nada tan estúpido como vencer; la verdadera gloria está en convencer”.
Nadie se ocupó de explicar que la democracia era una cultura; nadie sabía que una sociedad civil fuerte era vital para el sistema de libertades; nadie formó a los ciudadanos en la convivencia; nadie se preocupó de establecer controles al poder político, sin los cuales la democracia no existe, ni de garantizar la soberanía del ciudadano, ni la separación de los poderes legislativo, judicial y ejecutivo. Ni siquiera nos dotamos de una ley electoral que garantizase el sagrado derecho ciudadano a elegir y controlar a sus representantes. Con las listas cerradas y bloqueadas, los que realmente elegían eran los partidos, casi del mismo modo que Franco nombraba a sus procuradores en Cortes.
Los Suárez, González, Fraga, Carrillo y compañía construyeron una oligocracia de partidos y, comportándose como oligarcas, irrumpieron sin escrúpulos en la sociedad civil, en la cultura y en en el Estado, ocupándolo todo ante la inocente bisoñez de una ciudadanía que aplaudia estúpidamente entusiasmada ante lo que iba a ser su exilio de la política y su marginación absoluta del poder.
Ahora, tres décadas después, el mundo se sorprende ante el vertiginoso y profundo envejecimiento sufrido por la llamada "Democracia Española", sin advertir que la clave del problema es que esa "democracia" jamás ha existido porque, en realidad, nunca llegó a nacer.
España necesita ya afrontar su democratización, cuando todavía es posible. Si nuestros políticos se empeñan, de manera irresponsable, en prolongar la agonía de este sistema desprestigiado y degradado, cada día será más dificil democratizar el país, entre otras razones porque los ciudadanos empiezan a desconfiar ya del liderazgo y también de un sistema que acogió con entusiasmo hace un cuarto de siglo, pero que hoy aparece ante sus ojos como un confuso y feo nido de corrupción, de privilegios, abusos e ineficiencias.
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