Decenas de periodistas españoles famosos exhibieron sin pudor su profunda incultura política al condenar en sus tertulias de radio y televisión el golpe de Estado contra el islamista Mursi, en Egipto, como un "retroceso" de la democracia, calificando de democrático a cualquier gobierno que haya sido elegido en las urnas e ignorando que la democracia es mucho más que eso y que desaparece siempre que un gobierno, aunque haya sido elegido por votación popular, frustra a sus electores, incumple sus promesas o suprime reglas básicas y derechos fundamentales del sistema.
Resultaba penoso y vergonzoso escuchar las condenas al golpe militar de Egipto bajo el argumento de que representa un atentado contra la democracia, cuando el islamista Mursi era cualquier cosa menos un demócrata porque su gobierno había incumplido sus promesas, legislado de manera arbitraria y alterado el orden constitucional para acumular poder.
Esos mismos periodistas y comentaristas, dueños de tribunas de opinión que utilizan con parcialidad y que no merecen, son los mismos que se refieren siempre a España calificándola de "democracia", sin asumir la triste verdad de que en España no se respeta ni una sola de las grandes reglas básicas y requerimientos de un sistema democrático: ni separación de poderes, ni igualdad ante la ley, ni unos procesos electorales plenamente libres y sin trabas, ni protagonismo del ciudadano, ni castigo para los corruptos, ni límites al poder de los partidos, ni una sociedad civil fuerte e independiente, ni unos medios de comunicación fiscalizadores del poder, ni el imperio de la verdad frente a la mentira, ni el respeto a las promesas electorales, ni otras muchas reglas y requerimientos de un sistema que, contrariamente a lo que ocurre en España, es incompatible con la mentira, el engaño, el abuso de poder y la corrupción.
España nunca podrá resurgir y regenerarse mientras que esa legión de periodistas incultos y secuestrados por el poder no digan la verdad a los ciudadanos, anteponiendo el derecho a una información libre e independiente a sus miserables servidumbres y oscuras alianzas con los partidos políticos, cuyos intereses defienden antes que los de los ciudadanos, incumpliendo así sus deberes básicos, éticos y profesionales, en democracia.
El golpe de Estado no siempre es condenable. Cuando se lanza contra un gobierno contaminado de mentiras e ignominias, que prefiere aplastar al pueblo antes que perder poder y privilegios o que irrespeta derechos fundamentales y ordenamientos claves de la sociedad democrática, como es la separación e independencia de los poderes básicos del Estado, entonces el golpe no sólo es lícito sino obligado y democrático.
Cuando los gobiernos saquean, roban, mienten a los ciudadanos, incumplen sus promesas y anteponen los propios intereses al bien común, no merecen respeto alguno y tanto los ciudadanos responsables como las fuerzas que deben cuidar la legalidad constitucional y la ética democrática tienen no sólo el derecho sino también el deber de alzarse contra la indecencia y el abuso del poder, por mucho que ese poder haya surgido de las urnas.
Las urnas, en democracia, no otorgan cheques en blanco ni impunidad, sino únicamente el derecho a gobernar bien, bajo el imperio de una ley igual para todos y siempre que siga gozando de la confianza de los electores.
Resultaba penoso y vergonzoso escuchar las condenas al golpe militar de Egipto bajo el argumento de que representa un atentado contra la democracia, cuando el islamista Mursi era cualquier cosa menos un demócrata porque su gobierno había incumplido sus promesas, legislado de manera arbitraria y alterado el orden constitucional para acumular poder.
Esos mismos periodistas y comentaristas, dueños de tribunas de opinión que utilizan con parcialidad y que no merecen, son los mismos que se refieren siempre a España calificándola de "democracia", sin asumir la triste verdad de que en España no se respeta ni una sola de las grandes reglas básicas y requerimientos de un sistema democrático: ni separación de poderes, ni igualdad ante la ley, ni unos procesos electorales plenamente libres y sin trabas, ni protagonismo del ciudadano, ni castigo para los corruptos, ni límites al poder de los partidos, ni una sociedad civil fuerte e independiente, ni unos medios de comunicación fiscalizadores del poder, ni el imperio de la verdad frente a la mentira, ni el respeto a las promesas electorales, ni otras muchas reglas y requerimientos de un sistema que, contrariamente a lo que ocurre en España, es incompatible con la mentira, el engaño, el abuso de poder y la corrupción.
España nunca podrá resurgir y regenerarse mientras que esa legión de periodistas incultos y secuestrados por el poder no digan la verdad a los ciudadanos, anteponiendo el derecho a una información libre e independiente a sus miserables servidumbres y oscuras alianzas con los partidos políticos, cuyos intereses defienden antes que los de los ciudadanos, incumpliendo así sus deberes básicos, éticos y profesionales, en democracia.
El golpe de Estado no siempre es condenable. Cuando se lanza contra un gobierno contaminado de mentiras e ignominias, que prefiere aplastar al pueblo antes que perder poder y privilegios o que irrespeta derechos fundamentales y ordenamientos claves de la sociedad democrática, como es la separación e independencia de los poderes básicos del Estado, entonces el golpe no sólo es lícito sino obligado y democrático.
Cuando los gobiernos saquean, roban, mienten a los ciudadanos, incumplen sus promesas y anteponen los propios intereses al bien común, no merecen respeto alguno y tanto los ciudadanos responsables como las fuerzas que deben cuidar la legalidad constitucional y la ética democrática tienen no sólo el derecho sino también el deber de alzarse contra la indecencia y el abuso del poder, por mucho que ese poder haya surgido de las urnas.
Las urnas, en democracia, no otorgan cheques en blanco ni impunidad, sino únicamente el derecho a gobernar bien, bajo el imperio de una ley igual para todos y siempre que siga gozando de la confianza de los electores.
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