La rebelión de los jóvenes griegos no debe entenderse como una reacción violenta al abuso policial que constituyó el asesinato del joven Grigoropulos, sino como un brote de indignación y de rechazo frente a la lacra del mal gobierno y a una forma bastarda de hacer política en Grecia y en numerosos países del mundo que se autoproclaman democracias, donde los privilegios de la casta política, la corrupción y la ineficacia están abonando el terreno para que los ciudadanos salgan a las calles con la esperanza de expulsar a sus dirigentes del poder.
Los griegos ocupan, desde hace décadas, uno de los últimos vagones del tren de la prosperidad en Europa. Su sociedad empieza a estar desesperada y ha decidido enfrentarse al Estado utilizando el "fuego griego", después de comprobar que es ridículo enfrentarse a los políticos con banderitas y silbatos.
La forma más inteligente de analizar los socesos de Grecia es entendiéndolos como una "tarjeta amarilla" mostrada por los ciudadanos a los políticos que están prostituyendo las democracias en todo el mundo.
La sociedad griega, como muchas otras sociedades del mundo desarrollado, está cansada de que le engañen y le estafen, de los miserables salarios que reciben, de las pésimas condiciones laborales, de la corrupción y del cúmulo de abusos que perpetra la clase política, así como de la inseguridad y de la injusticia que rodea sus vidas, mientras soportan impotentes que sus dirigentes electos, convertidos en una casta elitista, arrogante e inepta, vivan en una burbuja de privilegio, lujo y poder.
Han sido elegidos para que gestionen una empresa llamada Estado, propiedad de los ciudadanos, y se han apropiado de ella, marginando a sus dueños y sometiéndolos a humillaciones y expolios inicuos.
El ciudadano, cansado de ser escoria y de quedar al margen de las decisiones, quiere ser respetado por los políticos a los que paga y empieza a estar dispuesto a conseguirlo en las calles, con su protesta.
Cuanto más culta es una sociedad (y la griega es heredera de una de las culturas más sorprendentes y espectaculares de la Historia) menos dispuesta se siente a seguir siendo estafada por sus dirigentes políticos.
En todas las democracias degradades de Ocidente huele a podrido. Hasta en Estados Unidos, reserva de los demócratas, ha penetrado el lodo de la corrupción. El gobernador del estado de Illinois acaba de ser detenido porque puso en subasta el cargo de senador que dejó libre Barak Obama. En otras latitudes, en teoría democratas, monarcas, políticos, jueces, militares, funcionarios y altos cargos, todos ellos en teoría servidores del Estado y del pueblo que les paga, se hacen ricos a velocidad de vértigo sin que sus ingresos legales lo justifiquen, sin que jamás sufran castigo por sus delitos.
La democracia ha dejado de existir en Occidente tras haber sido sustituida, en silencio y a traición, por sucias oligocracias dominadas por partidos políticos. Esos partidos se han transformado en maquinarias de poder especializadas en ordeñar al Estado y al ciudadano. En España, el 64% del dinero que ingresan los partidos políticos procede de las arcas públicas y el dinero se lo entregan, con desfachatez, los mismos militantes que controlan las administraciones públicas. Los ciudadanos, teóricos soberanos del sistema, han sido marginados, no deciden nada y hasta les han arrebatado lo que es indelegable: la voluntad política. El poder sólo cuenta con el ciudadano cuando abre las urnas para que emita un voto que cada día es menos libre y más mediatizado porque son los partidos y no los ciudadanos los que eleboran las listas de candidatos.
Las constituciones son juradas, pero no se respetan, mientras que casi la mitad de la población mundial vive al margen de esos derechos humanos que los políticos proclaman y dicen respetar.
La plaga de suciedad que ha contaminado la política es inmensa, casi infinita: la Justicia, invadida por los partidos políticos, ha dejado de ser independiente; la ley se aplica "según convenga a la jugada", como reconoció el ministro de Justicia español, beneficiando a los amigos y aplastando al adversario; los privilegios de los poderosos crecen al mismo ritmo que se desmoronan la seguridad y la confianza de la sociedad; el foso que separa a ricos y a pobres cada día es más amplio; la corrupción anida en los ministerios, en los gobiernos regionales, en los ayuntamientos y en muchos despachos de funcionarios y cargos públicos; la casta política profesional no ha resuelto en los dos últimos siglos ni uno sólo de los grandes problemas que preocupan a los humanos, ni la desigualdad, ni la inseguridad, ni la pobreza, ni la indefensión de los débiles, ni la escasez de viviendas, ni la educación...
La española es una de las sociedades donde la degradación de la democracia es más palpable e hiriente: el gobierno está, por supuesto, dentro de la legalidad, pero nadie conoce el verdadero alcance y sentido de las leyes, mientras que la corrupción se huele en las esquinas y la mentira ha quitado su sitio a la verdad en el discurso público y el debate cívico. En España se jura la Constitución, pero no se cumple. Hay territorios enteros en España donde la Constitución no tiene vigencia y existen estatutos, impulsados por el propio gobierno, como el de Cataluña, que violan la igualdad y la solidaridad consagradas por la Carta Magna. Muchos dirigentes y representantes de las altas instituciones del Estado se han hecho ricos en España sin que sus ingresos legales lo justifiquen. Millones de jóvenes españoles, sin futuro laboral y arrojados al desempleo, sueñan con llegar a ser algún día por lo menos mileuristas. Los ayuntamientos españoles se han financiado durante más de una década con comisiones e impuestos abusivos. El poder político ha olvidado que debe ser ejemplar y ofrece al ciudadano una imagen desoladora, producto de un cóctel que mezcla los privilegios de casta con la arbitrariedad y la arrogancia.
La cruda verdad, la que transmite el mensaje que llega desde Grecia, es que las democracias occidentales se mueren podridas y son ya sucias oligocracias dictatoriales legalizadas en las urnas.
Ahora toca regenerarlas.
Los griegos ocupan, desde hace décadas, uno de los últimos vagones del tren de la prosperidad en Europa. Su sociedad empieza a estar desesperada y ha decidido enfrentarse al Estado utilizando el "fuego griego", después de comprobar que es ridículo enfrentarse a los políticos con banderitas y silbatos.
La forma más inteligente de analizar los socesos de Grecia es entendiéndolos como una "tarjeta amarilla" mostrada por los ciudadanos a los políticos que están prostituyendo las democracias en todo el mundo.
La sociedad griega, como muchas otras sociedades del mundo desarrollado, está cansada de que le engañen y le estafen, de los miserables salarios que reciben, de las pésimas condiciones laborales, de la corrupción y del cúmulo de abusos que perpetra la clase política, así como de la inseguridad y de la injusticia que rodea sus vidas, mientras soportan impotentes que sus dirigentes electos, convertidos en una casta elitista, arrogante e inepta, vivan en una burbuja de privilegio, lujo y poder.
Han sido elegidos para que gestionen una empresa llamada Estado, propiedad de los ciudadanos, y se han apropiado de ella, marginando a sus dueños y sometiéndolos a humillaciones y expolios inicuos.
El ciudadano, cansado de ser escoria y de quedar al margen de las decisiones, quiere ser respetado por los políticos a los que paga y empieza a estar dispuesto a conseguirlo en las calles, con su protesta.
Cuanto más culta es una sociedad (y la griega es heredera de una de las culturas más sorprendentes y espectaculares de la Historia) menos dispuesta se siente a seguir siendo estafada por sus dirigentes políticos.
En todas las democracias degradades de Ocidente huele a podrido. Hasta en Estados Unidos, reserva de los demócratas, ha penetrado el lodo de la corrupción. El gobernador del estado de Illinois acaba de ser detenido porque puso en subasta el cargo de senador que dejó libre Barak Obama. En otras latitudes, en teoría democratas, monarcas, políticos, jueces, militares, funcionarios y altos cargos, todos ellos en teoría servidores del Estado y del pueblo que les paga, se hacen ricos a velocidad de vértigo sin que sus ingresos legales lo justifiquen, sin que jamás sufran castigo por sus delitos.
La democracia ha dejado de existir en Occidente tras haber sido sustituida, en silencio y a traición, por sucias oligocracias dominadas por partidos políticos. Esos partidos se han transformado en maquinarias de poder especializadas en ordeñar al Estado y al ciudadano. En España, el 64% del dinero que ingresan los partidos políticos procede de las arcas públicas y el dinero se lo entregan, con desfachatez, los mismos militantes que controlan las administraciones públicas. Los ciudadanos, teóricos soberanos del sistema, han sido marginados, no deciden nada y hasta les han arrebatado lo que es indelegable: la voluntad política. El poder sólo cuenta con el ciudadano cuando abre las urnas para que emita un voto que cada día es menos libre y más mediatizado porque son los partidos y no los ciudadanos los que eleboran las listas de candidatos.
Las constituciones son juradas, pero no se respetan, mientras que casi la mitad de la población mundial vive al margen de esos derechos humanos que los políticos proclaman y dicen respetar.
La plaga de suciedad que ha contaminado la política es inmensa, casi infinita: la Justicia, invadida por los partidos políticos, ha dejado de ser independiente; la ley se aplica "según convenga a la jugada", como reconoció el ministro de Justicia español, beneficiando a los amigos y aplastando al adversario; los privilegios de los poderosos crecen al mismo ritmo que se desmoronan la seguridad y la confianza de la sociedad; el foso que separa a ricos y a pobres cada día es más amplio; la corrupción anida en los ministerios, en los gobiernos regionales, en los ayuntamientos y en muchos despachos de funcionarios y cargos públicos; la casta política profesional no ha resuelto en los dos últimos siglos ni uno sólo de los grandes problemas que preocupan a los humanos, ni la desigualdad, ni la inseguridad, ni la pobreza, ni la indefensión de los débiles, ni la escasez de viviendas, ni la educación...
La española es una de las sociedades donde la degradación de la democracia es más palpable e hiriente: el gobierno está, por supuesto, dentro de la legalidad, pero nadie conoce el verdadero alcance y sentido de las leyes, mientras que la corrupción se huele en las esquinas y la mentira ha quitado su sitio a la verdad en el discurso público y el debate cívico. En España se jura la Constitución, pero no se cumple. Hay territorios enteros en España donde la Constitución no tiene vigencia y existen estatutos, impulsados por el propio gobierno, como el de Cataluña, que violan la igualdad y la solidaridad consagradas por la Carta Magna. Muchos dirigentes y representantes de las altas instituciones del Estado se han hecho ricos en España sin que sus ingresos legales lo justifiquen. Millones de jóvenes españoles, sin futuro laboral y arrojados al desempleo, sueñan con llegar a ser algún día por lo menos mileuristas. Los ayuntamientos españoles se han financiado durante más de una década con comisiones e impuestos abusivos. El poder político ha olvidado que debe ser ejemplar y ofrece al ciudadano una imagen desoladora, producto de un cóctel que mezcla los privilegios de casta con la arbitrariedad y la arrogancia.
La cruda verdad, la que transmite el mensaje que llega desde Grecia, es que las democracias occidentales se mueren podridas y son ya sucias oligocracias dictatoriales legalizadas en las urnas.
Ahora toca regenerarlas.
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