En las democracias degradadas de Occidente, la sociedad civil empieza a cumplir un papel similar al que cumplió en la lucha contra los regímenes totalitarios del socialismo real. Aquí no se enfrenta, como allí, a un régimen totalitario de partido único, pero sí a unas castas políticas profesionales igualmente afincadas en partidos políticos muy poderosos y atrincheradas en el poder político, que han cometido el imperdonable error de transformar, a traición, las democracias en oligocracias y que también marginan a sus ciudadanos con idéntico sentido monopolístico de la política y del poder.
La sociedad civil es también aquí, en el Occidente falsamente democrático, la política del ciudadano que se opone a la política de las castas dominantes que ocupan el Estado. Allí, en el bloque comunista, sonaba el grito de guerra cívico que reclamaba el desmantelamiento del Estado totalitario; aquí es el clamor colectivo creciente, que convoca a la regeneración de una democracia podrida. En Occidente como antes en la Europa del Este, la sociedad civil representa el único camino transitable para que el ciudadano pueda recuperar la ciudadanía que le pertenece y que le ha sido arrebatada por los políticos. En ambos mundos, la sociedad civil es el mejor vehículo para la utopía y la reacción digna de los injustamente marginados, para introducir cordura y salud en unas sociedades enfermas.
Los periodistas, a pesar de que sus tareas profesionales les situaban en la vanguardia teórica de la sociedad, quedaron vergonzosamente al margen de los movimientos liberadores de la sociedad civil en el Este de Europa, un error lamentable que se está reproduciendo casi milimétricamente en Occidente, donde la mayoría de los periodistas también han sido ya neutralizados o incorporados a las élites del poder. Las investigaciones históricas demuestran que, cuando cayó el Muro de Berlín, los periodistas comunistas fueron, junto con los políticos, los más ajenos e inconscientes a la gran noticia de que su mundo se hundía, quizás porque, al igual que los políticos, estaban alienados por los privilegios y demasiado lejos de los sufrimientos y anhelos del pueblo que, conjuntamente, sojuzgaban.
Muchos filósofos occidentales, tanto de derecha como de izquierda, resaltan hoy las virtudes de la sociedad civil en comparación con el Estado, afirmando que es necesario aprender de la profunda lección que nos llegó desde el Este de Europa. Otros estudiosos creen que la sociedad civil está impulsando a escala mundial esa corriente que pugna por legitimar el poder político abriéndolo y difundiéndolo, mejor que concentrándolo en pocas manos. Cada vez más pensadores sostienen que, aunque las circunstancias no sean las mismas, sí existen coincidencias sorprendentes entre los sucesos de Europa del Este y lo que acontece en las democracias degradadas, como la que cita Berger cuando habla de la necesidad de librarnos del “aplastante peso del Estado en la vida social e individual”. De hecho, hasta la mayoría de los pensadores sometidos admiten hoy que en las sociedades occidentales se necesitan varias esferas intermedias que faciliten la relación entre el Estado y el ciudadano de a pie. Casi sin excepción, aceptan también que la inexistencia de una sociedad civil activa y vigorosa tiene como consecuencia directa el estancamiento.
La sociedad civil es también aquí, en el Occidente falsamente democrático, la política del ciudadano que se opone a la política de las castas dominantes que ocupan el Estado. Allí, en el bloque comunista, sonaba el grito de guerra cívico que reclamaba el desmantelamiento del Estado totalitario; aquí es el clamor colectivo creciente, que convoca a la regeneración de una democracia podrida. En Occidente como antes en la Europa del Este, la sociedad civil representa el único camino transitable para que el ciudadano pueda recuperar la ciudadanía que le pertenece y que le ha sido arrebatada por los políticos. En ambos mundos, la sociedad civil es el mejor vehículo para la utopía y la reacción digna de los injustamente marginados, para introducir cordura y salud en unas sociedades enfermas.
Los periodistas, a pesar de que sus tareas profesionales les situaban en la vanguardia teórica de la sociedad, quedaron vergonzosamente al margen de los movimientos liberadores de la sociedad civil en el Este de Europa, un error lamentable que se está reproduciendo casi milimétricamente en Occidente, donde la mayoría de los periodistas también han sido ya neutralizados o incorporados a las élites del poder. Las investigaciones históricas demuestran que, cuando cayó el Muro de Berlín, los periodistas comunistas fueron, junto con los políticos, los más ajenos e inconscientes a la gran noticia de que su mundo se hundía, quizás porque, al igual que los políticos, estaban alienados por los privilegios y demasiado lejos de los sufrimientos y anhelos del pueblo que, conjuntamente, sojuzgaban.
Muchos filósofos occidentales, tanto de derecha como de izquierda, resaltan hoy las virtudes de la sociedad civil en comparación con el Estado, afirmando que es necesario aprender de la profunda lección que nos llegó desde el Este de Europa. Otros estudiosos creen que la sociedad civil está impulsando a escala mundial esa corriente que pugna por legitimar el poder político abriéndolo y difundiéndolo, mejor que concentrándolo en pocas manos. Cada vez más pensadores sostienen que, aunque las circunstancias no sean las mismas, sí existen coincidencias sorprendentes entre los sucesos de Europa del Este y lo que acontece en las democracias degradadas, como la que cita Berger cuando habla de la necesidad de librarnos del “aplastante peso del Estado en la vida social e individual”. De hecho, hasta la mayoría de los pensadores sometidos admiten hoy que en las sociedades occidentales se necesitan varias esferas intermedias que faciliten la relación entre el Estado y el ciudadano de a pie. Casi sin excepción, aceptan también que la inexistencia de una sociedad civil activa y vigorosa tiene como consecuencia directa el estancamiento.
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