Comienzo a escribir este pequeño artículo, tras haber hablado con un buen amigo periodista y doctor en ciencias de la información, Francisco Rubiales (16.11.2023). Él, en su desesperación indignada, me decía, que los libros de intelectuales y profesores, ante la situación límite que vivimos en nuestro país, no son de gran utilidad. La gente no lee esa literatura. Hay que pasar a una acción más directa, que tenga impacto social, en relaciones vis a vis, rompiendo compromisos con partidos políticos, con instituciones y asociaciones de la sociedad civil, etc.
Es posible que tenga razón, pero yo, quizás condicionado por mi vocación docente, o mi “deformación profesional” (soy docente universitario jubilado), me resisto a dejar el ordenador, aún a pesar de haberme hecho este mismo año, el propósito de tomarme un descanso. A lo mejor porque no sé hacer otra cosa.
¿Vivimos hoy, cuando nos acercamos al final del año 2023, en un mundo desnortado, que parece que se nos viene encima para aplastarnos? Nunca pensé que, en mi vejez (cumplo próximamente 79 años), iba a dejar una sociedad tan desolada y con perspectivas tan poco halagüeñas a mis hijos y a mi nieto.
Si dirigimos nuestra mirada al mundo de la política, al de la familia, al de la juventud, al laboral, al de la Inteligencia artificial, al ecológico, y al religioso, vemos cernirse sobre nosotros una serie inacabable de interrogantes y amenazas nada tranquilizadoras.
Nuestro orden constitucional, con la discutida ley de la amnistía, es atacado en sus fundamentos más irrenunciables, con consecuencias muy graves de cara a la estabilidad, desarrollo integral, armónico y solidario de nuestra sociedad. Se atenta con ella al orden constitucional, al estado de derecho y a la igualdad entre todos los españoles, etc. Ello garantiza una sociedad fraccionada de modo gravemente traumático. De momento, el frentismo más radical y demagógico ha ganado la batalla con Pedro Sánchez de nuevo asumiendo la presidencia del gobierno.
La familia heterosexual y monógama es, sin más, descalificada como institución machista y dominadora, frente a otras alternativas “liberadoras” de la mujer y fomentadoras de una sexualidad “desinhibida”, en el contexto de la ideología de género, que nos aboca a un mundo de identidad y relaciones sexuales ambiguas y confusas, en el que se debaten muchos transexuales y los partidarios del poliamor. La ideología “trans” sigue fracturado al movimiento feminista. El 25 de noviembre del 2023, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, en las calles madrileñas, se manifestaron separadamente el PSOE y el resto de partidos denominados progresistas. Nuestra juventud se desanima ante unas perspectivas laborales misérrimas, que recortan sus posibilidades de emancipación del hogar donde nació, obligando a muchos a emigrar a otros países con mejores perspectivas sociales y de trabajo. Una situación que, a veces, se puede llamar “anómica,” y que lleva al desencanto, el pesimismo y la falta de objetivos.
Es preocupante la huida al mundo de la droga, y la elevada tasa de suicido de nuestra juventud. La inflación y la deuda pública de nuestra macroeconomía nos pueden quitar el sueño. Basta pensar en los ciudadanos que hoy tienen una hipoteca. El desarrollo de las nuevas tecnologías y la Inteligencia Artificial pueden abrir posibilidades en multitud de campos, como el de la salud, la gestión pública, la planificación y organización empresarial, las redes de comunicación, y la docencia y la investigación en multitud de campos del saber, etc.
Pero también nos amenaza con un uso egoísta, insolidario, inmoral y torticero, que puede malograr nuestros posibles éxitos. Y en fin, nuestra sociedad postsecular, con las prácticas religiosas tradicionales en descenso, y el renacer de una religiosidad difusa, también puede encerrar un índice de desorientación y de crisis de valores. En la Iglesia Católica ha surgido un proceso de regeneración con el movimiento sinodal, que esperemos de sus necesarios frutos.
¿Dónde está la raíz de estos males, y de otros que podríamos enumerar? Es un interrogante al que yo llevo dándole vueltas hace algunos años, y al que, en alguna medida, he intentado contestar en mis dos últimos libros. (Fernández del Riesgo, Manuel, La crisis del humanismo. Inquietudes y esperanzas en el atardecer de la vida”, e, “Ideología de género y democracia. Reflexiones críticas”, Dykinson, Madrid, 2020, 2023).
Sin embargo, la sucesión acelerada de graves acontecimientos, como las crueles y brutales guerras de Ucrania y Rusia, y de Palestina e Israel, la desestructuración de nuestro orden político, el innegable cambio climático que se manifiesta cada vez más con numerosos desastres naturales, las migraciones, que huyen de la hambruna en condiciones cada vez más descorazonadoras, fomentadas por organizaciones criminales, cuando no por las iniciativas políticas de algunos gobiernos sin escrúpulos, destilan una profunda crisis de humanidad cada vez más preocupante.
Una crisis que como reto, nos exige seguir abundando en nuestra reflexión crítica, para intentar alumbrar algún razonamiento con el que seguir dilucidando afirmaciones, que toquen el fondo, donde descansa ese desarbolamiento que padece nuestra sociedad. Razonamiento que, inevitablemente tendrá que argumentar acerca de nuestra enigmática, contradictoria y lábil condición humana, para intentar decir algo acerca de nuestra naturaleza, de nuestro modo de ser y actuar orientado por valores. Un concepto que muchos han borrado del discurso narrativo que podemos leer en los medios de comunicación social, en una pluralidad de ensayos filosóficos y psicológicos, y en la literatura.
Pero si, en último término, no sabemos decirnos a nosotros mismos, ni a los demás, quiénes somos, y a qué aspiramos, no encontraremos un sentido que ilumine nuestras vidas. Un sentido que nos ayude a sortear las grandes dificultades y a dar respuestas a los retos que nos acucian de modo irremediable.
Dar respuesta a esta exigencia nodal de nuestra condición racional y estimativa, no es posible sin un mínimo lenguaje coherente y persuasivo, que aspire a dar, aunque sea tangencial y asintóticamente, respuesta a la verdad acerca del ser humano y de unos valores irrenunciables que lo signifiquen y justifiquen.
Sin embargo, el subjetivismo, el relativismo, y un voluntarismo que rezuman nihilismo, parecen que son notas que caracterizan al discurso posmoderno, que afecta a la vida política y a la vida moral. El lenguaje performativo parece renunciar a la verdad, al bien común, al concepto de naturaleza humana, al servicio de un pragmatismo ad hoc. Lo que interesa y es relevante es el poder, el dinero, el sexo indefinido, y un consumo líquido y desnortado. En el fondo de todo ello, late una exaltación del yo, que en su idolatría, acaba consumiendo y destruyendo al ciudadano y a la persona humana. La palabra dada, y el compromiso moral o político, parecen no valer nada. Todo acaba transido de una transitoriedad y precariedad desconcertantes. Se “cambia de opinión” con absoluta frivolidad o cinismo. Lo que vale hoy, mañana ya no vale. El caso de nuestro actual presidente de Gobierno es patético y profundamente inmoral.
Todo ello afecta a la autoridad política y moral, e hiere letalmente a las relaciones sociales en todos los órdenes. Ello alimenta una desconfianza e inseguridad en el ciudadano y en la persona humana, que hace inviable una vida mínimamente satisfactoria y esperanzada.
Ante una situación tan preocupante, que afecta, como hemos dicho, a la vida política, a la familiar, y a la social, ¿qué podemos hacer? Estoy intentando dar respuesta a este interrogante en un futuro libro que traigo entre manos. Pero de momento quisiera apuntar una tesis importante que puede ayudar a dilucidar el embarramiento en el que estamos hundidos.
Siguiendo el profundo análisis llevada a cabo por la magistrada Natalia Velilla en su libro La crisis de la autoridad (Arpa, Barcelona, 2023), hoy percibimos un olvido o desprecio por el principio de autoridad, que está desestructurando gravemente la vida social. No se respetan las instituciones públicas, y en la vida privada se cuestiona la autoridad paterna, la de los profesores, la de los facultativos, la de los agentes de seguridad, etc. Ello tiene unas graves consecuencia disfuncionales para nuestro vivir diario.
No podemos renunciar al principio de autoridad, entendido como una “facultad de mando o de liderazgo” otorgada por derecho, y no simplemente de hecho, como en épocas prodemocráticas. Puesta en cuestión la jerarquía legítima que reconoce el que manda y el que obedece, resulta inviable nuestra sociabilidad y cohesión social. Sin ella, facilitaremos la desorganización caótica en muchos ámbitos sociales.
Concretando podemos decir que, en el caso de la autoridad política, la obediencia al que detenta la autoridad descansa en un ordenamiento jurídico. No obstante, hay que reconocer que el liderazgo está asociado a ciertas facultades del que detenta la autoridad, que promueve la obediencia de los que terminan por reconocer al que manda. Claro que puede darse, la autoridad sin liderazgo. Lo ideal sería que la autoridad formal derivada de la Ley, se viera acompañada de una autoridad vinculada a la categoría moral del que manda. De ese modo la autoridad, en su ejercicio práctico, no olvidará la prosecución del bien común y de la justicia solidaria. Pero por desgracia, esta condición hoy brilla por su ausencia en la persona de Pedro Sánchez.
Como sostiene Noelia Velilla, el concepto legítimo de autoridad política está vinculado y es consustancial con un poder adquirido democráticamente, y por ello respetuoso con la ley.
Pero cuando, en la práctica política, más allá de la verborrea cínica del discurso oficial, ese respeto por la Ley es transgredido con una impunidad que nos indigna, el sistema político se tambalea. Todo está sometido a la conquista y mantenimiento del poder, incluido el orden constitucional y una ética de mínimos, que debía ser intocable. Eso está ocurriendo hoy en España. La pretendida conexión entre una autoridad legítima y un liderazgo autoritario o totalitario es un oxímoron. Este lamentable espectáculo está produciendo, en una parte importante de la ciudadanía, la desafección política. Lo cual no es bueno.
Me ha llenado de indignación el discurso que Pedro Sánchez ha pronunciado, como invitado, en el reciente Congreso del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), celebrado en Berlín. Un discurso, en el que ha vuelto a reivindicar su victoria electoral y a su partido como la garantía de una política de progreso y de respeto de los derechos humanos, y como socialista y socialdemócrata ha ofrecido su apoyo agradecido a Olaf Scholz.
¿Pero más allá de su verborrea retórica y mentirosa, se puede saber qué tiene nuestro Presidente de socialdemócrata, cuando es un autócrata, que siembra la semilla del frentismo cainita, y desea levantar un “muro” excluyente, que hace inviable el diálogo y el posible acuerdo con la derecha liberal de nuestro país?.
Su obsesión es centrase en el odio que rezuma la extrema derecha, como un veneno letal para el futuro de nuestra sociedad y de Europa. Un esquema simplista y reduccionista, que no se enfrenta a la complejidad de nuestra actual situación política. A pesar de sus horas bajas y sus dificultades actuales,
Olaf Scholz ha sido capaz de una coalición de gobierno con los Verdes y los liberales del FDP. Eso es algo inimaginable para nuestro cínico Presidente.
Además Pedro Sánchez se ha dejado impregnar de un cierto populismo, que ha revivido la extrema izquierda podemita. Populismo en el que el líder se apropia de la voluntad popular, y acaba identificando la soberanía con su propia persona. Un populismo que fomenta una polarización desabrida, y un discurso demagógico frentista y dualista, muy pernicioso para la salud de la democracia, que no puede renunciar a la confianza en la capacidad crítica de la razón dialogal, para alcanzar consensos, que hagan viable la vida política.
Esto se traduce en el auge de un cierto totalitarismo antisistémico y antidemocrático, proclive a la práctica plebiscitaria hábilmente manipulada, olvidadizo de que la obediencia debida se resquebraja cuando la autoridad impone órdenes contrarias al orden y el derecho establecidos. Es más, no podemos olvidar que la obediencia debida, no nos puede exigir renunciar a nuestra moralidad. Dicha obediencia tiene límites legales y morales. (Algo que viene ya denunciado desde la antigua Grecia. Recordemos, como ejemplo, la tragedia Antigona). Es más, un adecuado ordenamiento jurídico, deberá de contemplar la posibilidad de la desobediencia a la autoridad, cuando el ciudadano se enfrente a ordenamientos que sean claramente injustos.
En situaciones muy graves, cuando la conquista del poder deja de tener el más mínimo fundamento moral, cabe la legítima desobediencia civil. Se dará entonces un conflicto aporético entre la ética y la mala política. Pero es un conflicto que la sociedad civil hoy no puede dejar de mantener vivo, como un catalizador, que ayude a alumbrar alguna salida a la trágica situación en la que nos encontramos. Las recientes manifestaciones de la sociedad civil en nuestro país, son una esperanza, que no debería desfallecer.
Manuel Fernández del Riesgo. Profesor Titular jubilado de
la Universidad Complétense.
Es posible que tenga razón, pero yo, quizás condicionado por mi vocación docente, o mi “deformación profesional” (soy docente universitario jubilado), me resisto a dejar el ordenador, aún a pesar de haberme hecho este mismo año, el propósito de tomarme un descanso. A lo mejor porque no sé hacer otra cosa.
¿Vivimos hoy, cuando nos acercamos al final del año 2023, en un mundo desnortado, que parece que se nos viene encima para aplastarnos? Nunca pensé que, en mi vejez (cumplo próximamente 79 años), iba a dejar una sociedad tan desolada y con perspectivas tan poco halagüeñas a mis hijos y a mi nieto.
Si dirigimos nuestra mirada al mundo de la política, al de la familia, al de la juventud, al laboral, al de la Inteligencia artificial, al ecológico, y al religioso, vemos cernirse sobre nosotros una serie inacabable de interrogantes y amenazas nada tranquilizadoras.
Nuestro orden constitucional, con la discutida ley de la amnistía, es atacado en sus fundamentos más irrenunciables, con consecuencias muy graves de cara a la estabilidad, desarrollo integral, armónico y solidario de nuestra sociedad. Se atenta con ella al orden constitucional, al estado de derecho y a la igualdad entre todos los españoles, etc. Ello garantiza una sociedad fraccionada de modo gravemente traumático. De momento, el frentismo más radical y demagógico ha ganado la batalla con Pedro Sánchez de nuevo asumiendo la presidencia del gobierno.
La familia heterosexual y monógama es, sin más, descalificada como institución machista y dominadora, frente a otras alternativas “liberadoras” de la mujer y fomentadoras de una sexualidad “desinhibida”, en el contexto de la ideología de género, que nos aboca a un mundo de identidad y relaciones sexuales ambiguas y confusas, en el que se debaten muchos transexuales y los partidarios del poliamor. La ideología “trans” sigue fracturado al movimiento feminista. El 25 de noviembre del 2023, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, en las calles madrileñas, se manifestaron separadamente el PSOE y el resto de partidos denominados progresistas. Nuestra juventud se desanima ante unas perspectivas laborales misérrimas, que recortan sus posibilidades de emancipación del hogar donde nació, obligando a muchos a emigrar a otros países con mejores perspectivas sociales y de trabajo. Una situación que, a veces, se puede llamar “anómica,” y que lleva al desencanto, el pesimismo y la falta de objetivos.
Es preocupante la huida al mundo de la droga, y la elevada tasa de suicido de nuestra juventud. La inflación y la deuda pública de nuestra macroeconomía nos pueden quitar el sueño. Basta pensar en los ciudadanos que hoy tienen una hipoteca. El desarrollo de las nuevas tecnologías y la Inteligencia Artificial pueden abrir posibilidades en multitud de campos, como el de la salud, la gestión pública, la planificación y organización empresarial, las redes de comunicación, y la docencia y la investigación en multitud de campos del saber, etc.
Pero también nos amenaza con un uso egoísta, insolidario, inmoral y torticero, que puede malograr nuestros posibles éxitos. Y en fin, nuestra sociedad postsecular, con las prácticas religiosas tradicionales en descenso, y el renacer de una religiosidad difusa, también puede encerrar un índice de desorientación y de crisis de valores. En la Iglesia Católica ha surgido un proceso de regeneración con el movimiento sinodal, que esperemos de sus necesarios frutos.
¿Dónde está la raíz de estos males, y de otros que podríamos enumerar? Es un interrogante al que yo llevo dándole vueltas hace algunos años, y al que, en alguna medida, he intentado contestar en mis dos últimos libros. (Fernández del Riesgo, Manuel, La crisis del humanismo. Inquietudes y esperanzas en el atardecer de la vida”, e, “Ideología de género y democracia. Reflexiones críticas”, Dykinson, Madrid, 2020, 2023).
Sin embargo, la sucesión acelerada de graves acontecimientos, como las crueles y brutales guerras de Ucrania y Rusia, y de Palestina e Israel, la desestructuración de nuestro orden político, el innegable cambio climático que se manifiesta cada vez más con numerosos desastres naturales, las migraciones, que huyen de la hambruna en condiciones cada vez más descorazonadoras, fomentadas por organizaciones criminales, cuando no por las iniciativas políticas de algunos gobiernos sin escrúpulos, destilan una profunda crisis de humanidad cada vez más preocupante.
Una crisis que como reto, nos exige seguir abundando en nuestra reflexión crítica, para intentar alumbrar algún razonamiento con el que seguir dilucidando afirmaciones, que toquen el fondo, donde descansa ese desarbolamiento que padece nuestra sociedad. Razonamiento que, inevitablemente tendrá que argumentar acerca de nuestra enigmática, contradictoria y lábil condición humana, para intentar decir algo acerca de nuestra naturaleza, de nuestro modo de ser y actuar orientado por valores. Un concepto que muchos han borrado del discurso narrativo que podemos leer en los medios de comunicación social, en una pluralidad de ensayos filosóficos y psicológicos, y en la literatura.
Pero si, en último término, no sabemos decirnos a nosotros mismos, ni a los demás, quiénes somos, y a qué aspiramos, no encontraremos un sentido que ilumine nuestras vidas. Un sentido que nos ayude a sortear las grandes dificultades y a dar respuestas a los retos que nos acucian de modo irremediable.
Dar respuesta a esta exigencia nodal de nuestra condición racional y estimativa, no es posible sin un mínimo lenguaje coherente y persuasivo, que aspire a dar, aunque sea tangencial y asintóticamente, respuesta a la verdad acerca del ser humano y de unos valores irrenunciables que lo signifiquen y justifiquen.
Sin embargo, el subjetivismo, el relativismo, y un voluntarismo que rezuman nihilismo, parecen que son notas que caracterizan al discurso posmoderno, que afecta a la vida política y a la vida moral. El lenguaje performativo parece renunciar a la verdad, al bien común, al concepto de naturaleza humana, al servicio de un pragmatismo ad hoc. Lo que interesa y es relevante es el poder, el dinero, el sexo indefinido, y un consumo líquido y desnortado. En el fondo de todo ello, late una exaltación del yo, que en su idolatría, acaba consumiendo y destruyendo al ciudadano y a la persona humana. La palabra dada, y el compromiso moral o político, parecen no valer nada. Todo acaba transido de una transitoriedad y precariedad desconcertantes. Se “cambia de opinión” con absoluta frivolidad o cinismo. Lo que vale hoy, mañana ya no vale. El caso de nuestro actual presidente de Gobierno es patético y profundamente inmoral.
Todo ello afecta a la autoridad política y moral, e hiere letalmente a las relaciones sociales en todos los órdenes. Ello alimenta una desconfianza e inseguridad en el ciudadano y en la persona humana, que hace inviable una vida mínimamente satisfactoria y esperanzada.
Ante una situación tan preocupante, que afecta, como hemos dicho, a la vida política, a la familiar, y a la social, ¿qué podemos hacer? Estoy intentando dar respuesta a este interrogante en un futuro libro que traigo entre manos. Pero de momento quisiera apuntar una tesis importante que puede ayudar a dilucidar el embarramiento en el que estamos hundidos.
Siguiendo el profundo análisis llevada a cabo por la magistrada Natalia Velilla en su libro La crisis de la autoridad (Arpa, Barcelona, 2023), hoy percibimos un olvido o desprecio por el principio de autoridad, que está desestructurando gravemente la vida social. No se respetan las instituciones públicas, y en la vida privada se cuestiona la autoridad paterna, la de los profesores, la de los facultativos, la de los agentes de seguridad, etc. Ello tiene unas graves consecuencia disfuncionales para nuestro vivir diario.
No podemos renunciar al principio de autoridad, entendido como una “facultad de mando o de liderazgo” otorgada por derecho, y no simplemente de hecho, como en épocas prodemocráticas. Puesta en cuestión la jerarquía legítima que reconoce el que manda y el que obedece, resulta inviable nuestra sociabilidad y cohesión social. Sin ella, facilitaremos la desorganización caótica en muchos ámbitos sociales.
Concretando podemos decir que, en el caso de la autoridad política, la obediencia al que detenta la autoridad descansa en un ordenamiento jurídico. No obstante, hay que reconocer que el liderazgo está asociado a ciertas facultades del que detenta la autoridad, que promueve la obediencia de los que terminan por reconocer al que manda. Claro que puede darse, la autoridad sin liderazgo. Lo ideal sería que la autoridad formal derivada de la Ley, se viera acompañada de una autoridad vinculada a la categoría moral del que manda. De ese modo la autoridad, en su ejercicio práctico, no olvidará la prosecución del bien común y de la justicia solidaria. Pero por desgracia, esta condición hoy brilla por su ausencia en la persona de Pedro Sánchez.
Como sostiene Noelia Velilla, el concepto legítimo de autoridad política está vinculado y es consustancial con un poder adquirido democráticamente, y por ello respetuoso con la ley.
Pero cuando, en la práctica política, más allá de la verborrea cínica del discurso oficial, ese respeto por la Ley es transgredido con una impunidad que nos indigna, el sistema político se tambalea. Todo está sometido a la conquista y mantenimiento del poder, incluido el orden constitucional y una ética de mínimos, que debía ser intocable. Eso está ocurriendo hoy en España. La pretendida conexión entre una autoridad legítima y un liderazgo autoritario o totalitario es un oxímoron. Este lamentable espectáculo está produciendo, en una parte importante de la ciudadanía, la desafección política. Lo cual no es bueno.
Me ha llenado de indignación el discurso que Pedro Sánchez ha pronunciado, como invitado, en el reciente Congreso del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), celebrado en Berlín. Un discurso, en el que ha vuelto a reivindicar su victoria electoral y a su partido como la garantía de una política de progreso y de respeto de los derechos humanos, y como socialista y socialdemócrata ha ofrecido su apoyo agradecido a Olaf Scholz.
¿Pero más allá de su verborrea retórica y mentirosa, se puede saber qué tiene nuestro Presidente de socialdemócrata, cuando es un autócrata, que siembra la semilla del frentismo cainita, y desea levantar un “muro” excluyente, que hace inviable el diálogo y el posible acuerdo con la derecha liberal de nuestro país?.
Su obsesión es centrase en el odio que rezuma la extrema derecha, como un veneno letal para el futuro de nuestra sociedad y de Europa. Un esquema simplista y reduccionista, que no se enfrenta a la complejidad de nuestra actual situación política. A pesar de sus horas bajas y sus dificultades actuales,
Olaf Scholz ha sido capaz de una coalición de gobierno con los Verdes y los liberales del FDP. Eso es algo inimaginable para nuestro cínico Presidente.
Además Pedro Sánchez se ha dejado impregnar de un cierto populismo, que ha revivido la extrema izquierda podemita. Populismo en el que el líder se apropia de la voluntad popular, y acaba identificando la soberanía con su propia persona. Un populismo que fomenta una polarización desabrida, y un discurso demagógico frentista y dualista, muy pernicioso para la salud de la democracia, que no puede renunciar a la confianza en la capacidad crítica de la razón dialogal, para alcanzar consensos, que hagan viable la vida política.
Esto se traduce en el auge de un cierto totalitarismo antisistémico y antidemocrático, proclive a la práctica plebiscitaria hábilmente manipulada, olvidadizo de que la obediencia debida se resquebraja cuando la autoridad impone órdenes contrarias al orden y el derecho establecidos. Es más, no podemos olvidar que la obediencia debida, no nos puede exigir renunciar a nuestra moralidad. Dicha obediencia tiene límites legales y morales. (Algo que viene ya denunciado desde la antigua Grecia. Recordemos, como ejemplo, la tragedia Antigona). Es más, un adecuado ordenamiento jurídico, deberá de contemplar la posibilidad de la desobediencia a la autoridad, cuando el ciudadano se enfrente a ordenamientos que sean claramente injustos.
En situaciones muy graves, cuando la conquista del poder deja de tener el más mínimo fundamento moral, cabe la legítima desobediencia civil. Se dará entonces un conflicto aporético entre la ética y la mala política. Pero es un conflicto que la sociedad civil hoy no puede dejar de mantener vivo, como un catalizador, que ayude a alumbrar alguna salida a la trágica situación en la que nos encontramos. Las recientes manifestaciones de la sociedad civil en nuestro país, son una esperanza, que no debería desfallecer.
Manuel Fernández del Riesgo. Profesor Titular jubilado de
la Universidad Complétense.
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