En España están pasando cosas muy importantes sin que nuestros dirigentes lo adviertan. La gente se está alejando de los políticos no por desencanto sino por algo mucho más profundo. Las élites intelectuales del país están dejando de creer en el sistema, tras haber adquirido la conciencia de que la corrupción no es ya un problema periférico, sino el núcleo mismo de la política. El pueblo comienza a dar un importante salto cualitativo y, por primera vez desde que murió Franco, se cuestiona seriamente el orden establecido.
Muchos se desesperan al no poder hacer nada para detener el mal gobierno, el despilfarro y el abuso del poder. Ese sentimiento de impotencia frente a los que nos conducen hacia la ruina provoca que el inconformismo y la rebeldía estén creciendo de manera exponencial en la sociedad española y el descontento trascienda ya los ámbitos de la política y se adentre en el propio marco legal.
La clave del problema no es ya el convencimiento de que los políticos y sus partidos no son trigo limpio. Esa fase de la crisis se ha superado rápidamente. El problema, ahora, es que el ciudadano está dejando de sentirse representado.
Ese sentimiento, todavía minoritario pero que ya florece en las élites más conscientes e influyentes de la sociedad, abre las puertas, de par en par, a la enfermedad más grave de la democracia, la desconfianza, la única que es mortal, un mal que dispara el recelo ciudadano en el sistema político, el cual, sin apoyo de las masas, deja de ser legítimo.
El foso que separa a los ciudadanos del sistema político no deja de agrandarse en España como consecuencia de dos factores decisivos: el primero de ellos es que en realidad nunca se hizo la transición desde la Dictadura a la Democracia, sino que, simplemente, el poder de los partidos se superpuso a la vieja y agotada estructura franquista, ocupando el poder sin que los ciudadanos participaran en el cambio, sin que nadie tuviera la honradez de explicar al ciudadano que era el protagonista del nuevo sistema. El segundo es que los partidos políticos españoles y sus dirigentes han ido demasiado lejos en su obsesión por acaparar poder y han perpetrado contra la democracia agresiones letales, entre ellas la marginación del ciudadano de la política, el acoso a la sociedad civil, el nulo respeto a la independencia de los poderes básicos del Estado y, en general, la voladura de las cautelas y limitaciones que el propio sistema posee para controlar al siempre insaciable poder político.
El sistema está tan dañado que ya es casi imposible recuperarlo. Lo realmente dañino no es que los ciudadanos piensen que la mayoría de los políticos son deshonestos, sino que la gente se siente engañada y no ve ya garantías ni seguridades en el propio sistema.
Los sondeos e investigaciones sociológicas arrojan resultados cada vez más alarmantes. El número de descontentos con el sistema crece constantemente, pero crece todavía más la cifra de los que han perdido la confianza en la democracia, lo que es mucho más grave.
No se trata ya de disentir con respecto a medidas de los gobiernos, como haber participado en la guerra de Irak contra la opinión pública mayoritaria, haber otorgado un estatuto privilegiado e inconstitucional a Cataluña, negociar desde el entreguismo y la debilidad con una banda de asesinos como ETA o haber negado la existencia de la crisis y mentido sin escrúpulos para ganar las elecciones del 2008, sino de algo mucho peor: tomar conciencia de que la democracia, secuestrada por los políticos y sus partidos, ha dejado de existir en España.
La gente no es tonta y empieza a darse cuenta que los privilegios del rey y de la clase política no son democráticos, como tampoco lo son el irrespeto a la independencia de los poderes legislativo, judicial y ejecutivo, o esas listas cerradas y bloqueadas que arrebatan al ciudadano su derecho constitucional a elegir a sus representantes, a las abismales desigualdades que separan, cada día más, a ricos y a pobres, o la constante pérdida del poder adquisitivo de los trabajadores, o la ocupación de la sociedad civil por parte de los partidos, o la manipulación y el engaño que se practica desde el poder, o la desaparición de la prensa libre, o la descarada e inmoral pugna por el poder, a cuchillo corto, que practican sin pudor los partidos políticos españoles, o el bochornoso espectáculo de la corrupción generalizada, o el todavía más insoportable espectáculo de una Justicia que opera de un modo con los poderosos y de otro muy distinto con los humildes.
Los ciudadanos más conscientes saben ya que la democracia ha sido trucada y está siendo manipulada por los poderosos para incrementar sus privilegios. La gente sabe que la burocracia se multiplica sólo porque los políticos necesitan pagar favores a diestro y siniestro. El pueblo sabe que España, con la décima parte de su actual estructura de poder, podría funcionar incluso mejor. Todos sabemos que las instituciones crecen innecesariamente, que el Senado es un geriátrico de lujo y que es país está plagado de instituciones innecesarias y sumamente costosas que sólo cumplen el papel de grandes apeaderos de lujo para políticos decadentes, para premiar lealtades inconfesables o pagar silencios vergonzantes.
Mucha gente no está dispuesta a seguir soportando la indecente falta de austeridad que practican los poderes públicos frente a una crisis que exige ahorro y sacrificio, ni el enriquecimiento descarado de los altos cargos, ni esa ostentación impropia de una democracia ciudadana, ni la sustitución del servicio por el privilegio en la función pública.
Los ciudadanos más conscientes e informados sienten bochorno al contemplar el triste e inmoral espectáculo del poder, de los bailes de comisiones, del enriquecimiento veloz, del urbanismo corrupto, del blindaje de los gestores, que jamás reconocen fallos ni saben dimitir, del incumplimiento sistemático de las promesas electorales.
A todo este tétrico panorama pueden agregarse actuaciones del poder todavía más miserables y rastreras, como son el incumplimiento permanente de la Constitución, de la supresión descarada y delictiva de derechos constitucionales como el acceso a una vivienda digna, el derecho a tutela judicial efectiva, el de la inmediata puesta a disposición de la justicia, la práctica de malos tratos a detenidos, la impunidad con la que el sistema judicial se pliega a los intereses políticos de turno y hasta presiones que se traducen en censura a periódicos, emisoras de radio y televisión, páginas de Internet y autores de libros.
Muchos se desesperan al no poder hacer nada para detener el mal gobierno, el despilfarro y el abuso del poder. Ese sentimiento de impotencia frente a los que nos conducen hacia la ruina provoca que el inconformismo y la rebeldía estén creciendo de manera exponencial en la sociedad española y el descontento trascienda ya los ámbitos de la política y se adentre en el propio marco legal.
La clave del problema no es ya el convencimiento de que los políticos y sus partidos no son trigo limpio. Esa fase de la crisis se ha superado rápidamente. El problema, ahora, es que el ciudadano está dejando de sentirse representado.
Ese sentimiento, todavía minoritario pero que ya florece en las élites más conscientes e influyentes de la sociedad, abre las puertas, de par en par, a la enfermedad más grave de la democracia, la desconfianza, la única que es mortal, un mal que dispara el recelo ciudadano en el sistema político, el cual, sin apoyo de las masas, deja de ser legítimo.
El foso que separa a los ciudadanos del sistema político no deja de agrandarse en España como consecuencia de dos factores decisivos: el primero de ellos es que en realidad nunca se hizo la transición desde la Dictadura a la Democracia, sino que, simplemente, el poder de los partidos se superpuso a la vieja y agotada estructura franquista, ocupando el poder sin que los ciudadanos participaran en el cambio, sin que nadie tuviera la honradez de explicar al ciudadano que era el protagonista del nuevo sistema. El segundo es que los partidos políticos españoles y sus dirigentes han ido demasiado lejos en su obsesión por acaparar poder y han perpetrado contra la democracia agresiones letales, entre ellas la marginación del ciudadano de la política, el acoso a la sociedad civil, el nulo respeto a la independencia de los poderes básicos del Estado y, en general, la voladura de las cautelas y limitaciones que el propio sistema posee para controlar al siempre insaciable poder político.
El sistema está tan dañado que ya es casi imposible recuperarlo. Lo realmente dañino no es que los ciudadanos piensen que la mayoría de los políticos son deshonestos, sino que la gente se siente engañada y no ve ya garantías ni seguridades en el propio sistema.
Los sondeos e investigaciones sociológicas arrojan resultados cada vez más alarmantes. El número de descontentos con el sistema crece constantemente, pero crece todavía más la cifra de los que han perdido la confianza en la democracia, lo que es mucho más grave.
No se trata ya de disentir con respecto a medidas de los gobiernos, como haber participado en la guerra de Irak contra la opinión pública mayoritaria, haber otorgado un estatuto privilegiado e inconstitucional a Cataluña, negociar desde el entreguismo y la debilidad con una banda de asesinos como ETA o haber negado la existencia de la crisis y mentido sin escrúpulos para ganar las elecciones del 2008, sino de algo mucho peor: tomar conciencia de que la democracia, secuestrada por los políticos y sus partidos, ha dejado de existir en España.
La gente no es tonta y empieza a darse cuenta que los privilegios del rey y de la clase política no son democráticos, como tampoco lo son el irrespeto a la independencia de los poderes legislativo, judicial y ejecutivo, o esas listas cerradas y bloqueadas que arrebatan al ciudadano su derecho constitucional a elegir a sus representantes, a las abismales desigualdades que separan, cada día más, a ricos y a pobres, o la constante pérdida del poder adquisitivo de los trabajadores, o la ocupación de la sociedad civil por parte de los partidos, o la manipulación y el engaño que se practica desde el poder, o la desaparición de la prensa libre, o la descarada e inmoral pugna por el poder, a cuchillo corto, que practican sin pudor los partidos políticos españoles, o el bochornoso espectáculo de la corrupción generalizada, o el todavía más insoportable espectáculo de una Justicia que opera de un modo con los poderosos y de otro muy distinto con los humildes.
Los ciudadanos más conscientes saben ya que la democracia ha sido trucada y está siendo manipulada por los poderosos para incrementar sus privilegios. La gente sabe que la burocracia se multiplica sólo porque los políticos necesitan pagar favores a diestro y siniestro. El pueblo sabe que España, con la décima parte de su actual estructura de poder, podría funcionar incluso mejor. Todos sabemos que las instituciones crecen innecesariamente, que el Senado es un geriátrico de lujo y que es país está plagado de instituciones innecesarias y sumamente costosas que sólo cumplen el papel de grandes apeaderos de lujo para políticos decadentes, para premiar lealtades inconfesables o pagar silencios vergonzantes.
Mucha gente no está dispuesta a seguir soportando la indecente falta de austeridad que practican los poderes públicos frente a una crisis que exige ahorro y sacrificio, ni el enriquecimiento descarado de los altos cargos, ni esa ostentación impropia de una democracia ciudadana, ni la sustitución del servicio por el privilegio en la función pública.
Los ciudadanos más conscientes e informados sienten bochorno al contemplar el triste e inmoral espectáculo del poder, de los bailes de comisiones, del enriquecimiento veloz, del urbanismo corrupto, del blindaje de los gestores, que jamás reconocen fallos ni saben dimitir, del incumplimiento sistemático de las promesas electorales.
A todo este tétrico panorama pueden agregarse actuaciones del poder todavía más miserables y rastreras, como son el incumplimiento permanente de la Constitución, de la supresión descarada y delictiva de derechos constitucionales como el acceso a una vivienda digna, el derecho a tutela judicial efectiva, el de la inmediata puesta a disposición de la justicia, la práctica de malos tratos a detenidos, la impunidad con la que el sistema judicial se pliega a los intereses políticos de turno y hasta presiones que se traducen en censura a periódicos, emisoras de radio y televisión, páginas de Internet y autores de libros.