El escándalo del aceite de girasol, pésimamente gestionado por el Ministerio de Sanidad, que ha creado alarma innecesariamente y que ha sido incapaz de restablecer la confianza que el propio Ministerio ha hurtado a los españoles, ha demostrado, una vez más, que la dirección política española no está a la altura y que uno de los mayores problemas de este país es el mal gobierno.
Los políticos españoles son una estafa permanente al ciudadano, que les otorga un poder inmenso, pone todos los recursos del Estado a su servicio, les paga sueldos de lujo, les eleva hasta el estrellato social y mediático y sólo recibe a cambio ineptitud, ineficiencia y una gestión pésima que, si se desarrollara en el mercado, sería merecedora de expulsión inmediata o de dimisión irrevocable.
Lo más lacerante ni siquiera es el mal gobierno sino la imposibilidad que tiene el ciudadano, teórico dueño del sistema y máximo protagonista en democracia, de castigar a los ineptos y obligarlos a hacer bien su trabajo. En política se da el triste caso de que los dueños (los ciudadanos) son estafados constante e impunemente por sus empleados (los políticos), una situación injusta e hiriente que sólo es posible porque la democracia ha sido destruida por esos mismos políticos y sustituida por una oligocracia que ha derrocado al ciudadano y convertido a los políticos en los únicos amos del sistema.
El caso del aceíte de girasol no es, ni mucho menos, el único ejemplo patente de la ineptitud de los políticos españoles, sino únicamente el último. Hay otros muchos centenares, entre los cuales destacan, por ser recientes, el oscuro e inexplicado pago de dinero a los piratas de Somalia, el reitaredo aislamiento de Zapatero en los grandes foros internacionales, la pésima gestión de la crisis del agua en Barcelona y el descarado y antidemoctrático reparto que los dos grandes partidos están realizando de un Poder Judicial el cual, en democracia, debe ser escrupulosamente independiente.
Algunos creen que la epidemia más destructiva del siglo XX fue la guerra, que causó casi cien millones de muertos; otros creen que fue el totalitarismo, encarnado en fantasmas como el bolchevique y el nazi-fascista, que fueron capaces de exterminar a etnias enteras y de organizar exterminios ideológicos y culturales masivos. Pero nosotros creemos que el más nocivo y letal virus del siglo fue el mal gobierno, una lacra que amenaza también con arruinar el siglo XXI.
No es cierta la sentencia, alimentada desde la política, que dice que “los pueblos tienen los gobiernos que se merecen”. No conozco un solo pueblo que sea peor que el gobierno que padece. La que sí es cada día más certera es la sentencia que dice que “la política es algo demasiado importante para dejarla en manos de los políticos”.
Basta echar una mirada al telediario para advertir la enorme plaga de la ineptitud gubernamental: se queman los bosques, arden los edificios que acogen a los pobres, muere un ciudadano en un cuartel, una intoxicación alimentaria masiva, inseguridad ciudadana, un gobierno que miente con impudicia, una oposición que es incapaz de regenerarse, una democracia prostituida, pobres cada vez más pobres y ricos cada vez más ricos, mequetrefes convertidos en ídolos de la sociedad, manipulación del pensamiento y de la información y la seguridad casi matemática de que cada vez que ocurre un desastre o estalla una crisis, el gobierno no estará a la altura del desafío.
Son los malos gobiernos los que han llevado a los pueblos hacia la guerra, los que empujaron en la Europa próspera y alegre de 1914 a generaciones enteras hacia las trincheras de la guerra, donde millones de vidas fueron segadas por las ametralladoras y los gases. Malos gobiernos fueron los que enfrentaron a los españoles en una guerra civil que era perfectamente evitable. Fueron los malos gobiernos los que perfeccionaron el totalitarismo y asesinaron a poblaciones enteras a mediados del siglo XX, dentro y fuera del frente bélico de la Segunda Guerra Mundial. Fueron los malos gobiernos los que inventaron la guerra fría, los que sembraron de conflictos bélicos el siglo, los que asesinaron sistemáticamente al adversario bajo la excusa de la seguridad nacional, los que derrocaron a los gobiernos populares y los que jamás dedicaron un esfuerzo a derrotar el hambre, la miseria y la injusticia.
Dicen los gobernantes en su descargo que la responsabilidad de los errores corresponde a toda la sociedad, pero no es cierto porque son ellos los que tienen el poder, sus lujos, sus privilegios y sus recursos: el presupuesto nacional, el monopolio de la violencia, el ejército, la policía y la fuerza de la ley. Nosotros sólo somos culpables de haberlos elegido sin exigirles casi nada a cambio. Ni siquiera los exigimos que sepan idiomas, que posean títulos superiores o que hayan demostrado en sus vidas poseer valores humanos.
Ellos, los políticos, sólo ellos, tienen la culpa del desastre.
Los políticos españoles son una estafa permanente al ciudadano, que les otorga un poder inmenso, pone todos los recursos del Estado a su servicio, les paga sueldos de lujo, les eleva hasta el estrellato social y mediático y sólo recibe a cambio ineptitud, ineficiencia y una gestión pésima que, si se desarrollara en el mercado, sería merecedora de expulsión inmediata o de dimisión irrevocable.
Lo más lacerante ni siquiera es el mal gobierno sino la imposibilidad que tiene el ciudadano, teórico dueño del sistema y máximo protagonista en democracia, de castigar a los ineptos y obligarlos a hacer bien su trabajo. En política se da el triste caso de que los dueños (los ciudadanos) son estafados constante e impunemente por sus empleados (los políticos), una situación injusta e hiriente que sólo es posible porque la democracia ha sido destruida por esos mismos políticos y sustituida por una oligocracia que ha derrocado al ciudadano y convertido a los políticos en los únicos amos del sistema.
El caso del aceíte de girasol no es, ni mucho menos, el único ejemplo patente de la ineptitud de los políticos españoles, sino únicamente el último. Hay otros muchos centenares, entre los cuales destacan, por ser recientes, el oscuro e inexplicado pago de dinero a los piratas de Somalia, el reitaredo aislamiento de Zapatero en los grandes foros internacionales, la pésima gestión de la crisis del agua en Barcelona y el descarado y antidemoctrático reparto que los dos grandes partidos están realizando de un Poder Judicial el cual, en democracia, debe ser escrupulosamente independiente.
Algunos creen que la epidemia más destructiva del siglo XX fue la guerra, que causó casi cien millones de muertos; otros creen que fue el totalitarismo, encarnado en fantasmas como el bolchevique y el nazi-fascista, que fueron capaces de exterminar a etnias enteras y de organizar exterminios ideológicos y culturales masivos. Pero nosotros creemos que el más nocivo y letal virus del siglo fue el mal gobierno, una lacra que amenaza también con arruinar el siglo XXI.
No es cierta la sentencia, alimentada desde la política, que dice que “los pueblos tienen los gobiernos que se merecen”. No conozco un solo pueblo que sea peor que el gobierno que padece. La que sí es cada día más certera es la sentencia que dice que “la política es algo demasiado importante para dejarla en manos de los políticos”.
Basta echar una mirada al telediario para advertir la enorme plaga de la ineptitud gubernamental: se queman los bosques, arden los edificios que acogen a los pobres, muere un ciudadano en un cuartel, una intoxicación alimentaria masiva, inseguridad ciudadana, un gobierno que miente con impudicia, una oposición que es incapaz de regenerarse, una democracia prostituida, pobres cada vez más pobres y ricos cada vez más ricos, mequetrefes convertidos en ídolos de la sociedad, manipulación del pensamiento y de la información y la seguridad casi matemática de que cada vez que ocurre un desastre o estalla una crisis, el gobierno no estará a la altura del desafío.
Son los malos gobiernos los que han llevado a los pueblos hacia la guerra, los que empujaron en la Europa próspera y alegre de 1914 a generaciones enteras hacia las trincheras de la guerra, donde millones de vidas fueron segadas por las ametralladoras y los gases. Malos gobiernos fueron los que enfrentaron a los españoles en una guerra civil que era perfectamente evitable. Fueron los malos gobiernos los que perfeccionaron el totalitarismo y asesinaron a poblaciones enteras a mediados del siglo XX, dentro y fuera del frente bélico de la Segunda Guerra Mundial. Fueron los malos gobiernos los que inventaron la guerra fría, los que sembraron de conflictos bélicos el siglo, los que asesinaron sistemáticamente al adversario bajo la excusa de la seguridad nacional, los que derrocaron a los gobiernos populares y los que jamás dedicaron un esfuerzo a derrotar el hambre, la miseria y la injusticia.
Dicen los gobernantes en su descargo que la responsabilidad de los errores corresponde a toda la sociedad, pero no es cierto porque son ellos los que tienen el poder, sus lujos, sus privilegios y sus recursos: el presupuesto nacional, el monopolio de la violencia, el ejército, la policía y la fuerza de la ley. Nosotros sólo somos culpables de haberlos elegido sin exigirles casi nada a cambio. Ni siquiera los exigimos que sepan idiomas, que posean títulos superiores o que hayan demostrado en sus vidas poseer valores humanos.
Ellos, los políticos, sólo ellos, tienen la culpa del desastre.
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