En una de mis últimas conversaciones con uno de mis amigos, profesor universitario en Madrid de Filosofía del Derecho, he terminado de comprender una de las claves que más me inquietaban sobre las diferencias notables que existen entre la izquierda de Estados Unidos y la europea: la izquierda de Estados Unidos no tiene que soportar, como la europea, el terrible lastre que representa la escoria comunista, incrustada en sus filas, lo que le permite algo muy difícil para la izquierda europea: creer en la democracia y pensar democráticamente.
Para apreciar el profundo calado de esa diferencia basta comparar al senador afroamericano Barack Obama con alguno de sus teóricos correligionarios europeos, ya sea con la francesa Ségolène Royal, con el italiano Piero Fassino o con el español José Luis Rodríguez Zapatero.
Barack Obama, con sus 45 años, es la estrella naciente del Partido Demócrata de Estados Unidos, donde no existe tradición comunista alguna, todo lo contrario que en el socialismo europeo, contaminado hasta el tuétano de comunismo y refugio de decenas de miles de antiguos admiradores de la URSS. Mientras que Obama es una especie de fascinante Kennedy negro que eleva el espíritu y transmite ilusión transformadora en sus discursos, sus colegas europeos son muermos portadores de pasado y sólo capaces de atraer a las moscas con sus discursos engañosos y frígidos.
Obama está empeñado en renovar el viejo Partido Demócrata americano para arrebatar la hegemonía a los republicanos, algo que puede conseguir gracias a su discurso fresco, a su credibilidad y a su fe en la democracia, un sistema basado en la igualdad de todos ante la ley y en la participación de todos en el poder, que él defiende sin pudor y lo propaga en la sociedad norteamericana con el ardor de un predicador, porque lo considera el mejor sistema entre los posibles.
Sus colegas europeos rara vez hablan de democracia porque no creen en ella o al menos creen en otra democracia donde el peso del Estado es excesivo y muchas veces abrumador para el ciudadano. No les interesa la participación de los ciudadanos porque, aunque lo disimulen, siguen creyendo en el principio leninista de que sólo un partido profesional puede gobernar con garantías a unas masas torpes, siempre necesitadas de liderazgo. Su concepto de la igualdad termina donde empiezan los privilegios de los políticos, transformados en una casta dominante de nuevos amos, y su capacidad para enaltecer o motivar a sus seguidores es tan escasa que ya sólo dirigen sus discursos políticos al instinto, nunca al intelecto, para lo cual se han visto obligado a relacionarse más que con la ciudadanía con las cámaras de televisión y con los periodistas, a los que siempren intentan comprar o dominar para eliminar la crítica, un aditivo imprescindible de la democracia a la que ellos temen y odian con el mismo ardor que sintieron Stalin, Mao, Breznev y Ceaucescu.
Las diferencias son muchas más, pero las anteriormente descritas son las principales.
La escoria que ha quedado del comunismo derrotado sigue causando graves daños a la Humanidad, pero ahora, desprestigiados por el fracaso y la derrota del paraiso soviético, ya no lo hacen al frente de partidos que nunca serían votados por la gente libre, sino camuflados de demócratas y agazapados en partidos de izquierda, a los que lastran de manera dramática y les impiden avanzar por las autenticas rutas del progreso, que siempre tendrán que ser democráticas, participativas y libres.
Para apreciar el profundo calado de esa diferencia basta comparar al senador afroamericano Barack Obama con alguno de sus teóricos correligionarios europeos, ya sea con la francesa Ségolène Royal, con el italiano Piero Fassino o con el español José Luis Rodríguez Zapatero.
Barack Obama, con sus 45 años, es la estrella naciente del Partido Demócrata de Estados Unidos, donde no existe tradición comunista alguna, todo lo contrario que en el socialismo europeo, contaminado hasta el tuétano de comunismo y refugio de decenas de miles de antiguos admiradores de la URSS. Mientras que Obama es una especie de fascinante Kennedy negro que eleva el espíritu y transmite ilusión transformadora en sus discursos, sus colegas europeos son muermos portadores de pasado y sólo capaces de atraer a las moscas con sus discursos engañosos y frígidos.
Obama está empeñado en renovar el viejo Partido Demócrata americano para arrebatar la hegemonía a los republicanos, algo que puede conseguir gracias a su discurso fresco, a su credibilidad y a su fe en la democracia, un sistema basado en la igualdad de todos ante la ley y en la participación de todos en el poder, que él defiende sin pudor y lo propaga en la sociedad norteamericana con el ardor de un predicador, porque lo considera el mejor sistema entre los posibles.
Sus colegas europeos rara vez hablan de democracia porque no creen en ella o al menos creen en otra democracia donde el peso del Estado es excesivo y muchas veces abrumador para el ciudadano. No les interesa la participación de los ciudadanos porque, aunque lo disimulen, siguen creyendo en el principio leninista de que sólo un partido profesional puede gobernar con garantías a unas masas torpes, siempre necesitadas de liderazgo. Su concepto de la igualdad termina donde empiezan los privilegios de los políticos, transformados en una casta dominante de nuevos amos, y su capacidad para enaltecer o motivar a sus seguidores es tan escasa que ya sólo dirigen sus discursos políticos al instinto, nunca al intelecto, para lo cual se han visto obligado a relacionarse más que con la ciudadanía con las cámaras de televisión y con los periodistas, a los que siempren intentan comprar o dominar para eliminar la crítica, un aditivo imprescindible de la democracia a la que ellos temen y odian con el mismo ardor que sintieron Stalin, Mao, Breznev y Ceaucescu.
Las diferencias son muchas más, pero las anteriormente descritas son las principales.
La escoria que ha quedado del comunismo derrotado sigue causando graves daños a la Humanidad, pero ahora, desprestigiados por el fracaso y la derrota del paraiso soviético, ya no lo hacen al frente de partidos que nunca serían votados por la gente libre, sino camuflados de demócratas y agazapados en partidos de izquierda, a los que lastran de manera dramática y les impiden avanzar por las autenticas rutas del progreso, que siempre tendrán que ser democráticas, participativas y libres.
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